La predictibilidad de la evolución y el desempeño de los sistemas políticos es siempre cosa compleja. y mucho más lo es en el caso de sistemas políticos de países débilmente institucionalizados —como es el caso de la mayoría de los países latinoamericanos— o de países que se encuentran en el medio de procesos de transición política —como es el caso uruguayo—. Factores de largo plazo se entrelazan con factores de corto plazo y aun de campañas políticas, dificultando siempre el llegar a conclusiones que puedan considerarse razonablemente seguras —aunque puedan ser razonablemente fundadas—. Los propios intentos de predicción, muchas veces, reactúan sobre el sistema y afectan el comportamiento predicho. Pero —en fin—, igual vale la pena correr el riesgo, porque la vocación por mejorar los entornos de predicción es, al fin y al cabo, la principal e irrenunciable tarea de las ciencias sociales.
En este trabajo se pretende analizar la evolución del sistema político uruguayo en relación con sus tendencias de largo plazo y en el marco de su desempeño de corto plazo. En el punto I se centra la atención en lo que llamaremos tendencias de largo plazo, observando su evolución a lo largo de los últimos cincuenta años. En el punto II, la mirada se vuelve al más corto plazo que se abre con el proceso de reinstitucionalización democrática en las elecciones de 1984. En el punto III, finalmente, se extraen algunas conclusiones y se proponen algunos escenarios futuros que marcan puntos pendientes de mayor investigación y análisis. Dado el público destinatario de esta publicación, hemos elegido centrarnos en macrotendencias y resultados fuertes, aun cuando algunos de ellos ya hayan sido suficientemente discutidos en la bibliografía nacional.
Quien mire los últimos cincuenta años de historia uruguaya podrá observar ciertas tendencias claras que hacen a varias dimensiones relevantes del sistema político (González Ferrer, 1988). Sin pretensiones de exhaustividad, y sin intentar establecer vínculos de dependencia entre ellas, aparece importante sugerir seis: lo que llamaremos la labilidad del sistema constitucional, las que hacen a las pautas de legitimidad, las que hacen al sistema de partidos, las que refieren a las formas de agregación de intereses y acumulación electoral, las que vinculan clivajes sociales y comportamiento electoral y las que determinan los vínculos entre el sistema de partidos y la administración (Aguiar, 1986, 1988). Conviene atender someramente a todas ellas, sin perjuicio de que algunas merezcan un grado de detalle particular. La suma de ellas configura el entorno en el que conviene analizar los aspectos de más corto plazo.
La capacidad de las élites políticas para acordar —en forma más o menos formal— reglas de juego constitucionales ha sido una característica relevante del sistema político uruguayo en el pasado (Solari, 1988). Luego de un largo período de Constitución rígida (1830-1917), el Uruguay reforma su Constitución en 1917. En 1933, el golpe de Estado de Terra implica una ruptura institucional que pretende regularizarse con la Constitución de 1934. En 1942, el retorno a un régimen democrático se asocia a un nuevo ordenamiento constitucional. En 1951, una nueva Constitución implica cambios relevantes en la forma del Poder Ejecutivo, incluyendo el llamado Colegiado integral. En 1966, una nueva reforma vuelve al Ejecutivo unipersonal e introduce una serie de instrumentos tendientes a modernizar el aparato de gobierno. El golpe de Estado de 1973 implica un corte que, a su vez, incluye fases marcadamente diferentes en términos institucionales: hasta 1976 una típica dictadura comisarial, desde 1976 el intento fundacional de una nueva república hasta que en 1980 la ciudadanía rechaza el proyecto constitucional de los militares y se abre el camino hacia la reinstitucionalización democrática. Largas negociaciones entre políticos y militares permiten un eficiente proceso de apertura transada, que culmina en 1984 con elecciones acordadas en el marco del Pacto del Club Naval, con algunas proscripciones notorias. Poco tiempo después de asumido el nuevo gobierno, la cuestión de la reforma constitucional vuelve a incorporarse a la agenda de las cuestiones políticas más o menos relevantes, y aún a la fecha forma parte de ella.
Pero no solo es relevante marcar la capacidad de acordar sistemas institucionales. En los años analizados, en muchas ocasiones, subconjuntos relativamente significativos de élites políticas hicieron propuestas institucionales que fueron sometidas a plebiscito y que, aun siendo rechazadas, obtuvieron proporciones apreciables de votos, educando al electorado uruguayo en la consideración de la relevancia del aspecto constitucional. Así, por ejemplo, en 1946 se plebiscitan reformas al sistema electoral y a la forma del Poder Ejecutivo, en 1958 y 1962 se plebiscitan nuevamente reformas al régimen colegiado, en 1966 se plebiscitan varias reformas del sistema constitucional, en 1971 se plebiscita la reelección del presidente y en 1980 la propuesta constitucional de los militares.
Por lo tanto, puede afirmarse sin temores que el sistema institucional uruguayo ha estado siempre en el centro de la agenda de cuestiones políticas y que aun cuando muchas veces las reformas fueron dejadas de lado y el sistema entró en largos períodos de falencia —veinte años en total, desde 1930 a la fecha—, muchas veces también los acuerdos de las élites políticas permitieron moldear el sistema en función de sus ideas y necesidades.
En el largo plazo, existe bastante evidencia para sugerir que el Uruguay experimenta un proceso de erosión de las pautas de legitimidad carismáticas y tradicionales, y el predominio creciente —aunque variable— de pautas de legitimidad democráticas o retributivas (Aguiar, 1986).
El predominio de los grandes caudillos nacionales o locales —indicador privilegiado de la prevalencia de pautas de legitimidad carismática— marca la política nacional hasta 1958: la figura de Luis Alberto de Herrera es notoriamente predominante en el Partido Nacional hasta esa fecha; la de Luis Batlle Berres predomina en el Partido Colorado desde 1947 hasta 1964; la de Benito Nardone aparece con fuerza suficiente para remover el sistema político nacional. Desde entonces, los liderazgos carismáticos efectivamente existentes tienen probablemente menores grados de adhesión efectivamente personal, dependen en mucha mayor medida de estructuras partidarias articuladas y, sobre todo, no alcanzan nunca proporciones de adhesión capaces de dominar el conjunto del panorama electoral.
La adhesión a priori y de por vida a los partidos políticos —indicador privilegiado de la prevalencia de pautas de legitimidad tradicional— también parecería tender a disminuir en forma sistemática. La rotación entre partidos que aparece en 1958 se vuelve a verificar en 1966 y en 1989, y, en todos los casos, existe evidencia del rol decisivo del llamado voto flotante. El crecimiento de la proporción de votantes que adhiere a corrientes no tradicionales también opera en forma sistemática en los últimos treinta años. y la proporción de personas votantes fieles del mismo partido que lo hace por razones bastante diferentes o más elaboradas que la mera adhesión tradicional probablemente también tiende a aumentar.
Las pautas carismáticas y tradicionales fueron progresivamente desplazadas por otro tipo de pautas más modernas. Las pautas retributivas —que implican evaluar la legitimidad de un régimen por los beneficios que otorga a quien adhiere— fueron fuertemente prevalentes en la década de los sesenta, y, con certeza, dicha prevalencia debe ser incluida entre los factores que facilitaron el golpe de Estado. Hasta principios de los sesenta, las pautas retributivas prevalentes parecen haberse canalizado bajo formas clientelísticas, expresando modalidades de legitimidad retributiva de tipo particularista. Desde fines de los sesenta y muy claramente en los ochenta, las pautas retributivas prevalentes parecen canalizarse bajo formas corporativas, expresando modalidades de legitimidad retributiva algo más universalistas y normalmente articuladas en formas ideológicas y propuestas de gobierno.
Las pautas de legitimidad democrática son de viejo arraigo en el Uruguay, y por cierto marcan algunos rasgos principales de la cultura política uruguaya, aunque la cultura política tradicional no fue nunca tan democrática como tendió a creerse y siempre fue menos democrática que el propio funcionamiento del sistema. Las pautas de legitimidad democrática —la cultura democrática— probablemente fueron dominantes entre 1915 y 1930, convivieron muy conflictivamente con muchas otras pautas entre 1930 y 1980, y volvieron a serlo —como resultado no buscado por la dictadura— desde 1980 en adelante. En la actualidad, parecen claramente dominantes en el marco de un sistema en el que perviven pautas retributivas —particularistas y corporativas—, pautas tradicionales y aun pautas carismáticas. El conflicto potencial entre las pautas de legitimidad democrática y las de tipo retributivo-corporativo parece ser uno de los más relevantes en el futuro político uruguayo.
En el largo plazo, los resultados son bastante claros en ilustrar el pasaje de un sistema bipartidista con partido hegemónico a un sistema multipartidista, cuya definitiva evolución —como veremos— no es pronosticable a la fecha.
Como muestra el cuadro 1, desde 1930 hasta 1954 el sistema político uruguayo muestra un sistema bipartidista con un partido hegemónico a nivel nacional —el Partido Colorado—. El sistema se convierte en bipartidista con rotación de partidos en el poder entre 1958 y 1966. El surgimiento del Frente Amplio, en 1971, y su muy buena votación en Montevideo, lleva a hablar con ironía de un sistema de dos partidos y medio —en la medida en que el bipartidismo siguió siendo la característica central del sistema a nivel nacional—, que llega hasta 1984. La ruptura del Frente Amplio, el crecimiento de los votos sumados del Frente Amplio y el llamado Nuevo Espacio y el fuerte descenso de votos del Partido Colorado en todo el país y en Montevideo, aconseja hoy a hablar de un sistema multipartidista (González, 1988). Una proyección preliminar de la evolución del sistema de partidos hacia 1994, a partir de la mera consideración de variables demográficas, obliga a aceptar esa caracterización, aun cuando el sistema pueda volver a evolucionar en un sentido diferente.
En otra perspectiva, las tendencias de largo plazo del sistema de partidos pueden ser miradas de otra manera: se produce una erosión de largo plazo de los partidos tradicionales, se agrega una erosión mayor aún del Partido Colorado, y esto se vincula con la tendencia al crecimiento sistemático de las alternativas no tradicionales y de la izquierda en particular.
En el largo plazo, la tendencia a la fragmentación de los partidos políticos, a la pérdida de incidencia directa del elector y a la dominancia de los estratos medios de la clase política, aparece como una de las tendencias más claras del sistema político uruguayo, intrínsecamente vinculada con la legislación electoral del Uruguay —y, particularmente, con el sistema de doble voto simultáneo— (Vernazza, 1990). En los últimos cincuenta años la única elección en que la tendencia deja de aparecer es la de 1984, excepción que confirma la regla y que se explica por el largo período de suspensión en el funcionamiento del sistema político. El cuadro 2 presenta algunos indicadores de esta fragmentación en términos de candidaturas presidenciales. El cuadro 3 presenta otros indicadores a nivel de la cantidad de listas.
Creada inicialmente con el propósito de garantizar la hegemonía de los partidos políticos tradicionales y, al mismo tiempo, afirmar su pluralismo y democracia internas, la legislación electoral uruguaya muestra una arquitectura relativamente estable desde 1925 a la fecha, y su clave de bóveda es la posibilidad de acumular en un nivel cualquiera —hasta el de lema— subconjuntos independientes de nivel inferior, mediante el voto simultáneo de lema, sublema y candidato. Los estudios disponibles muestran que —sin perjuicio de haber obtenido en forma razonablemente satisfactoria los objetivos que le dieron origen— la legislación estimula un comportamiento que lleva a la fragmentación de los partidos, al aumento del número de candidatos presidenciales por partido, a la disminución de la proporción de votos propios obtenida por el sublema del presidente electo, al aumento del número de listas, a la disminución de la proporción de votos propios que facilitan acceder a cargos, al aumento de los requisitos de negociación para acumular votos entre estratos políticos medios y, en última instancia, a la pérdida de incidencia directa del elector —ya de por sí menguada por la concentración de todos los eventos electorales en uno, por la vinculación de la elección nacional con la departamental, por el sistema de lista cerrada y por la inexistencia de una adecuada legislación de partidos— (Rial y Nohlen, 1986; Cocchi, 1988).
En el largo plazo, la división del electorado uruguayo entre Montevideo e Interior y las divisiones agregadas por educación y edad de la sociedad uruguaya aparecen como las más relevantes modalidades que vinculan al sistema social y al sistema político a través del comportamiento electoral (Aguiar, 1984).
Desde 1930 a 1962 no aparecen en el sistema político clivajes claros asociados a posiciones de clase social ni a variables claras de tipo estratificacional. Los principales clivajes —que oponen los votantes del Partido Nacional con los votantes de algunos sectores del Partido Colorado— sugieren más bien puntos de ruptura, nunca muy fuertes, asociados a la industrialización, a la urbanización y a la modernización: voto agrario, tradicional, rural o migrante interno, volcado a los sectores mayoritarios del Partido Nacional; voto urbano, algo más moderno, industrial —obreros y empresarios— o empleado público, asociado más bien a los sectores mayoritarios del Partido Colorado. La heterogeneidad de los partidos tradicionales, sin embargo, siempre mostró que estos vínculos en realidad encubrían la existencia, dentro de cada uno de ellos, de corrientes de signo clivático diferente: más rural, tradicional, agrario y migrante el voto herrerista dentro del Partido Nacional, más urbano, industrial y moderno el voto a Luis Batlle dentro del Partido Colorado, pero perfiles de votantes de signo opuesto en el viejo Partido Nacional Independiente, en la Unión Blanca Democrática o en los restos riveristas, blancoacevedistas y catorcistas dentro del Partico Colorado.
Desde 1962 en adelante, con la crisis, la unificación sindical y la aparición más activa de las corrientes de izquierda, la situación cambia moderadamente, dando lugar a lo que fue llamado la doble escena: en los períodos interelectorales comienzan a prevalecer conflictos percibidos como clasistas o sectoriales, pero esos conflictos no tienen convertibilidad política y en las instancias electorales prevalecen los clivajes tradicionales, moderadamente corregidos por nuevos clivajes asociados a la edad y la educación —que explican el voto montevideano de izquierda.
Después de la dictadura, la doble escena se mantiene hasta 1989, aun cuando aparecen algunos clivajes más típicamente clasistas. Pero desde 1989, y después del triunfo del Frente Amplio en Montevideo y del Partido Nacional en el país, con mucha claridad el clivaje Montevideo-Interior aparece como el dominante y probablemente el más relevante para pronosticar la evolución futura del sistema político (Mieres, 1988).
En el largo plazo, el creciente manejo de la administración con fines instrumentales al servicio de los objetivos partidarios de corto plazo ha sido una característica sistemática, de la cual los partidos políticos en general han tenido fuerte dificultad en salir.
La utilización política de la administración fue una característica tradicional del Estado uruguayo desde siempre. Desde 1931 en adelante, sin embargo, parece haberse producido un cambio importante en la intensidad y en las modalidades de esa utilización. Desde esa fecha hasta ahora, el número de personas cuyos ingresos dependen del Estado no ha dejado de crecer a tasas significativamente mayores que la población o la economía y los poderes regulatorios del aparato estatal no han cesado de expandirse —llegando a bloquearse a sí mismos y generando, en un sentido muy estricto, una administración ineficaz e ineficiente (Aguiar, 1978, 1980).
Desde 1930 hasta la década de los sesenta, el clientelismo político —alimentado por los sistemas de legitimidad prevalentes— es la modalidad principal de reclutamiento de apoyos. Desde 1960, el sistema alimenta, además, la organización de demandas corporativas. El aumento acelerado de políticos medios «acreedores» —en función de la fragmentación analizada antes— se convierte así en la palanca que tiende a mantener el uso espurio de la administración como instrumento partidario de corto plazo (Vernazza, 1990). En términos conceptuales, el sistema se comporta como si los partidos fueran jugadores desleales en el juego del prisionero y el resultado claramente minimiza el bienestar colectivo impidiendo los programas de reforma.
En resumen: en el largo plazo, el sistema político uruguayo parece caracterizarse en primer lugar por una tendencia hacia la erosión del sistema bipartidista y por una tendencia a la fragmentación interna de los partidos. La elección de 1989 marca un punto de llegada de aquel proceso de erosión y —muy probablemente— un punto de máxima en el proceso de fragmentación.
En segundo lugar, el sistema parece caracterizarse por alimentar una fuerte pérdida de efectividad de la administración, inhibida por el juego de prácticas clientelísticas y corporativas y agravada por una tendencia al crecimiento de estructura sin relación con indicadores de desempeño. También es probable que, en este aspecto, el sistema se encuentre en un punto de máxima que lleve a la falencia u obligue a la reforma.
En tercer lugar, a fines de los ochenta el sistema parece caracterizarse por un predominio bastante claro de las pautas de legitimidad democráticas. En el marco de un sistema político inefectivo, esta prevalencia es una garantía particular de estabilidad. Pero la existencia simultánea de pautas no democráticas —tradicionales, carismáticas o retributivas— y los puntos de máxima antes indicados llevan a preguntarse por la firmeza y duración de esa garantía. La inexistencia de fuertes clivajes clasistas permitiría ser optimista, pero el creciente peso de un clivaje Montevideo-Interior pone algunas dudas sobre ese optimismo.
La capacidad de las élites políticas para pactar reglas de juego en el pasado, finalmente, también tiende a alimentar una postura optimista. Al contrario, el proceso de deslizamiento hacia el autoritarismo y la caída del Uruguay en la dictadura ilustra grandes fracasos anteriores de las élites políticas. El análisis de la capacidad de pacto de los últimos siete años —desde el Pacto del Club Naval a la reciente Coincidencia Nacional— sugiere la hipótesis de que la capacidad de acuerdo de élites sobrevive pero no tiene capacidad de incluir a todos ni a los principales actores. Los máximos de fragmentación política antes aludidos indican que —en la actualidad— los costos de negociación son también máximos.
En el largo plazo, entonces, si bien el pesimismo —que nunca es una buena receta— no es una conclusión necesaria de los hechos, el optimismo sobre el desempeño del sistema político uruguayo parece un poco excesivo. En cualquier caso, los resultados son claros: el sistema se halla en un momento de inflexión, punto final de una evolución de largo plazo.
En el marco de esas tendencias de largo plazo —todas ellas operantes en relación con la elección de 1989—, el análisis del corto plazo implica consideraciones especiales. Aun cuando el resultado en buena medida expresa y condensa muchas de las consideraciones de largo plazo anotadas, muy pocos observadores habrían previsto dos años antes los resultados —ganadores y diferencias— que se verificaron en las elecciones uruguayas de 1989, cuyas principales cifras se presentan en el cuadro 4. A nivel nacional, los observadores más astutos (González, 1988) habían anotado, con bastante antelación, que un triunfo del Partido Nacional no era en absoluto descartable, que de ninguna manera era cierto que el Partido Colorado fuera un ganador seguro de las elecciones nacionales y que, en rigor, el resultado de las elecciones dependería esencialmente de variables de campaña política; pero nadie hubiera llegado a afirmar que era más probable un triunfo del Partido Nacional —mucho menos, del sector de este que resultó efectivamente triunfante y mucho menos aún por la diferencia con que lo hizo—. A nivel del departamento de Montevideo, muy pocos hubieran imaginado seis meses antes que el entonces declinante y recientemente fracturado Frente Amplio podría ganar las elecciones de Montevideo, y hubiera parecido directamente imposible que ganara por el margen que lo hizo. Tres meses antes de las elecciones, sin embargo, parecía bastante claro que el Partido Nacional —y ahora así, el herrerismo comandado por Luis A. Lacalle— tenía serias posibilidades de victoria. y dos meses antes —ya en plena campaña— era muy claro que ganaría por un margen muy significativo. Como igualmente comenzaba a ser obvio que el Frente Amplio podría ganar Montevideo por un margen atendible. ¿Por qué?
Solo podemos intentar algunas respuestas. Con ellas no pretendemos una respuesta global, pero pensamos que todas ellas deben ser incluidas necesariamente por quien pretenda dar una respuesta de ese tipo. Algunos refieren a factores de derrota —explican por qué alguien pierde votos y cómo los pierde—. Otras refieren a factores de victoria —explican cómo y por qué alguien los gana—. Es interesante marcar, además, algunos factores irrelevantes.
Al menos cuatro factores de derrota se aplican, con claridad, al Partido Colorado.
El primero se vincula con las tendencias de largo plazo del sistema de partidos y con la estructura del sistema de clivajes. En efecto: el electorado uruguayo se encuentra dividido por edad en términos que, diacrónicamente, son marcadamente desfavorables para el Partido Colorado. La proporción de adherentes al Partido Colorado tiende a aumentar con la edad como resultado —fundamentalmente— de un efecto generacional: las personas mayores de sesenta años eran jóvenes cuando el país era «colorado y exitoso» (González, 1988). Y, correlativamente, el Partido Colorado demuestra relativamente muy poca capacidad de penetración entre los electores más jóvenes. Consiguientemente, por un efecto de renovación demográfica del electorado, aunque nadie cambie de idea el Partido Colorado tiende a perder participación electoral.
El segundo se vincula con la problemática de la legitimidad —democrática, retributiva— y se manifiesta en fenómenos regularmente comprobados en todos los procesos de transición a la democracia: el gobierno exitoso en la reinstitucionalización democrática no tiene en general capacidad de satisfacer a la par las numerosas demandas económicas y sociales que se conjugan con la apertura democrática. Como efecto directo de su éxito político en términos institucionales, los primeros gobiernos de transición son «castigados» por sus resultados económico-sociales, no tanto porque no sean buenos sino porque no llegan a satisfacer las expectativas. Aunque en términos comparativos la administración Sanguinetti tuvo un resultado electoral sensiblemente mejor al obtenido —por ejemplo— por las administraciones Soares, Suárez, Sarney, Belaúnde, Siles Suazo o Alfonsín, y resultados económico-sociales medianamente positivos en términos de ingresos y empleo, los resultados indican que no alcanzó a satisfacer las demandas retributivas del electorado.
El tercer factor de derrota es estrictamente coyuntural y refiere al fuerte conflicto interno que desde 1988 sacudió al Partido Colorado y que lleva a una fractura de la fracción mayoritaria de este —el Batllismo Unido— en relación con la problemática de la candidatura presidencial. La fractura implica un fuerte consumo de energía y recursos, posterga el desarrollo del complejo proceso de negociación entre estratos medios de la clase política y, sobre todo, cuestiona severamente la imagen de organización y homogeneidad que había constituido uno de los principales activos de imagen del partido. Como resultado, el Partido Colorado encara la campaña electoral tarde y débil.
El cuarto, finalmente, refiere a la restricción de oferta electoral que —como resultado del conflicto anterior y de su particular forma de resolución— asume inevitablemente el Partido Colorado: los sectores jóvenes y más educados, particularmente activos en el proceso de transición a la democracia y más proclives a una propuesta socialdemócrata, son visiblemente dejados fuera o postergados, y el partido resulta ofreciendo al elector la opción entre regresar al expresidente Pacheco Areco o aceptar la muy rechazada figura del senador Jorge Batlle. Como resultado, el partido predispuso a un grupo importante de votantes propios —mayoritariamente joven y educado— a alejarse de este y votar por fuera, sin que pudiera evitarlo la candidatura de último momento de Hugo Fernández Faingold o el intento del diputado Víctor Vaillant de marcar un perfil propio dentro de las fuerzas del Batllismo Unido.
Es difícil, por cierto, estimar el peso de los cuatro factores aludidos. En algunos estudios, el primero de los mencionados ha sido estimado en algo menos del 3 % del electorado total. La experiencia internacional sugiere que el segundo debe haber sido importante, y si admitimos que el caso Sanguinetti fue el más exitoso en términos internacionales con relación a este factor, debiéramos pensar en un mínimo de 3 o 4 %. El tercer factor es realmente muy difícil de estimar, aunque los operadores políticos tradicionales admiten su importancia. El cuarto, finalmente, podría intentar cuantificarse por la pérdida de votos que tuvieron el sector de la cbi y la Lista 85 de 1984 en relación con los votos sumados de la 85, Vaillant, Fernández Faingold y la propia cbi en 1989.
Frente a tal cúmulo de factores de derrota, el principal factor de triunfo para un partido que solo estaba un 8 % atrás de su contendor, es —obviamente— no cometer errores.
Pero el Partido Nacional tuvo —además— fuertes e importantes factores de victoria.
El más importante, ligado con la problemática del doble voto simultáneo, fue el cabal y óptimo aprovechamiento de la legislación electoral. Entre sus candidatos presidenciales se encontraban políticos que representaban propuestas programáticas casi antitéticas —típicamente, el senador Lacalle y el senador Pereira—. En sus primeras filas se encontraban los artífices de la Ley de Caducidad del Estado junto a muchas personas que desempeñaron roles protagónicos en la campaña nacional de referéndum para su derogación. Entre sus principales candidatos se encontraban personas de rangos elevados en la masonería y en la Iglesia Católica. En los niveles medios y bajos, los blancos dieron ejemplo de inmensa pericia en el manejo de las posibilidades de la ley de doble voto simultáneo y llevaron a extremos inimaginables la cantidad de listas por departamento y la cantidad de cruces de candidaturas nivel local. La varianza de la oferta blanca superó con creces la de la oferta colorada.
En segunda instancia, la candidatura mayoritaria del Partido Nacional realizó una óptima campaña electoral, en términos técnicos. A partir de una definición muy atenta a fenómenos históricos y coyunturales, la campaña se centró en ganarle votos al Partido Colorado y en localizar el combate en el interior del país —lo que implicaba abandonar la idea dominante de 1984 de competir con la izquierda y desarrollar una estructura moderna en Montevideo—. Al decir de un político blanco, «la campaña es blanca» y «los votos que vienen del Partido Colorado valen doble». Estrategia exitosa, ayudada adicionalmente por el particular derrumbe del Partido Colorado en Montevideo y el trasvase de votos colorados hacia el Nuevo Espacio.
Un tercer factor de triunfo fue estrictamente coyuntural, pero se vincula con la problemática del voto flotante y la pérdida de incidencia de la adhesión meramente tradicional. En 1984, el Partido Colorado había sido exitoso en el sentido de captar votantes independientes y —especialmente— electores blancos identificados con corrientes relativamente más conservadoras que las vehiculizadas por la candidatura dominante en el Partido Nacional y manifiestamente descontentos con la conducción de su partido. En 1989 el Partido Nacional revirtió esa situación y recuperó electores por derechas.
Un cuarto factor, finalmente, es un factor propiamente de campaña. Con mucha claridad, la problemática básica de la candidatura del senador Batlle era sencilla: aunque mucha gente adhería a sus ideas y al tono dramático de su propuesta, por un fenómeno estrictamente vinculado con su imagen personal, muy poca —relativamente— estaba dispuesta a permitir que fuera él el que las llevara adelante. La estrategia electoral del senador Lacalle fue decir cosas muy parecidas, pero enfatizar la construcción de una imagen personal confiable: «para votar a un presidente hay que creer en él». Si la estrategia tenía éxito, dados aquellos factores de derrota, el resultado estaba asegurado.
¿Por qué ganó el Frente en Montevideo? Por varios factores.
El primero refiere a las tendencias de largo plazo del sistema de partidos. Si no se hubiera dividido, el Frente iba a ganar Montevideo de cualquier manera: la evolución demográfica iba sencillamente a su favor y hubiera implicado un aumento de votos del orden del 5 %. Ganar Montevideo no era tanto un triunfo de una conducción política correcta como el efecto inevitable de la estructura demográfica del electorado.
Al dividirse, la situación se complicaba y dependía de su capacidad de retener votos luego de la división, y por ello, el segundo factor refiere a su capacidad de retener votos. Si se consideran los factores demográficos indicados, contra las apariencias, el Frente Amplio —medido en votos nacionales— no creció sino que perdió participación electoral. Pero fue extremadamente exitoso en su capacidad de retener votos —resultado, este sí, de su conducción política—, y la descomposición colorada en Montevideo le facilitó un cómodo triunfo.
¿Por qué retuvo votos? Realmente no hay estudios que permitan extraer conclusiones serias sobre el tema. Pero pueden hacerse tres grupos de hipótesis. La primera refiere a las modalidades de la ruptura: vista como tardía y tímida, la ruptura comenzó siendo débil e intrínsecamente carente de vocación mayoritaria. La segunda refiere a la candidatura del Dr. Tabaré Vázquez, marcadamente diferente en su estilo de comunicación de las modalidades prevalentes en la izquierda tradicional. La tercera finalmente, refiere a los efectos nacionales de la perestroika: lejos de llevar a la definitiva crisis del Frente Amplio, en el corto plazo la perestroika actuó como un alimentador de esperanzas y lealtades, que difícilmente se hubieran mantenido sin ella, y los procesos de Europa Oriental, a fines de los ochenta, fortalecieron los vínculos de muchos potenciales disidentes que resolvieron darle una oportunidad más al Frente Amplio —o al Dr. Tabaré Vázquez— en las elecciones departamentales de 1989.
El análisis de las elecciones de 1989 quedaría incompleto si no se marcaran, además, algunos factores que tuvieron escasa capacidad de decidir la elección.
El primer factor fue, claramente, la escasa relevancia decisoria de los aspectos programáticos y de los issues que centraron la discusión. Como es trivial, la campaña atendió a issues puntuales, pero la elección nacional se resolvió entre candidatos con enfoques programáticos básicamente parecidos, y las lealtades partidarias resultantes de esta tan particular legislación electoral permitieron que, en cada partido apareciera una gama relativamente amplia de issues y propuestas.
El segundo factor que tuvo escasa incidencia fueron los residuos del período dictatorial. En el período 1984-1989 el sistema político fue extremadamente exitoso en absorber y limar las asperezas sobrevivientes de la dictadura y en incluir dentro de las reglas de juegos democráticas —aunque no necesariamente dentro de su cultura— a prácticamente todos los actores políticos. Aunque en su momento polarizó fuertemente la opinión nacional, el referéndum del 16 de abril para la derogación de la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, en su realización y resultado, fue el ejemplo más cabal de esa capacidad de inclusión. y salvo en el caso de Frente Amplio y del pachequismo, todos los sectores políticos que aspiraron a la elección nacional incluyeron en sus filas —con bastante claridad— el número suficiente de personas discortantes con su posición sobre el referéndum como para desligar los vínculos excesivamente rígidos entre el pasado y la elección nacional.
Hasta aquí el análisis de lo que pasó.
¿Qué conclusiones pueden extraerse?
Las más relevantes, en nuestra opinión, refieren a que la suma de los procesos de corto y largo plazo llevan al sistema político uruguayo a un punto en el que resulta muy difícil pronosticar su evolución. Jaqueado el sistema bipartidista, fragmentados al extremo la mayoría de los partidos políticos, severamente limitada la efectiva incidencia del elector, casi agotadas las posibilidades de continuar alimentando modalidades de legitimidad retributiva, el sistema ha llegado a una situación paradojal en la que, de alguna manera, resulta difícil articular alianzas políticas con capacidad de triunfo y gobierno efectivo. «Todos somos minoría»: cualquiera puede ganar, aunque ninguno puede gobernar.
En esas condiciones, el futuro es muy difícilmente pronosticable, por lo que solo podemos limitarnos a trazar y evaluar la plausibilidad de diferentes escenarios posibles.
En un primer escenario, las élites políticas, en el marco del actual sistema de partidos, actúan positivamente y se orientan a remontar las tendencias fragmentarizantes y a controlar su predisposición a estimular demandas retributivas. Una nueva reforma constitucional, una moderna legislación de partidos y una efectiva reforma del Estado son instrumentos ineludibles en esta perspectiva. De asumirse, no cabe garantir el éxito, pero ciertamente no es posible pronosticar el fracaso.
En un segundo escenario, la fragmentación de las élites y el mantenimiento de su estilo tradicional de conducción política, llevan al bloqueamiento del sistema y a la percepción colectiva sobre la creciente inefectividad del sistema político.
Dentro de este escenario, tres parecen las alternativas posibles.
La primera, que parece poco probable dado el peso contemporáneo de los sistemas de legitimidad democrática y la inexistencia de grupos relevantes alienados del sistema democrático, implica el deslizamiento del sistema hacia la repetición progresiva del proceso de los años sesenta —con doble escena reforzada, fuerte conflicto social y movimientos autoritarios de izquierda y derecha—, que pondrían al sistema político al borde de una nueva ruptura.
La segunda, que implica una fuerte renovación del liderazgo político a partir de la autonomización de la opinión pública respecto al sistema tradicional de partidos. Aunque el nivel de institucionalización del sistema electoral y de partidos hace poco probable creer en la aparición de liderazgos como Collor y Fujimori, sí hace pensable el corrimiento hacia nuevas alternativas y coaliciones partidarias. En el marco de un fuerte clivaje Montevideo-Interior, un escenario de este tipo podría eventualmente desembocar en una alianza electoral de los partidos tradicionales.
La tercera, finalmente, implica un fuerte aumento del desinterés político y un escenario en el que la sociedad deja de trasladar demandas hacia el sistema. Dada la altísima cantidad de demandas que hoy se canalizan por el sistema político y la extremada inefectividad de este para satisfacerlas, una posibilidad de este tipo no parece imposible.
En cualquier caso, parece claro que las elecciones de 1989 marcan el fin de una etapa de fuerte predictibilidad y sitúan al sistema en un campo propicio a la innovación, aunque también al fracaso. Por tercera vez en los últimos treinta años —la primera fue en 1968 y 1973, cuando pudieron haber evitado el golpe de Estado, la segunda entre 1980 y 1984 cuando lograron volver en forma ejemplar a reinstitucionalizar un sistema democrático—, el país depende en forma prevalente de la imaginación y capacidad de sus élites políticas.
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Nohlen, Dieter, y Rial, Juan (comps.). Reforma electoral: ¿posible, deseable? Montevideo: Fesur - Ediciones de la Banda Oriental.
Perelli, Carina, y Rial, Juan: El fin de la restauración: la elección del 26 de noviembre de 1989, Cuadernos de Orientación Electoral. Montevideo: Peitho.
Solari, Aldo (1988). Uruguay, partidos políticos y sistema electoral. Montevideo: Libro Libre.
Vernazza, Francisco (1990). «Minoristas, mayoristas y generalistas en el sistema electoral uruguayo», mimeo, Montevideo.
Cuadro 1: Evolución del sistema de partidos uruguayos
Cuadro 2. Indicadores de fragmentación interna de los partidos políticos
en términos de candidaturas presidenciales
Cuadro 3. Indicadores de fragmentación de los partidos a nivel de estratos medios
de la clase política
Fuente: Vernazza (1990).
Cuadro 4. Principales resultados elecciones 1989
Fuente: Elaborado con base en Mieres (1990) y Perelli y Rial (1990).
1.
Trabajo incluido en: Obsur (1991). Propuestas políticas, comportamientos electorales y perspectivas de gobierno en el cono sur. Montevideo: Obsur, que reúne las ponencias presentadas en el seminario del mismo nombre realizado entre el 7 y el 9 de noviembre de 1990, en Montevideo.