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Quiebre institucional
y reapertura democrática en Uruguay1

El presente documento se propone proporcionar un marco general para el análisis de los problemas de reforma política en Uruguay, y, para ello, se dispone a inventariar, sistematizar y desarrollar algunas proposiciones sobre la transición a la democracia en Uruguay y las perspectivas más previsibles del proceso de la democratización, que han sido esbozadas o desarrolladas preliminarmente en trabajos anteriores.2 El análisis se circunscribe básicamente al estudio de factores políticos, no porque postule su irreductibilidad a procesos societales más generales sino porque se admite la fecundidad de aquella limitación y, a la par, se acepta la centralidad de los factores políticos en la explicación de los procesos pasados y en la resolución de los actuales desafíos.

El trabajo parte de un supuesto muy general, que pretende no ser trivial: se supone que para comprender los dilemas que enfrenta actualmente el régimen democrático y para aumentar correlativamente sus probabilidades de éxito, se hace esencial comprender cabalmente: a) las causas que llevaron en su momento al quiebre institucional, y b) los factores que determinaron el comienzo de la apertura del régimen militar.

En relación con el primer tema cabe acotar que, según nuestro enfoque, el quiebre institucional no fue un resultado ineluctable de un conjunto de cuestiones entre las que se incluyen centralmente un grupo de problemas estructurales básicos, que operan bastante más allá de la corta duración. En la medida en que esos mismos problemas subsisten hoy día, agravados, y en un entorno internacional particularmente desfavorable, se estima esencial la elucidación adecuada de los factores incluidos en a.

En relación con el segundo tema, se asume que los factores que explican el comienzo del proceso de apertura acotaron los grados de libertad disponibles para la selección de estrategias en el marco del propio proceso de consolidación democrática, por lo que también se estima central el conocimiento adecuado de los factores reunidos en b.

Por cierto no se supone que este documento logre identificar todos los factores incluidos en a o en b, ni que la discusión que realice de estos sea concluyente, pero sí se postula que la identificación y evaluación ajustada de esos factores es una tarea relevante para que las ciencias sociales logren contribuir, aunque sea modestamente, al proceso de consolidación democrática en curso.

Con esta perspectiva, el trabajo se divide en cuatro partes básicamente diferentes. En la primera se procede a una discusión de los aspectos relevantes que van desde el comienzo de la crisis política hasta llegar al autoritarismo. En la segunda se discuten específicamente algunos aspectos relativos al desarrollo del autoritarismo, su crisis y la transición hacia la democracia. En la tercera se discuten diversos aspectos supervinientes a la instalación del gobierno democrático y que hacen a la efectiva consolidación del régimen democrático y a la definición de su perfil. Finalmente, en la última se proponen algunos puntos de discusión eventualmente relevantes en un marco comparativo, así como líneas de investigación que parece interesante explorar. Esa partición responde, como parece claro, a una periodización que conviene explicitar: el periodo que llamaremos de crisis política, se abre a finales de los cincuenta y se cierra en junio de 1973; el periodo autoritario, comienza en esa fecha y culmina el 1.º de marzo de 1985 y el periodo democrático se inaugura en marzo de 1985 y permanece abierto. Los tres periodos pueden subdividirse con bastante precisión en fases o etapas bastante claras, y en el caso del periodo autoritario esta subdivisión no es trivial, teniendo importantes implicaciones respecto a la discusión de consolidación democrática. Como toda periodización, finalmente, esta también impone un orden arbitrario y que puede discutirse; confiamos sin embargo en que el ordenamiento en cuestión resulte fecundo desde nuestros intereses específicos que, en definitiva, residen en mostrar que los aspectos institucionales han tenido un rol decisivo en las instancias pasadas y en sugerir que el futuro del régimen democrático estará determinado en buena medida por su capacidad de innovación institucional.

De la crisis política hacia el autoritarismo

¿Por qué?

La crisis política acelerada que desemboca, en junio de 1973, en el golpe de Estado del presidente Bordaberry es el punto final de un largo proceso que comienza a manifestarse en el ámbito político a fines de la década de los cincuenta y muy notoriamente, en las elecciones de 1958, donde el Partido Colorado resulta derrotado y luego de más de noventa años accede al poder el Partido Nacional. En un sentido fuerte, ese resultado puede interpretarse como el producto del agotamiento de un modelo de desarrollo que se vincula con la industrialización sustitutiva de importaciones —aun cuando no sea reductible a ella— y con el comienzo de un periodo marcado por una crisis de hegemonía que permite el desarrollo progresivo de una larga crisis política.

El periodo que se abre con las elecciones de 1958 y culmina en 1973 es, entonces, el momento en el que se manifiestan una serie de causas estructurales, de larga duración, que ponen interrogantes sobre la viabilidad futura del país y sus alternativas de desarrollo. Nuestro argumento es que, en ese periodo, se combinan una serie de factores que se agregan para producir el desenlace autoritario y que esos factores: a) se manifiestan históricamente al entrar en crisis las pautas tradicionales de inserción internacional del Uruguay en el Imperio británico; b) se vinculan con el estancamiento a largo plazo de la economía y la pérdida del estatus del Uruguay en el sistema internacional; c) suponen un proceso de modernización lenta, eventualmente segmentaria pero sistemática; y d) son en buena medida propiamente políticos. Como los tres primeros aspectos han sido largamente analizados en trabajos anteriores y en el conjunto de la literatura, nos importa enfatizar en mayor medida este último grupo de factores, que ha sido menos atendido y que consideramos particularmente importante con miras a la consolidación democrática.

Al menos seis factores propiamente políticos —ciertamente conectados entre sí pero analíticamente diferentes— pueden considerarse condición necesaria de la transición hacia el autoritarismo, sin que este orden implique jerarquía o su tendencia causal. Los seis factores son: a) la incapacidad del aparato estatal para implementar políticas estables; b) las tendencias fragmentarias del sistema de partidos; c) la situación altamente anómica del mando militar en el sistema institucional; d) la creciente articulación de movimientos sociales y políticos de tipo antisistema: i) aislados respecto a las élites políticas y empresariales, ii) carentes de fortaleza necesaria para imponer políticas alternativas, pero iii) efectivamente dotados de capacidad de veto o disuasión; e) la erosión de las pautas de legitimidad democrática; y f) el fracaso de las élites políticas para: i) percibir, ii) diagnosticar y iii) conjurar el quiebre institucional que se avecinaba. Claro está: los factores políticos no fueron los únicos factores que contribuyeron a la transición hacia el autoritarismo pero fueron, por cierto, condición necesaria, probablemente en mayor medida que en otros casos de desenlaces autoritarios en América Latina; sin esos seis factores políticos no hubiera habido autoritarismo, o al menos no lo hubiera habido en la forma en que lo hubo; con ellos, no solo advino el autoritarismo sino que, en nuestra opinión, difícilmente pueda mantenerse en el futuro un régimen democrático. De allí nuestro interés en comenzar este análisis repasando someramente cada uno de ellos.

a) El Estado uruguayo nunca fue un Estado de tipo representacional; desde la independencia del país el Estado aparece como propiamente constitutivo de la sociedad, determinando las condiciones de posibilidad de la constitución de las principales clases y agregados sociales. Desde 1875 en adelante, en el mismo momento en que se afirma una articulación estable entre la economía uruguaya y la británica, el Estado se constituye como un aparato con componentes patrimonialistas y clientelísticos, marcadamente alejado del tipo ideal del Estado representacional. Pero hasta 1955, aproximadamente, logra igualmente ser un Estado con capacidad de definir e implementar políticas estables. En trabajos anteriores hemos mostrado cómo el Estado uruguayo perdió progresivamente capacidad representacional y, además, se convirtió en un actor que sólo podía definir políticas recurribles y de corto plazo. A diferencia de un sistema incrementalista en el que la pugna de los diferentes grupos daba lugar a políticas transadas dotadas de poca variabilidad y capaces de distribuir satisfactores en forma relativamente continua, en el caso del Estado se desarrolla un proceso por el cual las políticas se revén a mediano plazo, disminuyendo el conjunto de políticas transadas en los marcos institucionales normales y aumentando el conjunto de las que se definen como resultado de procesos abiertos de pugna social. En el caso de una economía estancada, esa pugna es, de hecho, un juego de suma cero cuyos ganadores se alternan en el tiempo y en el cual todos los temas en discusión refieren, normalmente, a problemas distributivos: políticas de precios, salarios, pasividades, subsidios, impuestos, vivienda, seguridad social, etc.3

b) Al mismo tiempo que el Estado perdía capacidad de implementar políticas, el sistema de partidos tendía a incrementar aceleradamente su fragmentación —particularmente, la fragmentación interna de los partidos— como resultado no querido pero efectivo del juego del sistema de doble voto simultáneo (ver González, 1985a), en un contexto caracterizado por la desaparición de los grandes jefes políticos y la competencia por el liderazgo dentro de los partidos tradicionales, la creciente corporativización de la vida política y el agotamiento de las formas tradicionales de reclutamiento de apoyos políticos. En el periodo 1958-1971 el proceso de fragmentación se acelera singularmente, realimentando la incapacidad del Estado para implementar políticas estables: en el periodo en estudio ningún presidente fue electo por más del 30#% de los votos y todos debieron dedicar una cantidad creciente de energías a articular su respaldo partidario a nivel parlamentario, así como a desarrollar un sistema crecientemente complejo de pactos que les permitiera mantener su influencia en los ministerios, la administración central, los entes autónomos, las empresas públicas y los gobiernos departamentales. Como efecto directo del sistema de doble voto simultaneo, la elección de 1971 fue la que indicó un nivel mayor de fragmentación de los partidos y la que expresó el más mínimo nivel de representación de la historia del país.

c) En el periodo que transcurre entre 1958 y 1973 se plantea primero y se resuelve después un proceso particularmente poco estudiado, referente a la situación altamente anómica del alto mando militar. En el marco de un Estado que perdía capacidad de implementar políticas y de un sistema partidario que tendía a la fragmentación, las fuerzas armadas y particularmente el ejército se encontraban en un proceso de modernización acelerada a partir de los programas de cooperación militar interamericana implementados en el marco del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca. Esa modernización se manifiesta en el creciente desarrollo de valores profesionalistas, en el cambio organizacional del Ministerio de Defensa Nacional, en la mayor sensibilidad a demandas corporativas y en la socialización en el marco de la ideología de la seguridad nacional y tiene como correlato la creciente atención a la redefinición del rol de los ejércitos en América Latina, marcadamente visible en la década de los sesenta. Frente a este grupo de referencia, los militares uruguayos evidenciaban una clara deprivación relativa4 inconsistente con el prestigio y los logros alcanzados por los propios mandos uruguayos en relación con similares latinoamericanos dentro de las actividades interamericanas. Es sencillo entender que esto determinara cierta predisposición estructural a la intervención, y que para que esta predisposición se convirtiera en intervención activa solo faltaba que: i) se perdieran los vínculos tradicionales con el partido de gobierno, ii) se resolvieran negativamente ciertos conflictos internos a la organización militar, y iii) se diera una situación social y política contextual que permitiera legitimar la predisposición a intervenir. No es posible saber que hubiera ocurrido si, dado iii, no se hubieran dado además i y ii, pero al darse los tres, y dados a, b, d y e, estaban dadas las bases mínimas para el golpe de Estado, aun cuando no estuvieran determinadas sus modalidades.

d) El cuarto factor relevante en la explicación del deslizamiento hacia el autoritarismo se refiere a la creciente articulación de movimientos sociales y políticos de tipo antisistema, que aun cuando no adquieren magnitud cuantitativa importante, desarrollan significativamente su potencial organizativo. Entre esos movimientos se incluyen el movimiento sindical —que avanza en organización, centralización y unificación en forma sistemática durante toda la década de los sesenta—, las élites educativas, culturales y universitarias, los movimientos de renovación pastoral en el ámbito de la Iglesia católica, los movimientos armados y el propio desarrollo político de partidos de izquierda que culmina en la formación del Frente Amplio. Nuestro argumento es aquí que estos movimientos: i) se encontraban particularmente aislados respecto al conjunto de las élites políticas y empresariales, y que a lo largo del periodo ese aislamiento tendió a incrementarse; ii) carecían de envergadura y fortaleza suficiente como para implementar políticas alternativas, aun cuando normalmente no percibían su debilidad, y iii) tenían sin embargo suficiente capacidad para vetar, inhibir o disuadir políticas. La suma de i, ii y iii determinaba que, dados a, b y c, el sistema derivara hacia instancias de mayor inestabilidad.

e) Es relativamente sencillo inferir que, a partir de las circunstancias anteriores, en el Uruguay de los sesenta debía registrarse una acelerada erosión de las pautas de legitimidad democrática y se pusieran en cuestión las formas tradicionales de regulación política. Un Estado crecientemente infectivo, un sistema de partidos crecientemente fragmentado, un ejército sometido a una alta tensión anómica y socializado en una ideología autoritaria alcanzan para generar esa erosión. Si se le agrega la organización creciente de movimientos y partidos antisistema del tipo de los indicados en d, esa erosión parece difícil de evitar y puede predecirse que, al menos, se pondrán en discusión las pautas de regulación política. Pero, para contribuir a esa erosión deben agregarse dos grupos de procesos: i) los derivados del estancamiento económico, que han sido identificados en términos de estancamiento productivo, disminución de la rentabilidad del capital, devaluación estructural del trabajo, incremento de la oferta patológica de fuerza de trabajo para mantener el nivel de ingresos, aumento estructural del desempleo y devaluación del trabajo pasado, y ii) los derivados de la modernización, lenta pero efectiva, de la estructura social e identificados como expansión de la población urbana, expansión de las comunicaciones, aumento de las ocupaciones no manuales y —sobre todo— expansión continua del sistema educativo. En este contexto es teóricamente esperable una erosión de las pautas de legitimidad además de la de las formas tradicionales de regulación política. En el caso de las primeras, se produce una desvalorización creciente de las pautas de legitimidad democrática, que son desplazadas hacia pautas retributivas, de tipo clientelístico o corporativo. En el caso de las segundas, se produce un creciente desarrollo de propuestas de regulación política que cuestionan el régimen democrático tradicional, ya por considerarlo falseado —en el caso de la derecha autoritaria— o meramente apariencial, en el caso de la izquierda en general.

f) Es poco pensable que dados los cinco factores anteriores hubiera podido evitarse el desplazamiento del sistema político uruguayo hacia el autoritarismo. Sin tener que adherir a una teoría general que otorgue centralidad a las élites políticas, parece necesario reconocer que en el caso uruguayo el problema tiene relevancia. De hecho, a, b, c y en alguna medida de refieren a factores eventualmente controlables por las élites políticas a poco que i) los perciban, ii) los diagnostiquen y iii) se dispongan a controlarlos. En el caso uruguayo, la pequeña escala del país, el carácter articulador del aparato estatal, el bajo grado de diferenciación de sus sistemas de clases y estratificación, el alto grado de homogeneidad otorgado a las élites por el sistema educativo y la congruencia general de las pautas de cultura política permiten pensar que, a priori, las élites pueden tener un rol más relevante del que podrían tener de no darse las condiciones anteriores. Por otra parte, una rápida revisión de la historia del Uruguay sugiere que el país fue, en efecto, un país «altamente sensible a proyectos» implementados desde el Estado (Rama, 1985), y que, en su caso, las élites políticas tuvieron un rol decisivo en la constitución de la modernidad, del aparato estatal, del sistema educativo, del proyecto batllista y de muchas otras instancias que moldearon la sociedad uruguaya hasta bien avanzado el siglo XIX. Pues bien, un análisis general del periodo de crisis política preautoritaria sugiere que las élites políticas —incluyendo en ellas por cierto, las pertenecientes a los movimientos antisistema— fracasaron en i) percibir, ii) diagnosticar y iii) controlar los actores identificados hasta aquí como a, b, c, d y e. En esa medida, el comportamiento de las élites opera también como una sexta condición necesaria para explicar el deslizamiento hacia el autoritarismo. y si nuestro argumento es ajustado a los hechos, cabe pensar que la consolidación democrática depende en buena medida del éxito de esas mismas élites en manejar esos factores.

¿Cómo?

Discutidos en general los factores políticos que contribuyeron al advenimiento del autoritarismo parece conveniente resumir sumariamente algunas de las principales características del proceso que desembocó en el régimen autoritario. Como veremos, algunas de esas características no son triviales y su comprensión puede ayudar a entender algunos rasgos del propio proceso autoritario.

a) La primera característica relevante del proceso de deslizamiento hacia el autoritarismo es la separación de instancias y escenas políticas: por una parte, instancias electorales, en las que se decidía la titularidad del poder y las alianzas partidarias, y, por otra parte, instancias interelectorales en las que se discutía la aceptabilidad de las políticas públicas y se desarrollaba un proceso de pugna social definida fundamentalmente por la inclusión de actores corporativos. Ambos tipos de escenas se regían por clivajes de diferentes tipos: en las electorales jugaba un complejo sistema que incluía clivajes de áreas, edad, educación, sectoriales y propiamente ideológicos: en las interelectorales jugaban solamente clivajes de tipo clasista y sectorial. La separación de ambas escenas expresó y agravó algunos de los factores discutidos en el punto anterior y tuvo como correlato el justificar las posturas que ponían en cuestión las formas tradicionales de regulación política: por la izquierda, en la medida en que en las instancias electorales las adhesiones que se recogían por vía corporativa aparecían como inconvertibles en votos, las elecciones mismas fueron cuestionadas como forma de acceso al poder político; por la derecha, en la medida en que en las instancias interelectorales no se encontraba respaldo suficiente para la implementación de políticas por aquellos titulares del gobierno que habían accedido al poder con el respaldo de las grandes mayorías silenciosas, las formas de regulación política normales aparecían como falseadas o desvirtuadas. En la izquierda se desarrollan, sobre esta base, movimientos armados5 y en la derecha se articulan discursos políticos de tono crecientemente autoritario.6

b) La segunda característica relevante y plena de consecuencias para la etapa actual se relacionó con el timing del proceso de deslizamiento hacia el autoritarismo. Como se ha dicho, en el caso uruguayo, se trató de un golpe en cuotas (Otero Menéndez, 1984): un proceso lento, progresivo y sistemático, que difícilmente pueda considerarse como el resultante de un proyecto previamente constituido. Así, a principios de la década de los sesenta se recurre con insistencia creciente a medidas prontas de seguridad; a mediados de la década se comienzan a escuchar comentarios y rumores sobre la inquietud en el ámbito militar; en 1966 se aprueba una reforma constitucional que pretende fortalecer al Poder Ejecutivo; a fines de 1967 se decreta por primera vez la clausura definitiva de un medio de prensa y se disuelve una serie de grupos políticos; a mediados de 1968 el gobierno de Pacheco Areco decreta medidas de seguridad, en julio son militarizados diversos grupos de funcionarios públicos para mantener diverso tipo de servicios amenazados de huelga; medidas similares se reiteran en el transcurso del año; a mediados de 1969 se reimplantan medidas prontas de seguridad y se recurre nuevamente a la militarización de funcionarios públicos y de la policía, así como se restringe las posibilidades de información sobre los movimientos armados; en 1970 se procede a la intervención de la enseñanza técnica y media y se presenta el proyecto de ley sobre seguridad del Estado; en setiembre de 1971 se comete al ejército la lucha antisubversiva y en diciembre de ese año se crea la Junta de Comandantes; en abril de 1972 se declara el estado de guerra interna y en julio se aprueba la Ley de Seguridad del Estado que da vía libre al sometimiento de civiles a la jurisdicción militar; entre julio y diciembre se desarrollan diversas escaramuzas entre militares y políticos integrantes del Poder Legislativo produciéndose diversos desplazamientos en la titularidad del Ministerio de Defensa Nacional; en febrero de 1973 los militares se levantan frente al presidente Bordaberry, desconociendo la autoridad del ministro de Defensa recientemente nombrado; se producen diferentes escaramuzas entre militares y los triunfadores dan a conocer los comunicados 4 y 7, donde se difunden sus aparentes intenciones programáticas; a fines de febrero de ese año se crea el Consejo de Seguridad Nacional; en junio de 1973 se clausura el Parlamento y se disuelve la Central Nacional de Trabajadores (cnt); en octubre se interviene la Universidad; en noviembre se proscriben los partidos de izquierda y en 1976 se postergan las elecciones, se proscriben miles de dirigentes políticos, se desplaza a Bordaberry y se instala un nuevo ordenamiento constitucional que se maneja a través de actas institucionales. En rigor, el proceso puede considerarse en desarrollo hasta 1976 y aun en esa fecha se caracteriza porque establece un compromiso de posterior ajuste constitucional por vía plebiscitaria. En nuestro enfoque, entonces, el deslizamiento hacia el autoritarismo fue un proceso lento, progresivo y sistemático, que no se caracterizó por un proyecto inicial sino, por el contrario, por un creciente incrementalismo que permitió estructurar las bases de apoyo político dentro aparato militar que permitieron el acceso al poder y el desplazamiento del poder civil. En esa medida ocurrieron tres fenómenos relevantes: i) las fuerzas armadas no se vieron obligadas estructuralmente a desarrollar un discurso político de corte fuertemente autoritario que socializara en una ideología común a grandes cohortes de oficiales, sino que, por el contrario, minimizaron su inconsistencia cognitiva mediante discursos recortados y de corto aliento que, si llevaron ex post a una ideología, no existían, en términos equivalentes, ex ante; ii) las fuerzas armadas desarrollaron compromisos internos y externos en términos de transitoriedad del ejercicio del poder que, por una parte, permitieron maximizar el número de adhesiones y, por otra, restringieron las posibilidades de desarrollar un discurso no transitorio para cualquier segmento interno del aparato militar; y iii) las fuerzas armadas desarrollaron un sistema de compensación de demandas corporativas internas al aparato militar que definieron también dentro del propio aparato militar una legitimidad de tipo retributiva. Como veremos, todo esto tuvo consecuencias importantes.

El autoritarismo: de la dictadura comisarial a la transición7

Las fases del autoritarismo

Desde el punto de vista político, el autoritarismo en Uruguay se caracterizó por tres fases diferentes, que se desarrollan a lo largo de un proceso prolongado, desde el 27 de junio de 1973 hasta el 1.º de marzo de 1985. En ambas fechas se operan transformaciones cualitativas desde el punto de vista del régimen político, que no cabe ignorar. Entre esas fechas, sin embargo, también es dable distinguir etapas que se caracterizan en términos políticos y que no son fácilmente reductibles a factores exógenos a la propia dinámica política. Como estas etapas imponen cortes dentro de un conjunto que es homogéneamente autoritario, es más difícil establecer aquí fechas precisas, pero igualmente pueden deslindarse tres etapas: i) desde el 27 de junio de 1973 al 12 de junio de 1976, fecha del Acta Institucional n.os 1 y 2, que suspenden el llamado a elecciones generales correspondientes a noviembre de ese año, crean el Consejo de la Nación, sientan las normas procesales para la elaboración de un nuevo texto constitucional, fijan competencias del Consejo de Estado, diseñan nuevas formas y órganos de expresión para el Poder Ejecutivo y crean un procedimiento especial para la sanción de las leyes fundamentales; ii) desde el 12 de junio de 1976 al 30 de noviembre de 1980, en que el cuerpo electoral rechaza el proyecto de Constitución sometido a su consideración por vía plebiscitaria; y iii) desde el 1.º de diciembre de 1980 al 1.º de marzo de 1985, periodo en el cual se desarrolla la transición hacia el sistema democrático. Aceptando una denominación que compartimos, es posible caracterizar a estos tres periodos como dictadura comisarial, ensayo fundacionalperiodo de transición.

a) Existen al menos tres razones para caracterizar al gobierno autoritario instalado en junio de 1973 como una dictadura comisarial: i) su propósito directo fue restaurar las reglas de regulación política que se consideraban desvirtuadas y, luego de un periodo necesario para poner la casa en orden, restaurar el orden político tradicional; como dijimos, en 1973 las fuerzas armadas no desarrollan un discurso autoritario clásico; ii) su programa no expresaba directamente una política económica específica, dirigida a reestructurar en algún sentido preciso la economía del país,8 y iii) sin perjuicio de que, en su propósito de restauración de reglas políticas la acción de las fuerzas armadas afectó decisivamente la constitución de los actores políticos, no se propuso específicamente constituir un nuevo actor, sustitutivo o claramente modificatorio de aquellos. Vista su acción a fines de 1974 o 1975, es probable que i, ii y iii aparezcan como cuestionables; no lo son, sin embargo, en el momento de inauguración de la dictadura comisarial, y es justamente esa coincidencia general con las pautas tradicionales de regulación política lo que permite a las fuerzas armadas disminuir su inconsistencia cognitiva interna y, al mismo tiempo, obtener —en los primeros momentos de su accionar— apoyos no desdeñables en élites políticas y opinión en general, que si bien no las apoyaron explícitamente tampoco se les opusieron en forma homogénea y articulada.

b) Todo induce a pensar que en el año 1976 se había registrado un cambio en la perspectiva inicial, aun cuando se sepa muy poco de las modalidades a través de las cuales se desarrolló ese cambio. Por segunda vez en el siglo, la sociedad uruguaya asiste a un intento radical de cambio desde el Estado hacia la sociedad (Rama, 1985), en el que se invierte el sentido de los tres aspectos que definían la dictadura comisarial: i) se ponen en discusión, justamente, las reglas tradicionales de juego político y se intenta fundar un nuevo orden; ii) el programa se liga más directamente a una propuesta de reestructura económica particular; y iii) se propone, específicamente, constituir actores políticos que, si no sustituyen formalmente a los actores tradicionales, sí lo hacen en términos sustantivos. Se trata, en palabras de Luis González, de un «ensayo fundacional» en el que por primera vez se desarrolla un discurso autoritario específico cuyos núcleos revelan interés, en la medida en que explícitamente se desplazan las posturas más cercanas al autoritarismo tradicional defendido por Bordaberry o del corporativismo clásico postulado por Demichelli y se propone un nuevo orden que, de alguna manera, implica una forma de regulación política «cualitativamente diferente de la democracia liberal» (González, 1985c) aun cuando ligada a aspectos tradicionales del sistema político uruguayo y, particularmente, subsistema de partidos. Siguiendo el esquema de puntos aquí discutido puede decirse que este nuevo orden: i) implica construir nuevas reglas de juego político, a partir de la abrogación de poder constituyente por las fuerzas armadas; ii) confía bastante claramente en las élites económicas y tecnocráticas que procederán a resolver los problemas de gestión de la economía; y iii) se propone incidir directamente en la constitución de actores políticos mediante instrumentos diversos que incluyen la proscripción de dirigentes políticos, el saneamiento de la administración pública civil, el control del Poder Judicial, el disciplinamiento radical del sistema educativo y la destrucción —aun física— de los aparatos políticos clandestinos sobrevivientes. Más allá de su retórica, los libros editados por la Junta de Comandantes en Jefe y dirigidos «al pueblo oriental» y las bases del proyecto de Constitución plebiscitado en noviembre de 1980, dan la pauta de los objetivos y perspectivas básicas de ese ensayo fundacional.

c) La transición a la democracia o el periodo de apertura, corre, finalmente, desde el 1.º de diciembre de 1980 hasta el 1.º de marzo de 1985; en otros términos, desde que el régimen militar reconoce la derrota en el plebiscito hasta que se instala el nuevo gobierno democrático. La apertura no se inicia con la derrota sino con su reconocimiento, y reviste tanto interés entender por qué se produjo esa derrota como analizar por qué se produjo ese reconocimiento. Pero conviene analizar el problema con más detalle.

La apertura política y la transición a la democracia

Cuatro preguntas son relevantes para el análisis de la apertura y la transición: ¿por qué las fuerzas armadas se dispusieron a legitimarse a través de una expresión limpia del cuerpo electoral?, ¿por qué se produjo la derrota del proyecto plebiscitado?, ¿por qué el régimen militar aceptó esa derrota?, ¿cómo se desarrolló a partir de allí la transición? La discusión de esta temática puede contribuir a elucidar la pertinencia de los diversos calificativos que, en la bibliografía, se han asociado a la apertura uruguaya: conquistada, transada, pactada, inesperada, otorgada, constituida, impuesta, arrancada.

a) ¿Por qué las fuerzas armadas se dispusieron a legitimar su proyecto por vía plebiscitaria?, ¿por qué previeron un plebiscito limpio? La respuesta, por más obvia que pueda parecer, arroja luz sobre ciertas características de la cultura política del país: i) porque eso permitía poner la legitimidad del proceso fuera del ámbito de discusión de un cuerpo de mandos extremadamente colegiado; ii) porque esa era la respuesta más coherente con la cultura política tradicional del país y con el tipo de discurso que las fuerzas armadas habían desarrollado hasta allí y, probablemente, iii) porque no pensaron en la posibilidad de perder. Las fuerzas armadas decían que «habían sido llamadas» y «habían respondido» a la par a la tradición y la ultima ratio constitucional que ponía en ellas la salvaguarda de la unidad de la nación, y este discurso no era simplemente un pretexto: era, en rigor, el único compatible con la consistencia cognitiva requerida para poder, a la par, refundar las reglas de regulación política y mantener el mando unificado en la organización militar. Buscar una legitimación no plebiscitaria le hubiera implicado: i) poner la legitimidad dentro de la institución militar —y hacerla, por tanto, intrínsecamente inestable, comprometiendo a la propia institución militar—; y ii) apartarse desmedidamente de la cultura política tradicional.

b) El proyecto de reforma constitucional plebiscitado en 1980 fue rechazado por más del 57 % de los votos válidos porque (y solo porque) el régimen autoritario fracasó en sus intentos de cooptar segmentos relevantes del liderato político de niveles medios ligados al centro o al centroderecha, lo que le produjo un rechazo significativo en un segmento decisivo de aproximadamente el 15 % del electorado. Si el régimen hubiera podido cooptar ese liderato o sustituirlo, el resultado hubiera sido diferente. Pero el régimen no pudo hacerlo, pese a que ese segmento se encontraba hasta cierto punto políticamente disponible desde la ruptura institucional de 1973.9 ¿Por qué? Dos perspectivas se abren aquí, sin que quepa elegir definitivamente entre ambas: i) las que le otorgan carácter explicativo al éxito político de la oposición y a su manejo particular de la comunicación política y la cultura tradicional, y ii) las que subrayan los errores propiamente políticos del régimen militar, desde la proscripción de los propios líderes intermedios en adelante. En cualquier caso, ambas explicaciones son políticas y deben prescindir radicalmente de cualquier modelo economicista que caracterice a la dictadura por su política económica y a la derrota de la dictadura por la oposición ante la política económica: de hecho, el periodo del ensayo fundacional fue el momento más exitoso de la economía uruguaya desde 1955 a la fecha.

c) Pero, ¿por qué, una vez derrotado el proyecto constitucional, las fuerzas armadas admiten su derrota y se disponen a negociar el nuevo orden político con aquellos a los que habían previamente proscripto? La respuesta a esa pregunta es, hasta cierto punto, independiente de la respuesta a la pregunta anterior, e indica que en cualquier caso existe un acto positivo de las fuerzas armadas en la admisión de la necesidad de negociar un orden político, acto que no les fue arrancado prácticamente en ningún sentido relevante del término. ¿Por qué? Las respuestas atienden a dos grupos de factores: i) los que configuran el entorno externo de las fuerzas armadas, y que incluyen la oposición internacional, que había logrado debilitar fuertemente el prestigio del gobierno militar en el exterior y dificultar su gestión económica, y la oposición nacional articulada fundamentalmente en la opinión pública silenciosa que hacía manifiesto su rechazo social al poder militar; y ii) los que están definidos en el ámbito interno de la institución armada. En nuestro caso, hemos sostenido que, sin perjuicio de los factores reunidos en i, los factores reunidos en ii habían jugado un papel relevante y fueron condición necesaria de la apertura, particularmente los ligados al proceso de feudalización creciente del mando político de las fuerzas armadas ligado con el compromiso de transitoriedad que estas mismas fuerzas armadas no se habían visto obligadas a poner en cuestión. Si nuestro argumento es correcto, dados los costos crecientes de decisión derivados del proceso de feudalización, y el marco de legitimidad interna instaurado por el discurso de transitoriedad, los mandos de las fuerzas armadas se encontraron en una situación de cálculo sencillo: desde el ángulo de las decisiones individuales de cada mando, para cualquier mando específico con capacidad de generar obligaciones colectivas, los beneficios de innovar —esto es, postular la permanencia frente a la transitoriedad— eran menores que sus costos previsibles, dado el riesgo implícito de que el resto de los mandos vetaran esa innovación. En este caso, la agregación de ese conjunto de cálculos individuales impone un resultado colectivo que es aceptar la derrota y abrir un proceso de negociación dura en la cual se pudiera eventualmente hacer caudal del propio carácter otorgado del inicio del proceso de apertura. Como es obvio, en el caso en que las fuerzas armadas hubieran desarrollado un encuadramiento ideológico autoritario de tipo rígido, las probabilidades de este cálculo instrumental habrían sido menores, y el mismo hecho de reconocimiento de la derrota opera como confirmador de la debilidad relativa de la ideología autoritaria.

d) El proceso de transición se abre, entonces, en diciembre de 1980 y culmina el 1o de marzo de 1985, e implica también fases marcadamente diferentes que pueden caracterizarse en términos de la existencia de bienes a negociar, el número y tipo de actores incluidos en la negociación y el poder relativo de los diferentes actores. Las fases son cuatro: i) desde el reconocimiento de la derrota hasta la aprobación del Estatuto de los Partidos Políticos; ii) desde esa aprobación hasta las elecciones internas de autoridades de los partidos, en noviembre de 1982; iii) la constitución de la oposición política, desde las elecciones de los partidos hasta el pacto del Club Naval, en junio de 1984; y iv) desde el pacto del Club Naval hasta el 10 de marzo, incluyéndose allí dos subperíodos divididos por las elecciones de noviembre de 1984. En las tres primeras fases existió siempre una negociación abierta que incluyó —bajo diferentes modalidades y con diversos estatus— a representantes de las fuerzas armadas; en cada una de esas fases hace su aparición visible —aunque no necesariamente legalizada— al menos un nuevo actor político significativo; en cada una de esas fases se produce un avance en recursos de organización, información y comunicación accesibles a los partidos políticos y, correlativamente, se acota el margen de negociación disponible para las fuerzas armadas —pero en todos los casos, con el previo consentimiento de estas, representadas por sus mandos—. Desde la tercera fase en adelante comienzan a aparecer en escena en forma crecientemente visible movimientos sociales que expresan en alguna medida clivajes sociales que antes habían conformado los movimientos antisistema pero que en esta nueva situación se encuentran fuertemente legitimados por las élites políticas tradicionales y aun por las élites empresariales. La etapa —se ha dicho— se caracteriza por una acelerada irrupción «de la sociedad en el Estado» (Rama, 1985) y proporciona el marco para un proceso en el que pugnan corrientes que tienden a la restauración de los mecanismos políticos tradicionales con otras que implican movimientos renovadores; es importante, sin embargo, subrayar que ambas corrientes se dan en todos los movimientos sociales y políticos, que son diferencialmente exitosos en su capacidad de encontrar el mix necesario de ambos componentes para poder manejar adecuadamente los nuevos desafíos.10

Si nuestra discusión es correcta, entonces, la apertura uruguaya contó con una participación muy relevante de las élites políticas y fue el resultado de una negociación sistemática con las fuerzas armadas, no pudiendo imputarse en su origen a la acción de los movimientos sociales. Pero desde 1983 en adelante, sin embargo, los movimientos sociales en cuestión marcaron las condiciones de negociación no tanto entre los militares y las élites políticas como entre las propias élites políticas. Como ha mostrado Juan Rial (1984) el período de transición y, sobre todo, sus instancias más avanzadas, implican un doble movimiento potencialmente contradictorio entre las necesidades de articulación de las élites para negociar con los militares y los requerimientos de competencia entre élites para asegurar su preeminencia en el futuro sistema democrático. En esta segunda línea de definición, los movimientos sociales y la oposición de izquierda tuvieron, por cierto, un rol significativo que contribuyó a la determinación de las alternativas de perfil del sistema democrático en ciernes. De hecho, una vez iniciada la apertura, dos nuevos fenómenos de origen exógeno determinaron un singular debilitamiento adicional de la posición militar: i) el desencadenamiento de la crisis económica internacional, con sus repercusiones directas en una economía altamente sensible como la uruguaya, y ii) el derrumbe del régimen militar argentino. Sumados a la entrada en escena de los movimientos sociales y de la oposición de izquierda, estos dos factores permitieron redefinir la negociación entre las élites políticas y dieron espacio a la concertación que, en 1984, se convierte en el principal ámbito de regulación de las acciones de la oposición. Sin movimientos sociales y de oposición de izquierda el régimen democrático se hubiera definido desde un comienzo en términos cercanos a una democracia conservadora; con ellos, se sentaron las bases de una eventual renovación del juego político, que, como veremos, podrían haber permitido eventualmente un salto significativo en el tipo de régimen político a construir. A principios del régimen democrático ese perfil no estaba —ni con mucho— definido y existían márgenes amplios para posibilidades diferentes. Si ahora, dos años después, muchas de esas posibilidades parecen haber quedado excluidas, sería equivocado suponer que lo estaban desde un comienzo.

Advenimiento y consolidación democrática

La transición llegó a buen puerto el 10 de marzo de 1985. Allí quedó definido el carácter general del régimen: aun cuando las elecciones de noviembre de 1984 se caracterizaron por la proscripción de los dos principales líderes de la oposición, desde marzo en adelante claramente se trataba de un régimen efectivamente democrático. Pero también quedaron pendientes otros temas, que permitirían definir con mayor claridad los adjetivos que cabría utilizar para calificar al régimen: ¿se trataba de una democracia a secas, de una democracia conservadora, de una democracia consolidada, de una democracia en proceso de profundización o de una democracia limitada? ¿Qué tipo de democracia sería? ¿Qué capacidad integrativa tendría?

El problema no era trivial. Como se ha dicho, el retiro de los militares no fue el resultado de una derrota sino más bien de una retirada estratégica, y el terreno resultante de ese retiro, más que un terreno abierto y libre, bien podía caracterizarse como un campo minado (Otero, 1985). Quedaban en pie al menos dos problemas: uno, que provenía estrictamente del pasado y que refería a los problemas derivados de las violaciones de derechos humanos durante el período autoritario, y otro, que provenía del conjunto de compromisos asumidos entre partidos políticos y fuerzas sociales durante el período de concertación. El primero se visualizaría en el campo de la política respecto a las fuerzas armadas. El segundo se materializaría especialmente en la política económica entendida en un sentido amplio. y ambos se resolverían en forma probablemente diversa según el grado de inclusividad del primer gobierno democrático: un gobierno de acuerdo nacional, que reuniera a los tres partidos, presumiblemente facilitaría una resolución más clara de la cuestión militar y permitiría respetar en mayor medida los acuerdos concertados; un gobierno de partido —en el sentido tradicional y exclusivista que esta palabra tiene en la política uruguaya— probablemente obligara a una resolución conflictiva de la cuestión militar y se distanciara en buena medida de los acuerdos.

Estamos demasiado cerca de los acontecimientos para saber cuáles fueron los factores que determinaron que las cosas se resolvieran en términos de un gobierno de partido y que fracasaran los eventuales intentos de gobiernos de acuerdo nacional, pero los hechos son claros sobre el sentido en que se resolvieron las cosas.11 El gobierno de partido del Partido Colorado —que quizás, eventualmente, no fue el proyecto inicial del gobierno Sanguinetti— determinó que el proceso se desenvolviera en términos conflictivos y polarizantes, trayendo como consecuencia la reaparición de un escenario de fragmentación política. Al establecer las reglas de un gobierno de partido, el Partido Colorado encontró un sistema en una situación crítica: altamente sobrecargado de demandasy con baja efectividad desde el punto de vista de su ambiente interno, y en una relación particularmente compleja con su ambiente externo, donde es fácil obtener cooperación política pero donde es mucho más complejo lograr oportunidades comerciales duraderas, y, sobre todo, facilidades para el manejo del endeudamiento. De los seis factores indicados al principio como contribuyentes al deslizamiento del autoritarismo, al menos tres se mantienen activos: i) la baja capacidad del aparato estatal para implementar políticas, ii) las tendencias fragmentarizantes del sistema de partidos, y (iii) la generalización de pautas de legitimidad retributiva, con sus correlatos de clientelismo y corporativismo; dos se encuentran irresueltos: iv) el grado de integración de las fuerzas armadas en el sistema político, y v) el grado de integración de los movimientos que devinieron en movimientos antisistema; y uno es una incógnita: vi) la capacidad de las élites políticas. Pero aparecen dos nuevos factores significativos: vii) el inmenso temor a arriesgar la vuelta al pasado por parte de la inmensa mayoría de la población, y viii) un entorno regional coyunturalmente favorable en el corto plazo. Es en ese entorno donde se definirá el perfil político del gobierno de partido.

Es sencillo entender que, sin perjuicio de vii, la opción —deseada o no— por un gobierno de partido arrojara un resultado conflictivo y un proceso crecientemente polarizado. Aun cuando los buenos resultados económicos permitieron minimizar los conflictos derivados de la ruptura de los acuerdos concertados, la forma de resolver la problemática militar implicó fracturas fortísimas en el sistema político, y la posterior opción de algunos de los implicados por convocar un referéndum para revisar la Ley de Caducidad implicó consolidar esas fracturas en forma probablemente muy duradera. La fragmentación de los partidos aparece nuevamente como un factor de alta visibilidad política y es en ese entorno donde, obviamente, aparece perfilado el tema de la reforma electoral.

Referencias

Aguiar, César (1978). Notas sobre política y sociedad en Uruguay (1946-1962). (Mimeo). Montevideo: ciedur.

—(1980). ¿Estado aislado, sociedad inmóvil? Hipótesis y líneas de investigación sobre Estado y sociedad en el Uruguay. Montevideo: ciedur.

—(1984a). La doble escena: clivaJes sociales y comportamiento electoral. Montevideo: CIEDUR, mimeo.

—(1984b). Hipótesis sobre perspectivas de democratización en el Uruguay actual. Montevideo: ciedur, mimeo.

González, Luis E. (1984). Political Parties and Redemocratization in Uruguay. Washington: Wilson Center, mimeo.

—(1985a). El sistema de partidos y las perspectivas de la democracia uruguaya. Montevideo: Ciesu, mimeo.

—(1985b). Transición y partidos en Chile y Uruguay. Documentos ciesu. Montevideo: ciesu.

—(1985c). Transición y restauración democrática. Montevideo: ciesu, mimeo.

Notaro (1984). La política económica en el Uruguay. 1968-1984. Montevideo: ciedur- Banda Oriental.

Otero, Jorge (1985). El campo minado. Montevideo, mimeo.

—(1986). La reforma del Estado: la necesidad de superar bloqueos. Montevideo.

Rama, Germán (s. f.). La democracia en Uruguay: una perspectiva de interpretación. Santiago de Chile: CEPAL, inédito.

Rial, Juan (1984). Partidos políticos, democracia y autoritarismo, 2 tomos. Montevideo: ciesu-Banda Oriental.