El objetivo del presente documento es subrayar algunos problemas y pistas de investigación sobre las relaciones entre el Estado y la sociedad uruguaya, con especial referencia a la década de los setenta. No pretende ser una exposición sistemática y definitiva sobre el tema; pretende, en cambio, ordenar los problemas con miras a definir una estrategia de investigación. Aspira a señalar las cuestiones relevantes, engarzables en un marco más amplio en un estudio histórico-estructural sobre el desarrollo de la sociedad uruguaya en sus últimos años, e incorporables, en una perspectiva comparativa, en el marco de los estudios actuales sobre Estado y sociedad en América Latina. En todo caso, es consciente de la debilidad básica del conocimiento acumulado sobre nuestro objeto.
La aproximación a la temática Estado y sociedad puede encararse desde diversos puntos de vista. Temática clásica de las ciencias sociales, no es posible afirmar que exista una perspectiva unificada capaz de presentar en una forma ordenada los principales problemas que tradicionalmente considera. Por eso conviene comenzar El análisis (punto ii), por una formulación general de los conceptos que organizan el trabajo.
La propia formulación del tema indica la conveniencia de avanzar en tres pasos. Analíticos los primeros: descomponer la relación Estado-sociedad en sus términos constituyentes, y estudiar aisladamente la evolución del sistema político —primero— y la evolución de la sociedad —segundo—. Integrativo el tercero, buscando conectar en una única problemática los resultados del estudio anterior (Notaro, 1980). La posibilidad misma de hacerlo choca, sin embargo, con limitaciones importantes para el caso uruguayo: la práctica inexistencia de estudios generales y actualizados sobre la sociedad o sobre el sistema político uruguayo que permitieran abastecer las dos primeras fases con material empírico y teórico suficiente como para poder avanzar luego en una fase integrativa.
De este modo, nos parece razonable abandonar toda intención globalizadora y sistematizante, y organizar el trabajo a partir de la formulación de algunos problemas críticos, integrando en la consideración de cada uno de ellos los resultados disponibles de estudios e investigaciones más o menos parciales sobre aspectos varios del sistema social y político del país.
En el punto ii presentamos una formulación sucinta y muy general de nuestro marco de análisis conceptual. En el punto iii discutimos las características que nos parecen más relevantes focalizando en la sociedad. En el punto iv hacemos lo propio con el sistema político. En el punto V desarrollamos nuestras ideas sobre la década de los setenta. En el punto vi, finalmente, presentamos nuestras sugerencias de investigación.
El objetivo de este estudio es primordialmente sustantivo y solo es teórico en segunda instancia: buscamos explicar la evolución de un «caso», no construir teoría general. Es posible así justificar un tratamiento sumario de la teoría social que discurre sobre las relaciones Estado y sociedad, orientado simplemente a explicitar las decisiones teóricas que gobiernan el trabajo. En otros contextos, y con otras finalidades, seguramente la discusión que sigue debe considerarse apresurada.
La escisión entre Estado y sociedad es tradicional en el pensamiento social, pero adquiere peculiar relevancia y estructura teórica en el siglo xviii y la mantiene hasta hoy, atravesada por las respuestas que los principales teóricos de la época dieron al problema. Tomaremos como paradigma de esta discusión el análisis weberiano, en la medida en que nos permite plantear aquí los principales problemas.
En su análisis de procesos de construcción nacional, Reinhard Bendix (1964) discute la aproximación weberiana al problema, que puede servir de guía a nuestro análisis. Para Weber existen tres grandes criterios para el análisis de las relaciones sociales. Por el primero se distinguen aquellas relaciones fundadas en consideraciones de ventajas materiales o ideales, propiamente utilitarias, basadas en la construcción mental de un modelo de utilidad: es la base de lo que Weber llama relaciones sociales o, más propiamente socializadas. Por lo segundo, en cambio, se distinguen las relaciones basadas en consideraciones de pertenencia o identificación con un colectivo, propiamente solidarias, que Weber llama relaciones comunales, o, más propiamente, comunalizadas. En cualquier situación concreta, es dable distinguir componentes más o menos socializados o comunalizados de la acción, pero ambos se sustentan teóricamente con plena independencia, como tipos ideales, construidos —conceptos propiamente teóricos, al fin—. Las relaciones socializadoras, a su vez, pueden ser la simple y pura expresión de un interés material, en la que la acción se selecciona por los fines o, por el contrario, la expresión de intereses ideales —definidos con arreglo a valores—. Pero lo cierto es que las relaciones no se guían solamente por consideraciones de utilidad o solidaridad, sino que muchas se orientan por la creencia en la existencia de un orden legitimo. Surge, así, un tercer tipo de relación social basada en la autoridad: «La acción en especial, la social y también singularmente la relación social, pueden orientarse, por el lado de sus partícipes, en la representación de la existencia de un orden legítimo» (Weber, 1964).
En la medida en que la existencia de ese orden «esté garantizado por la conducta de determinados hombres destinada en especial a ese propósito —un dirigente, y eventualmente, un cuadro administrativo que, llegado el caso, tiene también el poder representativo—, esa relación es considerada una asociación» (Verband). Si en una asociación, el dirigente y el cuadro administrativo tienen probabilidad de imponer la propia voluntad aun contra toda resistencia, existe poder, y en la medida en que tienen la probabilidad de encontrar obediencia, existe dominación. Según Weber, una asociación se llama asociación de dominación cuando sus miembros están sometidos a relaciones de dominación en virtud del orden vigente, y asociación política cuando «su existencia y la validez de sus ordenaciones dentro de un ámbito geográfico determinado estén garantizados de un modo continuo por la amenaza y aplicación de la fuerza física por parte de su cuadro administrativo». El Estado es —finalmente— un tipo específico de asociación política cuyo orden estatuido ha sido otorgado —esto es, no deriva de un pacto libre y personal de todos sus miembros—, cuya actividad es continuada en el tiempo y cuyo cuadro administrativo mantiene con éxito la pretensión del monopolio legítimo de la coacción.
Relaciones basadas en la dominación política, relaciones socializadas y relaciones comunalizadas configuran entonces, para Weber, tres áreas de relaciones que empíricamente pueden coincidir o no pero que analíticamente son diversas y —lo que es más importante— autoconstruidas: no es necesario suponer ninguna implicación entre ellos para construir cada uno de los conceptos, lo que lleva al terreno empírico el grado en el que un Estado puede representar los intereses materiales de una coalición de intereses socializados específicos —típicamente, intereses de clases, en el sentido weberiano del término— o intereses comunalizados —típicamente, intereses de asociaciones políticas o naciones—. Si el Estado es representante de intereses particulares, no lo es por definición.
Si analíticamente las relaciones de dominación estatales son independientes de las relaciones sociales configuradas en cualquier otro orden, es posible pensar en diversos tipos de relaciones entre Estado y sociedad —entendiendo ahora por esta última todas aquellas relaciones basadas en la coalición de intereses socializados o comunalizados—. Como se ha anotado (Bendix, 1966; Schwartzman, 1970), ya Maquiavelo discurría en El Príncipe dos tipos básicos de relaciones posibles. Al discutir las razones por las que el reino de Darío, que Alejandro había ocupado, no se rebeló contra los sucesos de este una vez producida su muerte, Maquiavelo establece dos tipos básicos de relaciones Estado-sociedad: «Respondo a esto que los principados de que se tiene memoria se gobiernan de uno de estos modos: el primero por un príncipe, asistido por personas que, sin perder su condición de súbditos humildes, desempeñan en oficio de ministros por graciosa concesión suya; el segundo, por un príncipe y por barones, los cuales tiene rango ministerial en el Estado por antigüedad y linaje, no por gracia del Señor. Estos barones poseen regiones y gentes que los reconocen por señores y los estiman por impulso natural» (Maquiavelo, 1968). O autonomía del sistema político, autosustentado en su propio orden de dominio —El Príncipe y sus siervos—, o representación de intereses privados de clase que encuentran la raíz de su poder y de su dominio fuera del orden propiamente político —El Príncipe y sus barones—, tales los dos tipos extremos entre los cuales es posible encontrar múltiples casos de combinación empírica.
A partir de estas consideraciones es posible redondear el vocabulario conceptual elemental que utilizaremos en el resto de este trabajo. Siguiendo a Simón Schwartzman (1970) llamaremos representación a todos aquellos mecanismos y procesos mediante los cuales los intereses definidos en el nivel social o comunal acceden por impulso propio al orden estatal. Llamaremos cooptación a aquellos mecanismos y movimientos que van desde el Estado a la sociedad, incorporando sectores sociales a partir de su propio dominio. En un extremo, es posible concebir teóricamente un Estado que no sea más que la representación de los intereses de una clase o sector específico; en el otro extremo, es posible concebir un Estado autosustentado en su propio dominio —el Turco, de Maquiavelo, o el sultanato de Weber—. Es posible considerar demandas a los procesos que van de la sociedad al Estado, exigiéndole a este comportamientos específicos; políticas, a los outputs de la acción del Estado a la sociedad, producidos en función de las demandas — en casos de representación —o a partir de su propia dinámica— en casos de cooptación.
Conviene finalmente subrayar que el Estado no debiera verse en primera instancia como un aparato separado. Sin llegar a aceptar en plenitud el radical nominalismo weberiano —«acción como orientación significativamente comprensible de la propia conducta solo existe para nosotros como conducta de una o varias personas individuales... Para otros fines de conocimiento [...] o por finalidades prácticas puede ser conveniente y hasta sencillamente inevitable tratar a determinadas formaciones sociales (Estado, cooperativas, compañías anónimas, fundación) como si fueran individuos [...] Para la interpretación comprensiva de la sociología, por el contrario, esas formaciones no son otra cosa que desarrollos y entrelazamientos de acciones específicas de personas individuales, ya que tan solo estas pueden ser sujetos de una acción orientada por el sentido»—, es conveniente subrayar que el Estado —o sistema político— es antes una distinción analítica, a partir de la cual es posible identificar un sistema visible y aparentemente concreto de acción. Este sistema es el aparato estatal (O’Donnell, 1977), que solo puede ser comprendido una vez que ha sido considerado el problema global del Estado, integrado también y fundamentalmente por todos los súbditos, ciudadanos, pobladores o miembros de la asociación política en cuestión.
La inexistencia de investigación acumulada sobre los principales sectores y actores sociales de la sociedad uruguaya impide proceder aquí a una exposición sistemática. Optamos entonces por subrayar aquellos aspectos que, en nuestra opinión, contribuyen en mayor medida a delinear nuestra problemática.
La principal característica de la estructura social del Uruguay es lo que llamaremos el desequilibrio de primacías: la primacía económica se encuentra en el agro, pero la primacía social y política se constituye desde los primeros tiempos en el sistema urbano, y, particularmente, en Montevideo; el sistema urbano, a su vez, muestra una clara estructuración jerárquica, cuyos cambios han sido irrelevantes a lo largo del último siglo.
Este desequilibrio puede remitirse prácticamente a la génesis del Estado y la economía nacional. El Uruguay accede a la Independencia con un sistema urbano desmesurado, vinculado a un hinterland mucho más amplio que el pequeño espacio territorial que le tocó en suerte. Hasta fines del siglo xix, en que los límites jurídicos carecían aun de toda realidad práctica, el sistema urbano uruguayo sigue funcionando, de hecho en relación con una configuración espacial que incluye, al menos, buena parte de la mesopotamia argentina y de Río Grande del Sur.
Correlativamente, el país llega muy rápidamente a su frontera agrícola, a través de una organización productiva específica que se adaptó eficientemente a su inserción en el mercado internacional, y que, complementariamente, permitió financiar durante largo tiempo el conjunto del funcionamiento de la economía nacional, sistema urbano incluido.
Desde el ángulo que nos interesa, el desequilibrio de primacías determinó que la probabilidad de acceso del sistema político fuera mayor para coaliciones de intereses reclutadas en el medio urbano que para aquellas reclutadas en el medio rural. Los sectores dominantes desde el ángulo productivo debieron así, por lo menos, compartir el poder político con estratos reclutados en el medio urbano. La evidencia indica que, en la mayor parte de los casos, no solo no llegaron a compartirlo sino que fueron propiamente desplazados por coaliciones políticas que representaban en mayor medida otros intereses, económicamente menos viables, y que hacían del poder estatal justamente la base sobre la cual asentaban su acceso de los recursos que aumentaban su posibilidad de éxito productivo o de ingresos.
Ciertamente hubo competencia imperfecta por el poder político, pero estas imperfecciones no derivaron tanto del monopolio de oportunidades definidas en la esfera productiva como de las derivadas del acceso a estatus urbanos y al aparato estatal.
La segunda característica relevante que marca la sociedad uruguaya es lo que llamaremos la modernización temprana y reúne una serie de aspectos básicos. Altamente urbanizada desde el inicio, la sociedad uruguaya siguió urbanizándose desde muy temprano, en la medida que el cierre de frontera agrícola impidió de hecho la radicación de mayores contingentes de población en el sector rural, y en el grado en que una de la razones de la eficiencia de la producción rural radicó en su capacidad de sobrellevar las crisis periódicas expulsando lo que al principio fueron numerosos contingentes de población.
Pero la modernización no fue simplemente urbanización. El Uruguay, también desde muy temprano, desarrolló su aparato educativo y adoptó pautas de comportamiento reproductivo modernas: a principio de siglo las tasas de natalidad son las más bajas de América, y se sitúan ya entre las más bajas del mundo. Agregado esto a la muy alta esperanza de vida al nacer, a las bajas tasas de mortalidad, a los porcentajes elevados de población urbana y de cobertura escolar, configuraron desde muy temprano en el siglo una sociedad avanzada en su proceso de modernización de valores e ideas, capaz de impulsar un desarrollo político peculiar. Es razonable pensar que este proceso se afirmó especialmente en Montevideo, pero las desigualdades internas siempre fueron relativamente pequeñas, si las evaluamos en un marco comparativo: Una caracterización ya clásica describe al Uruguay como el país de las cercanías (Real de Azúa, 1964).
La tercera característica relevante —vista en términos sociales, y no estrictamente económicos— es lo que llamaremos la industrialización trunca. Desde muy temprano el Uruguay generó impulsos industrializadores, que permitieron avanzar en la diferenciación de su sistema urbano especializando ciudades y embrionando el desarrollo de clases y sectores sociales ligados a la producción industrial. Estos grupos acompañarán los sucesivos empujes industrializantes y, desde la posguerra, se constituirán en la base social de apoyo del último empuje industrializador importante, desarrollado enteramente bajo su hegemonía. Los límites estructurales con los que desde temprano chocó el desarrollo industrial, sin embargo, determinaron que la conformación clasista de los sectores sociales ligados a la industria fuera muy peculiar, y estuviera de hecho integrada en el marco más general del sistema de clases y sectores sociales de la ciudad, con bases sociales, ideologías y políticas terciarizantes.
En su conjunto, la sociedad uruguaya de 1950 había alcanzado características singulares, si la analizamos desde el ángulo de su integración nacional. Visto en términos económicos, el proceso de industrialización trunca aparejó el surgimiento de una sociedad caracterizada por su estanqueidad intersectorial, en la cual son escasas las transacciones internas de elementos de capital fijo y en la que diversos sectores pueden ser concebidos independientemente en términos del proceso de acumulación (Instituto de Economía, 1973). La integración de la economía se realiza entonces fundamentalmente en la medida en que un agente básicamente externo al proceso directamente productivo —el sector productivo— interviene como consumidor, como regulador de la circulación financiera y del mercado de cambios, y en el grado en que las decisiones propiamente políticas del aparato estatal determinan los márgenes y modalidades de protección a sectores no competitivos y los grados en los cuales los sectores que tienen capacidad de competencia contribuyen a financiar la expansión de aquellos. Finalmente, el aparato estatal culmina su función integrativa en la medida en que opera como empleador y controla la generación, expansión y nivel de ingresos del sector pasivo. Así, en la sociedad uruguaya de 1950, el aparato estatal puede ser visto, paradójicamente, como la infraestructura sobre la que se asentaron una serie de mecanismos integrativos que dieron a la sociedad la dirección de conjunto que en pocas ocasiones pudo proveerle una clase dirigente unificada (Aguiar, 1977).
Correlativamente, operaban en la sociedad otro conjunto de mecanismos integrativos de la mayor importancia, propiamente en el área de las relaciones sociales y comunales. La movilidad social registrada en el lapso de una generación había alcanzado a la mayoría de las familias y grupos (Solari, 1964; Ganon, 1961), y las familias uruguayas mostraban ramificaciones inmediatas en muy diversos estratos sociales y categorías ocupacionales (uncas, 1966). La existencia de una industria en desarrollo no había impedido el surgimiento y aun la consolidación de un conjunto muy amplio de empresas urbanas de cuño familiar, con las consecuencias inevitables en el área de la eficiencia (Filgueira y González Ferrer, 1980). Un sistema educativo abierto a todos y en expansión se convertía en el instrumento que difundía y consolidaba los mecanismos integrativos, apoyados finalmente en una ideología peculiar, que afirmaba el éxito y la confianza, y que encontraba su verificación en el efectivo desarrollo obtenido —máxime si, por un momento, se lo comparaba con el registrado en países vecinos.
La sociedad se integraba, finalmente, sobre la base de un sistema de partidos también original. En grado probablemente mayor al de la ideología, la ensayística académica ha prestado atención al papel de los partidos políticos tradicionales en la integración de la sociedad uruguaya. Más allá de reconocerle a ambos partidos representación de bases sociales diversas —cosa que a veces no ha sido extremada (Horowitz, 1967), y otras relativizada (Biles, 1971)—, los analistas han enfatizado en mayor medida la capacidad integrativa social y política de estos (Solari, 1964, 1966, 1967). Más allá de sus funciones políticas, lo que se han llamado las funciones no políticas (Solari, 1964) parecen ser especialmente importantes para explicar la inmensa capacidad de adaptación que los partidos tuvieron a lo largo de la historia, y su funcionalidad extrema con las necesidades del sistema de dominación: al absorber el excedente de población producto de la plétora ocupacional mediante su política de clientelas, los partidos desarrollaban un expediente apto para la obtención de apoyo político, pero, al mismo tiempo, resolvían efectivamente un problema crítico de la formación social uruguaya, convirtiéndose en representantes de aquellos que carecían de toda representación.
El último aspecto de interés que nos importa subrayar es que esa configuración social, propia de 1950, permaneció relativamente inmóvil hasta el comienzo de los setenta. En el conjunto de los países subdesarrollados esto es una originalidad absoluta, como lo es también que en ese periodo la sociedad haya tolerado casi veinte años de inflación de dos dígitos y un estancamiento permanente de su producto bruto (Notaro y González Ferrer, 1980).
La inmovilidad de la estructura social fue la característica típica de los años 1950-1970. A fines de 1959, un estudio sobre movilidad social en varias ciudades latinoamericanas reconocía que en Montevideo la década de los cincuenta arrojaba indicios de estancamiento —en términos comparativos, por supuesto— (Hutchinson, 1962; Iutaka, 1963). Sociedad altamente urbanizada, las tasas de crecimiento de la población urbana estuvieron en el periodo entre las más bajas del mundo. Sociedad de industrialización incipiente, el crecimiento de la ocupación industrial se estancó en términos relativos, con los consiguientes efectos en la diferenciación social de la ciudad. La estructura del sistema urbano se mantuvo básicamente constante, sin que la alteraran los intentos de descentralización industrial (Aguirre y Veiga, 1977). Solo la expansión de la educación secundaria y universitaria se presentó como camino de movilidad social (Filgueira, 1972), pero en el marco de una sociedad estancada productivamente se convirtieron en un mecanismo de devaluación educativa. El estancamiento de la estructura productiva, así, solo desembocó en una crisis abierta a través de un proceso cuya lentitud y nivel de institucionalización probablemente tampoco tiene parangón en la historia.
Es razonable pensar que la movilidad social registrada en la década de los setenta es el principal cambio verificado en la sociedad uruguaya en los últimos treinta años. Lamentablemente, no existe información como para validar esa hipótesis, que, por otra parte, parecería disconfirmarse si comparamos la estructura ocupacional revelada por los Censos de 1963 y 1975 (cuadros 1 y 2, Apéndice).
Sin embargo, en el periodo se producen dos cambios básicos que seguramente implican procesos de movilidad social de reemplazo cuya existencia e importancia es difícil de evaluar. El primer cambio, absolutamente central en el periodo, depende de los procesos migratorios, que entre 1963 y 1975, en estimaciones conservadoras, implicaron la salida del país de un volumen de emigrantes equivalente a 7,2 % de su población total de 1975, un 18,7 % de su población con edades de 20 a 21 años, un 18,4 % de los egresados de utu, un 10,8 % de su población activa, un 14,4 % de sus egresados universitarios, un 22,6 % de sus operarios y un 27,9 % de sus ocupados industriales. Si consideramos solo Montevideo, el impacto fue mayor aun (cuadro 3, Apéndice) (Aguiar, 1978). El segundo cambio, también generalizado, es el incremento sistemático de fuerza de trabajo secundaria, cuya verdadera magnitud solo puede apreciarse si se lo contrasta con las tendencias históricas a su reducción que sobrevenían desde principios del siglo (cuadro 4, Apéndice) (anepa, 1978).
Es muy razonable pensar que en la década de los setenta el país vivió procesos de movilidad social de importancia, que no se basaron ya en la vía educativa, sino que de un modo u otro implicaron efectiva movilidad ocupacional y de ingresos relativos. Buena parte de esa movilidad se verificó probablemente a través del sector público, afectado en menor grado por la emigración, pero sometido a planes de reestructuración que implicaron un brusco crecimiento de los retiros jubilatorios, tanto en la Caja Civil como en la Escolar (cuadro 5, Apéndice). Otra parte, sin embargo, se verificó a través de la actividad privada, en la cual, como se vio, la emigración alcanzo una incidencia realmente significativa, especialmente en los estratos más jóvenes y más calificados y en la ocupación obrera industrial. Cabe pensar que todo esto generó, además, cambios en los sistemas de estratificación y en la relación entre diversos rangos, disminuyendo en términos relativos los estatus inconsistentes por mayor educación que ingresos y aumentando aquellos en que el nivel ocupacional o de ingresos alcanzado no solo remunera la inversión educativa sino que, en algunos casos, la sobrerrecompensa. Los efectos de estos procesos en la generación de apoyos políticos es un tema clásico de las ciencias sociales, y aun cuando no podamos evaluar la magnitud del fenómeno anotado, parecería muy razonable hipotetizar su incidencia significativa.
Es sobre este telón de fondo, entonces, que cabe situar el análisis del Estado uruguayo.
También en este caso el enfoque se orientará a subrayar problemas antes que a presentar un análisis sistemático e integrado que probablemente sería apresurado avanzar.
Las características de la Independencia uruguaya marcaron decisivamente las formas del Estado y las modalidades de su articulación con el conjunto de la sociedad. Si en todo Estado puede evaluarse su desarrollo —statness, estatidad (Ozslak, 1978)— a través del grado con el que externaliza su poder frente al conjunto de los Estados, institucionaliza su autoridad en el marco de su propia sociedad, diferencia su aparato institucional y sus mecanismos de control de recursos y organiza el conjunto de símbolos capaces de internalizar una identidad colectiva, poca duda cabe de que el Estado uruguayo, desde el inicio, desarrolló en medida singularmente mayor su carácter de centro de imputación en el sistema internacional antes que cualquiera de los otros cuatro atributos. Resulta claro que hasta fines del siglo xix es muy pequeño el grado en el que ha institucionalizado su autoridad internamente —recién en 1904 se acaba con los últimos vestigios de fragmentación de poder en el marco del propio sistema político— y que, pese a su tamaño, el Estado no ha diversificado su control ni su aparato institucional en grado importante (al menos en la medida en que esta diversificación sea índice de una efectiva expansión de actividades —porque puede serlo también, como lo fue, índice de una apropiación entre feudalizante y patrimonialista del aparato estatal—). y podría añadirse que el fuerte desarrollo de ese carácter de centro de imputación fue principalmente la muestra de un otorgamiento institucional externo —heterónomo, si no heterocéfalo, en la terminología weberiana—, antes que el indicador de una sociedad nacional que aspira a constituirse como particularidad en el conjunto del sistema interestatal.
El naciente aparato estatal fue, en el Uruguay independiente, un bien valioso por sí mismo, cuya apropiación otorgó a sus titulares óptimas probabilidades de acrecentar sus ingresos y —aun— de consolidar propiedades de las que carecían. Sin una economía ni un espacio integrados, el aparato estatal fue la principal fuente de consolidación del dominio de clase, que, si en el grueso de los países latinoamericanos arraigaba, a la par, en un sistema de dominación molecular producto de la disolución de los sistemas sociales coloniales, y otro jerárquico, un producto de la disolución del aparato político administrativo colonial, en el Uruguay —destrozado económica, social y políticamente por los movimientos revolucionarios desde 1810 hasta 1828— se basó en un patriarcado (Real de Azúa, 1960), cuya característica principal no fue tanto la diversificación de actividades propia de una economía integrada, sino la heterogeneidad y falta de especialización y estabilidad productiva, indicadores todos de una economía no constituida e incipiente. Así, en mucho mayor medida que para otros países latinoamericanos, «la presencia constitutiva del Estado en las relaciones de dominación fue la contrafaz de una hegemonía privada débil» antes que «la organización para la dominación» de una clase afirmada en el marco de las relaciones de producción (Cavarozzi, 1978). El Estado es así, desde el inicio, aparentemente desmesurado respecto a la organización de la producción, fuente de recursos, ingresos y consolidación de la propiedad —antes que su simple garante—, canal de movilidad social para la inmensa gama de desposeídos y base integrativa de una sociedad civil singularmente débil. Un análisis de los primeros años del Estado oriental muestra en qué grado el aparato estatal se convierte en una muy envidiable fuente de ingresos y cuáles fueron los grupos y estratos sociales que más rápidamente usufructuaron de ellos (Vázquez Franco, 1963). En 1900 el panorama no era demasiado distinto (Barrán y Nahum, 1980), y es razonable creer que las circunstancias no han cambiado en demasía desde entonces. Los propietarios del Estado, entonces, tuvieron siempre sus intereses, que debían compatibilizarse con los intereses propios de las clases productivas, propietarias o lucrativas, en la terminología weberiana.
Entre las mayores originalidades del país se encuentra, sin duda, el sistema de partidos, del que hemos anotado más arriba sus funciones no políticas. El propio sistema de partidos fue el más relevante clivaje político de la sociedad uruguaya, no reductible en absoluto a clivajes de clase o de tipo ecológico, nI a una simple sumatoria de estos.
Ciertamente, como en cualquier formación social capitalista dependiente, el analista puede distinguir en el Uruguay clases y sectores sociales relativamente típicos y diferenciados, cuyos intereses se alinean en algún nivel de análisis en formas potencialmente contradictorias. Parece claro, sin embargo, que muy poco se puede entender sobre el sistema de partidos —y aun, sobre la evolución de los procesos políticos en el país— si centramos nuestro análisis en los clivajes de tipo clasista. La integración de la economía uruguaya —como vimos— no radicó en la difusión de pautas al conjunto de la organización productiva que aseguraran el dominio del conjunto bajo los intereses específicos de un sector de clase o clase, titular o meramente gerencial, que operara como integradora de la totalidad de la formación social.
Por el contrario, las diversas fracciones dominantes intrasectoriales tienen una elevada autonomía de acción, originada en las contradicciones mismas de existencia y desarrollo de su actividad productiva, y en general privilegian en su acción política sus intereses propiamente sectoriales antes que los que se fundarían en una identidad genérica propiamente clasista, derivada de la común situación de dominación. De allí la práctica inexistencia de intereses generalizados de una típica clase dominante unificada, y la conflictividad endémica de las políticas de fijación de precios, regulación del mercado cambiario y de comercio exterior, campos por excelencia en torno a los cuales se deslizó la lucha entre las diversas fracciones dominantes intrasectoriales por su participación en la apropiación del excedente. y de allí también la plausibilidad de las explicaciones del proceso social uruguayo que subrayan la agregación de intereses entre diversas capas del mismo sector —intereses intrasectoriales—, y la relativización de los clivajes de tipo meramente clasistas que, si existían, solo ocasionalmente aparecían como determinantes de la escena política (Aguiar, 1977).
La agregación de intereses intrasectoriales se compatibilizo y confundió, en general, con la agregación de intereses de base ecológica. El conflicto entre lo urbano y lo rural —o, en una versión más ajustada, el interior rural y la capital— atraviesa la historia del país, y aunque no fue nunca autónomo con respecto a los clivajes intrasectoriales ni a las diversas articulaciones clasistas, de hecho apareció a la conciencia social como una diferenciación dominante. El pensamiento tradicional estereotipó desde temprano diversas escisiones basadas en el conflicto urbano-rural —remisibles, en última instancia, a la postura sarmientina de civilización y barbarie—, y el pensamiento de izquierda, contrariamente, llevó a considerarlo una mera apariencia, manifestación en la conciencia social de una ideología que llevaba a ocultar la raíz clasista del problema —como se supone que debe hacerlo toda ideología.
A los puntos de fractura anotados se agregaron siempre, en la historia del país, clivajes clasistas, definidos a partir de la intersección de diversos grupos en la organización de la producción. Desde 1950 en adelante el proceso político dará cuenta acabada de la incidencia de acciones propiamente clasistas, tanto en el sentido de consolidación de una política oligárquica, en la que se prepara el sacrificio de sectores de menor capacidad competitiva dentro de cada gran sector, en busca de una competitividad colectiva, exclusiva, de clase dominante, como de agrupar una política popular, en la que se intentaron reunir sectores pequeños y clases propiamente dominadas. Pero justamente, las condiciones de su surgimiento y las limitaciones de su alcance subrayan en demasía que estos componentes no son las únicas —ni las principales— determinantes del proceso de articulación política ni de las formas asumidas por la relación Estado-sociedad. La historia indica, en realidad, que, si se trata de explicar el proceso político y los mecanismos de relación Estado-sociedad, es necesario echar mano al juego complementario de los tres clivajes básicos —sectorial, ecológico, clasista—, que jugaron decisivamente en el sistema político nacional y se articularon de alguna manera con el sistema de partidos que, en buena parte, puede considerarse como el mecanismo institucional que a la vez expresa esas rupturas y las integra institucionalmente (Berenson, 1975; Aguiar, 1977).
Corrijamos ahora el foco de análisis. Si la información disponible da pie para mostrar la existencia de efectivos clivajes sociales en la determinación del comportamiento electoral, da pie también para afirmar que esos clivajes no fueron decisivos: las correlaciones existentes no son en ningún caso muy altas, y más explicativo suele ser el signo de la correlación que su fuerza. Por otra parte, la efectiva emergencia del sistema de partidos a cualquier explicación reduccionista que pretenda afirmar una determinación intrasectorial, ecológica o clasista en la distribución del voto, no permite inferir la existencia de una emergencia similar para el conjunto del sistema político: el sistema de partidos es más diferente al sistema electoral, y el sistema político mucho más amplio que el nuevo sistema de partidos. ¿En qué medida fueron otros los mecanismos de vinculaciones de los clivajes sociales y el sistema político y en qué medida el sistema electoral cumple —más bien— una función de ocultamiento de las verdaderas instancias en que el Estado se articula con la sociedad? Lamentablemente carecemos aún de elementos de información suficientes, pero los datos disponibles indican que los mecanismos corporativos de representación monopolizada o severamente restringida de grupos de interés en el marco del sistema político se desarrollaron en el Uruguay tempranamente. Los estudios recientes de Berenson (1975) muestran que en la década de los setenta estos mecanismos tenían plena vigencia, y que los grupos de interés exitosos —especialmente los representantes de los sectores agropecuarios— podían considerarse también parte integrante del sistema político tradicional del país.
Más allá de todo ello, sin embargo, importa anotar que la emergencia del sistema político respecto a los clivajes sectoriales, ecológicos y clasistas se afirma desde temprano en la independencia del cuerpo de representantes (Barrán y Nahum, 1980) y en la funcionalidad y estabilidad de la política de clientelas, cordelazos una y otra de configuraciones sociales similares.
La explicación de esta autonomía radica, a nuestro juicio, en que el sistema político uruguayo ha sido a lo largo de la historia el principal centro de alojamiento de los estratos no productivos, cuya participación en el ingreso contribuyó a asegurar y cuyo prestigio social incrementó en forma sistemática.
La política de clientelas implica, de hecho, la atenuación del juego de los clivajes anotados, mediante la incorporación a la escena política de una masa muy significativa de actores sociales, caracterizados por demandas particularistas, desligadas de cualquier connotación clasista.
Como se ha anotado muchas veces, estancamiento productivo y expansión de la política de clientelas corrieron en el Uruguay prácticamente al mismo tiempo. La política de clientelas fue respuesta al estancamiento productivo (Filgueira, 1970), al regular el mercado de empleo mediante la concesión del empleo público o el otorgamiento de la salida jubilatoria. Al mismo tiempo, los efectos objetivamente inflacionarios de la política de clientelas (Notaro y González Ferrer, 1980) coadyuvaron al estancamiento económico, entrenaron el desarrollo de estrategias de supervivencia y estrategias de acumulación en contextos inflacionarios y generaron un mecanismo de clientelismo autosustentado del que resultó imposible escapar. En el cuadro 1 se presentan algunos datos preliminares para caracterizar la evolución de las jubilaciones, pasividades y empleos públicos en los últimos cincuenta años. Seguramente se encuentran pocos indicadores, de cualquier tipo, que en el Uruguay manifiestan una evolución similar.
Finalmente, en la medida en que el sistema político jugó como mecanismo integrativo para el conjunto de la sociedad y en que la política de clientelas y la negociación con grupos de intereses fueron parte esencial de ese sistema, el Uruguay dio lugar a un tipo peculiar de cultura política, caracterizada a la vez por elevados niveles de participación, interés e información política (Biles, 1972) y una orientación de tipo particularista muy marcada (Berenson, 1975).
Cuadro 1. El sistema clientelístico: indicadores de evolución del número de pasividades y cargos públicos en relación con el número de votantes (1930-1975)
(a) Los datos corresponden al primer Censo Nacional de Funcionarios Públicos, que no incluye al personal de tropa. El Ministerio de Defensa Nacional solo figura con funcionarios.
(b) Los datos corresponden al V Censo Nacional de Población y Vivienda, e indican la ocupación principal. No figuran aquí todos aquellos casos para los cuales la función pública es su ocupación secundaria.
(c) Estimado (anepa, 1978).
(d) Se toman las elecciones de 1930, 1932, 1954 y 1962. Las de 1932 registran menor participación por ser elecciones para el Consejo Nacional de Administración.
Todos los estudios coinciden en afirmar la existencia de una cultura política participante muy visible en torno a 1970 —fecha en la que se desarrollan los estudios de Biles (1972) y Berenson (1975)—. Pero los indicadores disponibles muestran elevados niveles de participación en asociaciones civiles y gremiales ya a fines de la década de los sesenta (Aguiar, 1977) y en general niveles altos y crecientes de participación electoral. El 96,7 % de concurrencia electoral alcanzado en 1971 —cuando se consagra por primera vez el voto obligatorio— es, al decir de Notaro y González Ferrer (1980), un verdadero récord mundial para sistemas poliárquicos (cuadro 2).
Cuadro 2. Participación electoral (1930-1971)
La cultura política participante tradicional se afirmó en la existencia de un conjunto muy similar de valores aceptados colectivamente, por lo menos en el medio urbano y —con más exactitud—, en Montevideo. Si buscamos un grupo extremadamente desviado para testear esa hipótesis, podemos encontrarlo en los estudiantes universitarios que a principios de la década de los sesenta habían comenzado ya un proceso de identificación política que los convertían en el extremo de marginalidad actitudinal respecto a los valores dominantes; pues bien los estudios disponibles indican que la inmensa mayoría de los estudiantes universitarios evaluaban muy positivamente a la generación anterior, valoraban mayoritariamente la vida familiar, aspiraban a que su propia vida se pareciera a la de sus padres y solo en pequeño número elegían sus amigos teniendo en cuenta sus opiniones políticas o se negaban a casarse con quien no compartiera sus ideas y opiniones (Ganon, 1964; Martorelli y Wettstein, 1963). Al mismo tiempo, porcentajes muy apreciables preferían obtener un empleo público antes que uno privado y pensaban en recurrir a procedimientos particularistas para obtenerlo.
La cultura política tradicional, finalmente, fue en general tolerante y poco autoritaria. Sin embargo, la latencia de los componentes autoritarios en el nivel actitudinal fue señalada ya a fines de los sesenta. En uno de los pocos estudios que indagan sobre actitudes políticas, los resultados muestran que entre los white collar privados aparecen con relativa claridad dos configuraciones diversas: el mayoritario, con pautas de tipo autoritario conservador; el otro, con pautas izquierdistas relativamente configuradas en términos ideológicos; entre las clases medias dependientes del sector público, en cambio, aparece una configuración generalizada anti statu quo, con contenidos autoritarios y con bajas posibilidades de estructuración ideológica. Sin embargo, para este grupo se verifica una inconsistencia entre actitudes y voto que, en última instancia, lo configura como grupo de apoyo potencial de una política autoritaria (Filgueira, 1970).
Ha sido dicho muchas veces que la periodización desde el ángulo de las ciencias sociales tiene poco que ver con el almanaque. Es explicable, así, que al analizar la década de los setenta haya que recurrir a fechas anteriores y que quizá quepa cerrar el análisis con algunas interrogantes, si es que la inteligibilidad de las últimas fases de la década queda pendiente hasta que se complete el desarrollo de las principales posibilidades objetivas latentes a la situación actual. Esto es una limitación, pero también debiera verse como una ventaja: muchas veces, el análisis ex post queda prisionero de la ilusión que lleva a considerar los acontecimientos efectivamente desarrollados como una necesidad ineluctable, producto de leyes generales que enmarcan el desarrollo histórico. Esta necesidad es muchas veces una ilusión: como lo muestra la aventura intelectual weberiana, una misma situación histórica es solo una matriz de múltiples posibilidades objetivas. Interpretar los hechos, una vez terminados, como si aquella matriz no existiera, es perder de vista las características intrínsecas de las situaciones sociales y echar por la borda con las aspiraciones más viejas de las ciencias sociales, ciencias de la libertad.
Con estas aclaraciones diremos que, a nuestro juicio, es posible distinguir en la década de los setenta en tres periodos o fases diversas. La primera se cierra a fines de 1971, concluidas las elecciones que cierran el periodo que se abre con el estancamiento industrial en 1955. La segunda, eminentemente transicional, va desde allí hasta 1974, en una fecha que puede identificarse con la asunción de Vegh Villegas al Ministerio de Economía. La tercera se abre allí.
Desde el ángulo de la investigación, la situación de los tres periodos es marcadamente diferente. Sobre el segundo y el tercero es posible discutir teóricamente, pero la información empírica es muy débil. En vista de esa situación, se analizará el primer periodo, y luego se tratarán juntos los otros dos; para el primer tema podremos afirmarnos en buena medida en la investigación disponible; para el segundo se tomará como referencia la discusión contemporánea sobre el Estado en América Latina, con el objetivo de situar el caso uruguayo en términos comparativos y señalar, a partir de esto, las pistas y prioridades de investigación que se nos antojan relevantes.
En nuestra opinión, la clave de 1971 está en 1958, y esta a su vez solo puede entenderse si se analiza en el marco del periodo 1946-1962 (Aguiar, 1977). Como hemos mostrado, en ese periodo se suceden la génesis y la quiebra de los dos últimos grandes proyectos políticos surgidos en la matriz del sistema de partidos tradicionales: el neobatllismo de Luis Batlle y el ruralismo encabezado por Benito Nardone. Desde la época de batllistas y riveristas, nunca los partidos tradicionales habían estado tan cargados de consideraciones ideológicas. En las elecciones de 1958 (Aguiar, 1977; Cosse, 1978; Abulafia, 1977) se registra una alineación de alianzas sociales con pocos precedentes en la historia del país. A la tradicional fuerza de los grupos representativos de los grandes productores rurales, en términos de grupos de presión, se agrega ahora el peso de una masa electoral significativa en términos de pequeños y medianos productores y asalariados rurales, y conjuntamente derrotan en las elecciones a un conglomerado de grupos urbanos, en los que el sector obrero industrial y las capas medias ligadas al aparato estatal configuraban un sector de apoyos decisivo.
En 1959 y 1960 el nuevo gobierno arremete con su política prorrural y antiindustrial. En los principales documentos que pautan su política económica se rastrea la voluntad de una vuelta a la inserción natural del Uruguay en la división internacional del trabajo. Liberalización del mercado de cambios, desmantelamiento gradual de la política de protección industrial, apoyo a los precios reales del productor ganadero, contención del gasto público, etcétera. Es la antítesis del neobatllismo: si este es el proyecto industrial urbano construido a partir de la redistribución generosa del excedente agropecuario, aquel es el desmantelamiento del proyecto en cuestión afirmando estructuras agrarias intocadas. Pero ya en 1960 se hacen patentes los límites de la política antiindustrial, cuyo fracaso es notorio en 1962. El país entra en un caos económico y social sin precedentes en el siglo y, si en 1962 triunfa nuevamente el Partido Nacional, lo hará ya sobre la base de un sistema de alianzas sustantivamente distinto, en el cual se desdibuja singularmente el potencial representacional de 1953. El Estado uruguayo, conformado al amparo del neobatllismo, no estaba en condiciones de representar con eficacia los intereses agrarios; más bien debía agregar a cualquier interés social sus intereses propios que, si representaban adecuadamente algunos, eran los del complejo urbano industrial y, especialmente, los de inmensos sectores no productivos. Para poder mantener el poder el Partido Nacional —que de por sí, por las características propias de todos los partidos tradicionales, tenía una capacidad representacional limitada—, debe recurrir intensivamente al uso de mecanismos de cooptación. A poco de comenzada su aventura de gobierno, nuevamente comienza el traslado de excedentes del campo a la ciudad que, en 1959, se había pretendido abandonar para siempre. El clientelismo asume niveles desconocidos: los jubilados crecen un 44,9 % desde 1958 a 1962. La peculiar contradicción uruguaya —base económica agraria, base social y política urbana— aparecía nuevamente, y desde el Estado sólo podía aplicarse una política que compatibilizara las demandas urbanas y rurales con el predominio de las primeras. No era cuestión de proyectos sino de estructuras: la organización del poder determinaba la transacción con el mundo urbano, si no su pura y simple representación.
La década del sesenta es, por definición, la década en la que en mayor medida se manifiesta en el país la incapacidad del aparato estatal para representar adecuadamente políticas de base clasista. Si siempre existen efectos clasistas de las políticas, y, aun, si muchas veces coinciden con las demandas articuladas desde sectores de clases, esto no debe interpretarse en el sentido de un papel instrumental del Estado respecto a la política de clases. Por el contrario; desde 1958 hasta 1971, el Estado uruguayo se caracteriza por su imposibilidad de mantener políticas estables y a largo plazo. La inestabilidad de las políticas públicas es la manifestación de la incapacidad representacional del Estado, y esta, a su vez, es la consecuencia de la acumulación de políticas clientelísticas autosustentadas, de los cuales el propio sistema es el principal prisionero, como muestra cabalmente el cuadro 3, analizando los ingresos de funcionarios públicos en el año 1967, postelectoral: hasta el 28 de febrero ingresan aquellos dejados por el Partido Nacional en retirada; desde marzo, los incorporados por el Partido Colorado en ascenso.
Cuadro 3. Funcionarios públicos ingresados en el año 1967
Fuente: Oficina Nacional de Servicio Civil, Primer Censo Nacional de Funcionarios Públicos (1969).
El quiebre de los proyectos políticos neobatllista y ruralista, a su vez, implica una fisura importante en la dominancia del clivaje intrasectorial, y abre una fase en la que los sectores comienzan a escribirse en articulaciones clasistas. Si en 1958 se enfrentan un proyecto urbano e industrialista y un proyecto rural, el fracaso del las políticas ruralistas —agregado al quiebre de la política industrialista— será la base de la escisión, en cada proyecto, de subsectores organizados específicamente en términos de sus intereses propios. En una sociedad estancada, en la que las prácticas políticas han determinado una alta manipulabilidad de las políticas públicas, el conflicto se abre en torno a la participación en el ingreso, y asume manifestaciones típicamente clasistas, en un contexto inflacionario. Dentro del marco del sistema político tradicional, se articulan organizaciones representativas de intereses de clases —tanto obreras como asalariadas, industriales o rurales—, y se abre una época de intenso conflicto social.
En los cuadros 4 y 5 se observa que, sin embargo, el conflicto desarrollado en el periodo interelectoral no alcanzará a alterar al sistema de partidos tradicionales. Desde 1962 a 1971, por cierto, el Partido Nacional acentuará sus bases en aquellas circunscripciones más típicamente rurales y menos industrializadas (cuadro 4), el Partido Colorado verá dibujarse el perfil urbano e industrial que asumiera en 1954 y 1958, y surgirán articulaciones políticas fuertemente correlacionadas con la existencia de asalariados urbanos e industriales. En 1971, el voto al Frente Amplio adquirirá un claro perfil social (cuadro 5) pero, en su conjunto, el sistema de partidos se mantendrá indemne: aunque supera el 30 % de los votos en Montevideo, el Frente Amplio solo llegara al 18 % de los votos a nivel nacional. El gran clivaje Montevideo-Interior seguirá acotando los límites en los cuales los conflictos de base clasista son generalizables al conjunto del país.
La elección de 1971 es hija de la fractura originaria de 1958. Si el neobatllismo había sido una escisión urbana e industrial dentro del conjunto del Partido Colorado, los sectores agrupados en torno al Frente Amplio habían sido una escisión en las bases montevideanas de los mismos sectores que habían acompañado al neobatllismo. Forjado, al fin y al cabo, como una escisión continuadora de la política industrialista y terciarizante, se asentaba en bases a partir de las cuales era muy poco probable cualquier alianza históricamente viable con sectores sociales rurales —como no fueran los efectivamente irrelevantes sectores asalariados del medio rural—. La crítica radical a la política de desmantelamiento industrial no ofrecía, alternativamente, más proyecto que la continuidad esencial de las políticas neobatllistas. El reclamo de transformación de las estructuras agrarias no se asentaba en ninguna alianza efectiva con sectores sociales rurales. En rigor, cualquier alternativa de proyecto nacional efectivamente viable implicaba la participación jerárquica de sectores rurales modernizantes; sin embargo, la quiebra de 1958 había enfrentado, de modo definitivo, a unos y otros grupos, y —lo que es más grave— había articulado ese enfrentamiento en términos ideológicos. Las elecciones de 1971 muestran que la inmensa mayoría del país prefiere, en definitiva, el sistema político tradicional. Pero las elecciones no resuelven el problema de la crisis de hegemonía. Por el contrario, la agravan, al impedir la formación de cualquier alianza partidaria que asegurara un gobierno estable. Si las diversas clases y sectores sociales habían mostrado ya su incapacidad hegemónica, ahora se quebrará el ultimo resguardo de estabilidad: el sistema de partidos. El periodo 1972-1973 muestra su quiebre, pero recién en 1974 se hallará una forma de reemplazo.
La mayor originalidad en el proceso de consolidación del Estado uruguayo actual es —en nuestra opinión— la relativa institucionalidad de su proceso y la lentitud de su configuración. Como se ha anotado muchas veces, las formas de Estado institucionalizadas en 1973 no pueden entenderse sin recurrir a los sucesivos reajustes institucionales desde 1966 en adelante —reforma constitucional, medidas de seguridad, etcétera—. Una segunda originalidad es, en nuestra opinión, el hecho claro de que, en los momentos iniciales de su consolidación, el modelo careciera de cualquier interpretación común del proceso económico y —correlativamente— de cualquier política económica precisa.
Cuadro 4. Correlaciones (r) entre características estructurales y comportamiento electoral (19 departamentos, 1962-1971)
Fuente: Filgueira, 1974.
Cuadro 5. Correlaciones (r) para las elecciones de 1971
Fuente: Filgueira, 1974.
A partir de esas consideraciones, es posible fragmentar el periodo 1972-1980 en dos momentos diversos. El primero transcurre desde marzo de 1972 hasta 1974, y se caracteriza por la consolidación progresiva de una forma de Estado autoritaria cuyos determinantes propiamente ideológicos eran dominantes, en mucha mayor medida que los surgidos de una funcionalidad económica específica. El segundo transcurre desde 1974 a la fecha, y se caracteriza por una dependencia de los objetivos propiamente económicos. Es importante anotar que, a diferencia de los procesos seguidos en otros países latinoamericanos —como Argentina o Brasil—, esta segunda fase puede considerarse, en realidad, un injerto en el marco de una forma de Estado en la que están privilegiados los componentes propiamente ideológicos, y, a su vez, ambas deben considerarse injertadas en un Estado de las características analizadas en los capítulos anteriores —obligado a practicar de alguna manera una política de clientelas y de compatibilización de intereses, a partir de su propia función de la sociedad.
La falta de estudios e investigaciones sobre el tema impide validar empíricamente los asertos anteriores. Es posible, sin embargo, avanzar en alguna medida algunas hipótesis orientadoras.
Ganadores y derrotados de las elecciones de 1971 pueden entenderse mejor si se los sitúa a la luz del análisis realizado de la quiebra del modelo neobatllista y las elecciones de 1958.
Un análisis detallado de la información disponible permitiría mostrar, por ejemplo, que el voto herrero-ruralista y el voto Bordaberry-Pacheco Areco obtienen una correlación relativamente elevada y positiva con el porcentaje de trabajadores rurales por cuenta propia —esto es, pequeños productores chacareros y minifundistas—, y una correlación negativa muy alta con el porcentaje de población urbana, correlación que no se verifica para Bordaberry-Pacheco. Ambos correlacionan, finalmente, en términos negativos, con el índice Gini de concentración de la propiedad de la tierra, lo que, en su conjunto, permitiría sostener la hipótesis de que Bordaberry-Pacheco obtuvieron un fuerte apoyo en el mismo conjunto de población que acompañó al ruralismo, pero más localizado en los sectores más chicos, cercanos a Montevideo y menos avanzados ideológicamente. Buena parte de los apoyos políticos visibles del proyecto, a su vez, también se reclutaron en la misma base. A diferencia del ruralismo, en cambio, Bordaberry-Pacheco obtienen algunas correlaciones de signo positivo con el porcentaje del pib generado en el sector secundario y de signo negativo con el porcentaje de estratos altos y medios urbanos: correlaciones similares se registran en 1958 en el voto a la Lista 14, base de reclutamiento colorada de los apoyos obtenidos en ambos casos.
El voto Frente Amplio tiene correlaciones muy similares con las obtenidas por el fidel en las elecciones de 1962 y 1966 y estas son, a su vez, en general más fuertes pero del mismo signo de las obtenidas por la Lista 15 en 1954. Podemos observar que en 1954 la correlación del voto de la Lista 15 con el porcentaje de obreros industriales es 0,36; en 1958, producido el quiebre del proyecto, desciende a –0,06, pero el sector queda en el Partido, si lo juzgamos a la luz de la correlación 0,52 obtenida para la Lista 14, contra la correlación de 0,18 obtenida para la misma lista en 1954. A partir de allí, en cambio, las correlaciones de los votos del Partido Colorado con el porcentaje de obreros industriales van a tender a descender bastante sistemáticamente, y en 1971 serán irrelevantes: 0,09 y 0,01 para Jorge Batlle y Bordaberry, correlativamente. Como es obvio, sería una falacia ecológica sostener a partir de esto que «los obreros votaron a X», pero en cualquier caso puede considerarse una buena matriz para avanzar hipótesis.
Los datos sugieren, entonces, que el quiebre entre Bordaberry-Pacheco y la oposición más extrema situada en el Frente Amplio es la última manifestación de un quiebre surgido en 1958, en el que los sectores populares urbanos y los sectores populares rurales se opusieron claramente, a partir de proyectos sociales muy marcadamente delimitados, pero también muestran que existen articulaciones políticas —en torno a Jorge Batlle y a Ferreira Aldunate— cuyas bases sociales no son tan claras, aunque incluyen a un elevadísimo porcentaje de electorado. La década de los sesenta será la década en la que aquel quiebre —que solo incluye a una parte de la población— se articulará ideológicamente, y a partir de 1972 asumirá formas crecientemente violentas. Desde 1972 hasta 1974, un gobierno de base ruralista y catorcista, cercano a las pocas experiencias de quiebre institucional verificadas en el país, avanzará, a partir de un proyecto ideológico autoritario, hacia cambios institucionales importantes. Es de importancia anotar que los apoyos obtenidos por ese proyecto en los sectores militares también puede fundarse en términos ideológicos.
En el marco de la cultura política antedicha, un proyecto autoritario sin legitimación en resultados económicos encontraba apoyos pero minoritarios. Las tareas inmediatas a cumplir, siendo ideológicamente consistentes, eran claras. Su política debía ser amplia e inclusiva: reformar la educación, para ajustarla a su visión del mundo; unificar el poder del Estado disperso; excluir a los representantes que —en esa visión— eran responsables directos del deterioro ideológico del país; asegurar la dependencia de los juicios respecto a los fines más generales del Estado. Sin embargo, los límites de apoyos obtenidos para esas tareas son rápidos y generalizados.
Es difícil saber si tal proyecto puramente ideológico se hubiera mantenido, si la crisis del petróleo en el año 1974 no hubiera permitido —y requerido— el surgimiento de nuevos apoyos y de un nuevo sistema de legitimidad. La crisis petrolera exigirá una conducción específica de la política económica, y es posible encontrar apoyos técnicos, económicos y políticos para implementarla. La génesis de estos apoyos será tanto externa como interna (Notaro y González Ferrer, 1980), y si debiera filiarse políticamente a la luz de la historia del país cabría considerarla directamente ligada al único grupo claramente industrialista, que en 1970 tiene ya una visión crítica de los límites de su proyecto inicial y está claramente dispuesto a ajustarlo: la Lista 15. Esto no implica un apoyo de esa Lista; solo indica la filiación de los apoyos obtenidos en el nuevo sistema.
La nueva fase encontrara tres tipos de límites. Por una parte, su política implica necesariamente una contención y reasignación del gasto público; sin embargo, el Estado uruguayo difícilmente puede evitar su rol clientelístico. Por otra parte, en ningún caso el nuevo equipo económico puede imponer homogéneamente su perspectiva al conjunto del aparato estatal: los sostenedores de un proyecto ideológico —no económico— monopolizan de hecho los principales sectores del aparato estatal vinculados a su perfil propiamente institucional, y no requieren —ideológicamente— ninguna política económica específica. Finalmente, la reestructuración económica requerida es probablemente demasiado grande para un país cuyos grupos de interés han desarrollado formas de influencia generalizadas, especialmente aptas para incidir en el aparato estatal, y protegidas —por su propia raíz social y mecanismos de articulación política— de cualquier sospecha ideológica específica. De tal modo, desde 1974 a 1980, el periodo puede analizarse en término del conflicto entre los cuatro sectores básicos así definidos: el clientelístico, no afiliado específicamente a ninguna política económica pero necesario participante en los beneficios de cualquiera; el ideológico, no afiliado necesariamente a ninguna política económica, titular de muchos enclaves decisivos en el aparato estatal, cuyas tareas van más allá y más acá de las de cualquier equipo económico; el sector económico, específicamente afiliado a una política, que debe mantener a cualquier precio; y finalmente, el corporativo, fragmentado en apoyos a políticas económicas sectoriales en función del reclutamiento sectorial de las diversas corporaciones. La extremada dependencia de la economía uruguaya respecto a la evolución del sistema internacional en general y de la economía de los países vecinos en particular determina la variabilidad en la viabilidad coyuntural de los diversos intereses corporativos, y, correlativamente, la extremada versatilidad de las alianzas entre el componente económico y alguno de los sectores corporativos específicos. Cualquier alianza de este tipo, sin embargo, es de por sí inestable, y debe incluir como restricciones necesarias pactos con los sectores ideológicos y clientelístico, no afiliados al sostenimiento específico de ninguna alianza concreta.
Los conflictos entre los cuatro componentes no implican ningún límite decisivo frente al sistema. De alguna manera, sus principales límites se basan, por una parte, en que el proyecto económico ha implicado un modelo de acumulación basado en la exclusión económica de la gran mayoría de la población asalariada sin que exista razonable evidencia de que se haya generado un proceso de crecimiento autosustentado a partir de las propias clases dominantes nacionales y, por otra parte, en que el modelo de acumulación e inversión verificado implicó choques con los componentes ideológicos más nacionalistas, no articulados orgánicamente pero disponibles, en forma dispersa, en muchos sectores clientelísticos, ideológicos o corporativos. En la medida en que el proyecto político aceptó específicamente compromisos de institucionalización que, ligado a su propia lógica explícita, debe cumplir, esta exigencia chocó con el hecho de que la apertura política era difícilmente compatible con el mantenimiento de la exclusión económica o con la desnacionalización completa de la economía.
Queda finalmente por subrayar que es razonable pensar que el nuevo modelo generó una base sustancial de apoyo, a través de la operación de los tradicionales mecanismos clientelísticos, esta vez por nuevas vías y con diversas modalidades. Existe razonable evidencia para pensar que este apoyo no se localiza en ningún componente corporativo específico —esto es, sectorial—, sino que fue un apoyo difuso, reclutado en los numerosos sectores que han experimentado movilidad social ascendente. Es probable que estos sectores no fueran clases o grupos en el sentido estricto, pero es muy razonable pensar que eran amplios. Es probable también que el contrato implícito que pauta el apoyo brindado no implicara adhesión específica a los componentes más específicamente ideológicos del modelo. Pero en cualquier caso cabe pensar que este estrato de apoyo fue amplio, que se localizó en muy buena medida en diversos sectores del aparato estatal y en aquellos estratos del campo privado que vieron crecer sus ingresos relativos.
El análisis presentado hasta acá ha sido tributario —visiblemente— de la falta de investigación acumulada sobre el tema, en sus más diversas dimensiones. Las sugerencias de investigación posibles, entonces, serían amplísimas. Conviene subrayar, sin embargo, tres áreas que nos parecen de importancia mayor.
El primer foco es propiamente la sociedad. El Uruguay carece de estudios medianamente profundos de su estructura de clases y de las interrelaciones sociales y económicas entre estas. Específicamente, algunos sectores cuya importancia es crítica para entender el conjunto del tema han sido muy poco estudiados.
El agregado de grupos que son las clases medias urbanas y rurales ha sido siempre protagónico en la historia del país, pero aun sabemos muy poco sobre ellas. Es probable que una investigación sobre el tema debiera comenzar, justamente, por desagregarlas, analizando con mayor detalle sus diversos componentes y las modalidades de relación entre ellos.
Más allá de eso, el país no ha estudiado el perfil y las características de los obreros industriales. En la década de los setenta creció el número total de obreros industriales, varió su composición por ramas, niveles educativos y localización, probablemente se incrementó la desigualdad de ingresos en su seno, aumentaron los obreros de edades jóvenes y de sexo femenino y es razonable pensar que como efecto de la emigración buena parte de la clase obrera industrial debió reclutarse en sectores sociales antes ligados a otras experiencias y roles productivos. La importancia de todo esto es obvia, especialmente si se relaciona con los procesos de organización gremial y comportamiento político.
Focalizando el análisis general del sistema político, retomando una propuesta anterior sugeriríamos cuatro temas básicos de investigación (Aguiar, 1977): el primero se relaciona con los procesos de organización de sectores y clases —los grupos de interés— y las modalidades de su incidencia política; el segundo se refiere a lo que se ha denominado personal político o más genéricamente los representantes, sector sobre el que existe una coincidencia en adjudicarle un papel prioritario pero sobre el que nada se sabe a ciencia cierta; el tercero se refiere a los titulares de cargos públicos, sustento de la política de clientelas y base de articulación de un cuerpo autónomo de intereses; y el cuarto, finalmente, se refiere a los gobiernos locales y a la estructura de poder intermedia, tema básicamente ignorado más allá de algunos estudios exploratorios.
Para el análisis del proceso contemporáneo, finalmente, sugerimos cuatro temas que en nuestra opinión son de importancia crucial. El primero de ellos busca verificar los procesos de movilidad social registrados: su intensidad, localización e incidencia en la generación de apoyos políticos. El segundo busca validar la caracterización del periodo 1972-1974, especialmente en lo referido a dominación ideológica de su constitución y al reclutamiento ruralista de los apoyos de Bordaberry y Pacheco Areco. El tercero aspira a validar la caracterización de los cuatro grupos de actores definidos —clientelístico, ideológico, económico y corporativo— y evaluar las características de su reclutamiento y sus interrelaciones. El cuarto, finalmente, pretende estudiar con más detalle los aspectos ligados al proceso de apertura e institucionalización, sus potenciales o contradicciones, impases y conflictos, y las modalidades de su articulación con los cuatro grupos de actores antes referidos.
Queda por sugerir, lo que parece obvio, la conveniencia de situar este análisis en un marco de tipo comparativo, que permita evaluar efectivamente lo que el proceso uruguayo tiene de típico y lo que tiene de general. La importancia de esta evaluación, como también debe considerarse obvio, no es solo académica.
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Cuadro 5. Incrementos porcentuales netos respecto al año anterior
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(1) Tasa media anual 1961-1968.
(2) Suma de las Cajas anteriores. No incluye bancarios, universitarios, escribanos, militares y otras cajas menores que en 1968 ascendían al 3,2 % del total de jubilados.
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1.
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