Quien revise atentamente los orígenes del pensamiento latinoamericano sobre el Estado encontrará probablemente algunos rasgos consistentes. El primero de ellos es que aun cuando se advierta verbalmente sobre la diferencia entre Estado, aparato estatal y sector público, en el momento de proponer o implementar políticas públicas las más abstractas disquisiciones sobre el Estado acaban limitándose prácticamente a formulaciones concretas sobre el sector público. El segundo de ellos, no menos importante, es el supuesto, relativamente no cuestionado, de que el Estado —o, más precisamente, el sector público— representa efectivamente el interés general o, en todo caso, puede muy fácilmente representarlo mejor que nadie. El tercero de ellos es que el Estado en cuestión o —prácticamente— el sector público puede comportarse efectivamente como lo que llamaremos —en un sentido que aclararemos más adelante— un Estado hegeliano de tipo iseb, en el sentido de que este Estado, espíritu absoluto, al fin y al cabo es perfectamente capaz de captar, en un único momento de conciencia, las necesidades de la sociedad en general, elegir —entre muchos— un proyecto que maximice las satisfacciones de esas necesidades en un sentido igualitario y, finalmente, implementar sin entropía alguna un plan o una política dirigida a alcanzar aquellas satisfacciones. El cuarto es que un modelo que distinga con precisión entre sector público y sector privado es relativamente claro —por una parte— y razonablemente útil para la toma de decisiones —por otra—. El quinto rasgo, finalmente, es el supuesto de que el llamado sector privado a) arroja siempre y en todos los casos beneficios privados y costos sociales y, lo que es más importante, b) es capitalista o tenderá a serlo y más tarde o más temprano corre el riesgo de ser desnacionalizado.
Como todo modelo, el anterior es —por cierto— una simplificación, pero creo que reproduce razonablemente bien algunas ideas que se asocian al pensamiento de la cepal en la década de los cincuenta, y que hoy día quedan vigentes en al menos dos sectores particularmente importantes de la sociedad: la mayor parte de los planificadores formados al amparo de ese pensamiento y la parte más tradicional de la crítica de izquierda. Pues bien, me parece bastante claro que, hoy por hoy, ese modelo se ha convertido en algo bastante poco sostenible y que los que creemos que el Estado y, aun, el sector público tienen un rol decisivo en la superación del atraso de los países latinoamericanos, somos quizás los más interesados en ponerlo en discusión, aun cuando sea —como en este artículo— tan solo en términos elementales. Las ideas disponibles en una sociedad cualquiera son uno de los instrumentos más importantes para su reforma y, cuando esas ideas son equivocadas, son uno de los primeros obstáculos para su transformación, y aunque sería ingenuo suponer que la reforma del aparato estatal solo depende de las ideas socialmente disponibles, también sería ingenuo negar su importancia.
No profundizaremos en lo que hemos llamado el primer rasgo i. e., la identidad práctica entre Estado y sector público. Es evidentemente trivial que el Estado es realmente mucho más que el sector público, aunque —por supuesto— lo incluye. Pero el Estado es fundamentalmente un orden político mientras el sector público es solamente un aparato administrativo de importancia económica. No es concebible un Estado sin un sector público, pero sí es concebible un Estado fuerte con un sector público relativamente pequeño. La reforma del Estado, por lo tanto, no es necesariamente lo mismo que la reforma del sector público, aun cuando la reforma del segundo implique, de alguna forma, la reforma del primero. En nuestros países, la discusión sobre el rol del Estado debiera darse con relativa independencia del rol del sector público, en la medida en que, para ciertos ámbitos, la propuesta de un fortalecimiento de la capacidad reguladora del Estado podría darse en forma perfectamente compatible con la propuesta de la disminución de la acción directa del Estado en la provisión de un servicio —por ejemplo: áreas tan distintas como la seguridad social, la descentralización industrial o la recolección de la basura—. La confusión entre Estado y sector público es aquí una de las principales trabas intelectuales para la definición de políticas aptas para superar campos fuertemente estancados, en los cuales, paradojalmente, defender la acción directa del sector público implica el agravamiento de una condición que tiende a hacer al Estado cada vez más débil.
La discusión sobre el segundo rasgo es probablemente una de las más clásicas en las ciencias sociales y, de alguna manera, la ingenuidad sobre el tema se pierde definitivamente con Marx. Es bastante notorio que, para Marx, el Estado no era y no podía ser el representante del interés general. En las formaciones sociales predominantemente capitalistas, el Estado disfrazaba como interés general lo que no era más que un interés particular —esto es, privado— de una clase concreta y, eventualmente, sus aliadas; en las formaciones sociales de transición al socialismo, el Estado expresaba el interés también particular de otra clase, que de alguna manera expresaba un proyecto realmente universal que, al culminarse, implicaba necesariamente la desaparición del propio Estado —esencialmente contradictorio, en su esencia, con cualquier interés general—. En el comunismo, por definición, no existiría el Estado, que no es nada más que el resultado de un interés particular hipostasiado como si fuera general.
Es notorio que, después de Marx, las ciencias sociales en general han insistido en el tema, quizás con menores ilusiones sobre la desaparición del Estado y aun sobre el carácter que pueda asumir el Estado en los regímenes de transición al socialismo. La discusión weberiana sobre las asociaciones políticas, la dominación burocrática y la evolución de los regímenes políticos deja relativamente pocas dudas sobre el grado en el que el Estado pueda, efectivamente, representar tan simplemente intereses generales. y después de Weber, las ciencias sociales contemporáneas, desde Merton a Niskanen, solo permiten agregar dudas sobre la pretensión original. Si hoy por hoy se afirmara que el Estado representa el interés general no pecaría de irrazonable que afirmara que puede hacerlo eventualmente, pero de allí de ninguna manera se infiere que también lo haga el sector público. En este último caso, más bien, cabría coincidir en que el sector público representa, fundamentalmente, los intereses de sus funcionarios, de los políticos profesionales que deben apoyarse en ellos y, eventualmente, de las empresas que encuentran en aquel al principal comprador de sus productos o servicios. Lo que no quiere decir, de forma alguna, que el sector público sea malo, sino, tan solo, que no puede establecerse, a priori y por definición, una coincidencia de intereses entre el sector público y el interés general.
Es probable, sin embargo, que en algunos aspectos el sector público pueda representar mejor que nadie el interés general. Las teorías económicas neoclásicas se han referido muchas veces a diferentes tipos de imperfecciones o fracasos del mercado que aconsejan con claridad meridiana la conveniencia de la acción directa del sector público en diferente tipo de actividades. Pero el punto central de nuestro argumento anterior atiende solamente a subrayar que, a priori, no necesariamente el Estado y menos el sector público representa el interés general.
Las tesituras estatistas clásicas, sin embargo, no se basan solamente en afirmar que el Estado o el sector público representan mejor que nadie el interés general. De alguna forma también suponen que el Estado —y el sector público— pueden efectivamente captar las necesidades de la sociedad, postular una política que las satisfaga e implementar efectivamente sin entropía alguna. Se supone, de esta forma, lo que hemos llamado un Estado hegeliano tipo iseb, en el sentido de que el Estado era capaz de una lucidez equivalente al espíritu absoluto en el momento culminante de su desarrollo histórico y de un proyecto (al modo de los propuestos por el justamente célebre instituto brasileño de los cincuenta) coherente con aquella lucidez, capaz de realizarse plenamente sin mengua de su intencionalidad inicial. El tema daría, por cierto, para mucho: cuál es el origen de esa creencia —porque es una creencia y no es más que una creencia— y cómo su plausibilidad es en rigor variable a través de los últimos dos siglos, cuáles son los efectos de la aceptación acrítica de esa postura y cuáles los correlatos de su negación. Lamentablemente no es posible discutir aquí estos aspectos cruciales. Conviene subrayar, sin embargo, la importancia del segundo: la plausibilidad de este postulado ha variado radicalmente en la misma medida en que, por una parte, ha aumentado la complejidad de la sociedad y del Estado y, por otra, se ha evaluado la experiencia, esencialmente entrópica, de las políticas públicas en los países socialistas. Si todas las políticas públicas pueden caracterizarse, en última instancia, por su mezcla de mandatos y señales, hoy por hoy parece bastante claro que las políticas basadas fundamentalmente en mandatos tienden a perder capacidad de transformación de las sociedades, y que la hipótesis de un Estado hegeliano tipo iseb tiende a hacerse cada vez menos creíble —justamente, cuando la tecnología pone a disposición instrumentos formidables de almacenamiento y circulación de la información— como resultado del carácter aparentemente poco reformable de las burocracias públicas.
El cuarto rasgo generalizado del pensamiento en cuestión parte de la base de que es posible distinguir sencillamente entre sector público y sector privado, y se vincula con el quinto, que establece que, en general, el sector privado es o será más tarde o más temprano capitalista e intrínsecamente desnacionalizable. En este caso, el enfoque ya no es solo poco plausible. Es directamente falso y conviene discutir por qué.
La distinción entre público y privado se pone en duda si, como vimos antes, es difícil saber en qué medida el sector público representa, de por sí, el interés general. Las muy diferentes modalidades de vinculación entre el sector público y diferentes segmentos del sector privado, por otra parte, hacen difícil distinguir entre ambos. (¿Es, por ejemplo, sector privado, una empresa que se encuentra refinanciada endémicamente, desde hace más de cinco años, y que no muestra ninguna perspectiva de dejar de serlo? ¿En qué medida es sector público un sistema educativo que transfiere regularmente recursos hacia un segmento particularmente privilegiado de la sociedad o más claramente hacia el exterior del país?). Pero, más allá de ello, parece bastante claro que, en el sector privado —aquel sector que, en definitiva, defiende prioritariamente intereses particulares, más allá de que arroje eventualmente además beneficios sociales— existen segmentos particularmente importantes que: a) no son capitalistas, b) difícilmente lo serán en el futuro, y c) más difícilmente aún podrán ser desnacionalizados en ningún sentido relevante.
En los países atrasados el sector privado incluye al menos tres segmentos de población que no son capitalistas: el de autoconsumo, el llamado sector informal urbano y el de organizaciones privadas de gestión colectiva. Los dos primeros pueden definirse, típicamente, como sectores atrasados. En ningún modelo disponible sobre el tema puede sostenerse seriamente que desaparecerán en ningún futuro próximo ni que se convertirán en capitalistas. Mucho menos puede pensarse que sean desnacionalizados. El tercero es, normalmente, un sector dinámico, que no es capitalista en ningún sentido típico —esto es, que: a) o no incluye contratación de mano de obra en el mercado, o b) no incluye vinculación excluyente entre propiedad de medios de producción y poder de decisión, o c) no incluye ninguna de las dos—, y que no es razonable pensar que sea desnacionalizado. A diferencia del sector público, que al menos en teoría tiende a basarse en imperfecciones o fracaso del mercado, el sector de organizaciones de gestión privada colectiva (ogpc) tiende a basarse, además, en imperfecciones o fracaso de la gestión de las burocracias públicas.
En el caso uruguayo, el sector de las ogpc incluye cosas diferentes como la producción de azúcar, la producción de lácteos, la producción de arroz, la producción hortícola, la comercialización de lanas, la producción pesquera, la actividad forestal, la producción artesanal, la actividad cinematográfica, el transporte de pasajeros, el transporte de mercaderías, los servicios de consultoría, las actividades de investigación social, el teatro, la música, el periodismo, la atención médica, la enseñanza, la prestación de servicios de recreación, la producción de viviendas, el crédito, el consumo, la seguridad social y la organización del comercio exterior. Ese sector —a diferencia del público— se ha desarrollado hasta hoy sin ideología alguna que lo legitime y sin programa que lo estimule. Pero probablemente ha sido mucho más dinámico que el sector público y —aun— que buena parte del sector privado más típicamente capitalista.
La discusión sobre Estado, sector público, sector privado y sociedad debiera, entonces, recorrer carriles nuevos. Nadie puede pensar seriamente que el Uruguay pueda desarrollarse sin encarar una reforma muy fuerte de su sector público y de las relaciones entre Estado y sociedad. En el Uruguay de hoy es prácticamente seguro que, si esa reforma se planea seriamente, en la mayor parte de los casos habrá pasaje de actividades que hoy se dan en el sector público hacia el sector privado. Ese pasaje permitirá concentrar los recursos del Estado aumentando su integración vertical y consolidándose en el mejoramiento de aquellas actividades donde debe fortalecerse necesariamente, evitando malgastarlos en actividades donde no presta ningún servicio importante. Sería ingenuo sostener que esa reforma implica postergar el interés general o contribuir al fortalecimiento de intereses privados antagónicos al interés del país y eventualmente transnacionales. Por el contrario: las ogpc pueden fortalecer sus actividades en los seguros, en la seguridad social, en la investigación científica, en la enseñanza, en el comercio urbano, en la producción de viviendas, en la prestación de servicios de salud, en la forestación, en la actividad financiera, en la actividad cultural, en la prestación de servicios turísticos, en la radio, en la televisión, en el desarrollo de fuentes de energía alternativa y... hasta en la recolección de la basura municipal. Si todo esto es así, sería extremadamente ingenuo pensar que esto debilita el patrimonio nacional. Además, no sería seriamente creíble.
1.
Publicado en Cuadernos de Marcha, 3.ª época, año II, n.º 13, noviembre de 1986, Montevideo, pp. 37-41.