Como este será mi primer (y probablemente último) libro sobre estos temas, y como habla de política, lo dedico inicialmente a mis padres, a mi esposa, a mis hijos —a sus probables, esperables y deseables hijos— a Elenita Beltrán, a la sombra que convive con Washington y Enrique,2 a civis3 y muy por sobre todo a aquellos estudiantes de Sociología que eligieron o aceptaron ser mis alumnos. En otro orden de cosas, al general Líber Seregni, al general Víctor Licandro, a la memoria del coronel Carlos Zufriategui y a sus compañeros de prisión, a cuya inmensa capacidad de perdón y responsabilidad cívica debemos prioritariamente la democracia en que hoy vivimos.
El libro que el lector tiene en sus manos es una recopilación de estudios sobre sociedad y política en el Uruguay que fueron elaborados a lo largo de casi quince años de trabajo más o menos sistemático entre los años 1976 y 1990. De alguna forma, el que escribió estos trabajos era yo —en esos años—. Aunque ya no soy el mismo (nosotros, los mismos, ya no somos los de entonces)4, y quizá niego y aun rechazo parte de mis propios dichos, algunos amigos creen que vale la pena volver a publicarlos y reunirlos en un libro, porque suponen que son de interés.
No me toca a mi juzgar si lo son. Sí debo aclarar que la preocupación central de (casi) todos ellos refería a la democracia en el Uruguay y suponía interrogarse —en diálogos y polémicas cuyos referentes no siempre eran explícitos— sobre las razones de su siempre posible fracaso, las posibilidades de su continua recreación y los caminos de su consolidación efectiva. Consiguientemente, la mirada vigente en cada uno de ellos bien puede caracterizarse de sustantiva, en la medida en que se preocupaba mucho más por entender el país del que somos parte y artífices que por aportar algo específico en el terreno teórico —la sociología política— o en el estrictamente metodológico. y el referente con el cual implícitamente dialogaba o polemizaba —que incluía el propio pasado del autor— eran todas las corrientes que, de una forma u otra, pecaban por ignorar la especificidad de los sistemas políticos —el economicismo, especialmente vigente en algunos sectores académicos de izquierda— y, correlativamente, suponían que el fracaso democrático era el simple resultado de un proyecto político autoritario o por ignorar los muy graves problemas derivados de nuestro sistema electoral y de partidos y de sus efectos perversos sobre las políticas públicas.
En esos quince años —conviene subrayarlo— cambiaron las ciencias sociales, cambió el país y —advertirlo— cambió el autor.
¡Bien que cambiaron las ciencias sociales! En 1980, la tradición uruguaya en materia de ciencia política y de sociología política era esencialmente débil. Más allá de la obra final de Carlos Real de Azúa, los demás eran apenas inicios, sin tradición teórica, sin información empírica y sin comunidad académica que —aunque fuera a través de sus discrepancias— implicara una referencia colectiva para cada uno. Las ciencias sociales académicas —sobre todo la ciencia política— habían comenzado a alejarse del marxismo y de la teoría de la dependencia, pero todavía pagaban tributo a los aspectos más débiles del autodenominado análisis histórico-estructural: mostraban (¡mostrábamos!) una trivial capacidad para explicar ex-post facto que lo que había pasado tenía su lógica y debía ocurrir necesariamente, pero una admirable incapacidad para observar los cambios en curso, y sobre todo, predecir qué pasaría. (Hegel hubiera disfrutado mostrando que, casi doscientos años después, las ciencias sociales de raíces más o menos marxistas habían sustituido a la filosofía en el rol de búho de Minerva).
Más de diez años después, en cambio, el país dispone de una serie de microtradiciones teóricas, de una cada vez más fuerte base empírica y de una comunidad académica que se reconoce mutuamente, y aun cuando faltan muchos años de trabajo teórico como para poder hablar de una madurez científica, caben pocas dudas de que la ciencia política uruguaya tiene hoy un pensamiento autónomo y una capacidad de diálogo reconocido y reconocible a nivel internacional. Ya no es necesario, felizmente, poner en cuestión ideas como determinación en última instancia, bloque de poder, dependencia estructural y proyecto necesario, que a principios de los ochenta —creyendo que lo aclaraban— en realidad trababan el desarrollo del pensamiento.
Y el país cambió, mucho más y mucho menos que las ciencias sociales. Mucho más, porque como cambio cualitativo habría de retomar su forma de vida democrática. A mediados de la década bien podía pensarse que —como el propio autor, citando a Brecht, decía a principios del 86 «aún no estaba muerto el monstruo» y habría que dedicar buen tiempo todavía a entender y a hacer entender que— la democracia había caído por razones estrictamente valorativas y políticas, y que era muy difícil pensar en su consolidación a largo plazo sin avanzar en cambios propiamente políticos.
Pero durante la administración Sanguinetti se iniciaron procesos de cambio y progreso, moderados pero innegables —mucho más moderados de lo que creyó la administración pero mucho más efectivos que lo que reconoció su oposición de izquierda—, donde se puede observar que, al menos en parte, las élites políticas tradicionales en más de un sentido han aprendido la lección: son minoritarios los sectores que postulan sistemas de legitimidad retributiva; aunque débiles, son crecientes los procesos de democratización de organizaciones e instituciones tradicionalmente poco democráticas —desde los partidos hasta los sindicatos—; aunque inciertos, parecen ser mayores los intentos de darle al Estado efectiva capacidad de implementación de políticas; son más generalizados los valores democráticos en toda la población; es también más generalizado el reconocimiento de que «en el Uruguay somos todos minorías» (la frase es mía); son muchas las demandas de reforma del sistema electoral y de partidos, y no existen grupos significativos desintegrados del proceso político. La preocupación por la democracia —que, como se dijo, estuvo detrás de la mayoría de los trabajos aquí reunidos—, si bien no debe ser abandonada nunca, debiera convivir hoy con la preocupación por el funcionamiento del sistema político en el más amplio de los sentidos.
El autor —finalmente—, que antes se encontraba muy particular y activamente preocupado por las cuestiones sustantivas del sistema político uruguayo, habría de pasar a preocuparse de cuestiones bastante más amplias que la sociología política, aunque ciertamente marcadas por su experiencia anterior en tres sentidos diferentes.
Por una parte, en un sentido conceptual: si la sociología política incluye como un componente esencial las relaciones entre gobiernos y ciudadano y entre partido y elector, relaciones equivalentes pueden darse en otros ámbitos muy diferentes de la vida social —medios de comunicación y público, empresa y cliente, empresa y consumidor, programas de desarrollo social y beneficiarios—, y la indagación de esas relaciones, con la óptica centrada en el ciudadano, el elector, el público, el consumidor o el beneficiario es globalmente relevante para las ciencias sociales y para la calidad de vida de una sociedad.
Por otra parte, en un sentido sustantivo: si los estudios de sociología política muestran hasta el cansancio los límites de la participación política y el agotamiento de los esquemas clasistas para entender la dinámica de los sistemas, es interesante estudiar otros mecanismos y procesos sociales que aseguran la participación y el control de los actores de nivel micro en el proceso global.
Finalmente, en el sentido metodológico: si los estudios de sociología política mostraron razonablemente bien la fertilidad del recurso al análisis empírico y cuantitativo, parece razonable explorar hasta el final las posibilidades de ese análisis, dedicando buena dosis de tiempo a fortalecer los sistemas de información, a mejorar el acceso a datos y a elaborar modelos de mayor y mejor capacidad explicativa. La preocupación por los públicos, la gestión micro en la sociedad civil y el desarrollo de los sistemas de información concentran hoy la atención del autor en bastante mayor medida que la temática política.
En «Estado aislado, ¿sociedad inmóvil?» (título que ni yo mismo entiendo hoy día) se retoman algunas hipótesis elaboradas inicialmente a partir de 1977 en «Notas sobre política y sociedad en el Uruguay», informe de avance en el marco de una beca concedida por el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, cuyo informe final jamás entregué. Considero su contenido aún valioso, más allá de que el lenguaje histórico-estructural y dependentista lo hace esencialmente viejo. «Estado aislado…» Mantiene muchas veces ese lenguaje pero ya se beneficia de los formidables avances que sobre la conceptualización del Estado y de los procesos políticos habían comenzado a difundirse en la década de los setenta en Brasil, Argentina y Uruguay, y cuyos ejemplos más cercanos eran los trabajos de O’Donnell y Cavarozzi.
Pero más allá de esos cambios, los trabajos reunidos suponen, de alguna manera, una continuidad en las preocupaciones y en el estilo. En cuanto a las primeras:
a. Las razones del fracaso de la democracia vieja;
b. Las debilidades del sistema de partidos;
c. El reconocimiento del carácter popular de los partidos tradicionales;
d. Los límites estructurales de la izquierda clásica;
e. Las debilidades del sistema electoral;
f. La dificultad de implementación de políticas;
g. La preocupación por las formas de legitimidad;
h. La preocupación por el rol de las élites políticas ( preocupación hoy tan vigente como nunca, que nos ha llevado a pensar que la única posibilidad de reforma de esas élites era contribuir a que pudieran ver su imagen en una opinión pública independiente de ellas).
El relevamiento de esas preocupaciones muestra también otras que estuvieron presentes a nivel subjetivo pero que no adquirieron relevancia temática (mln, sindicatos, pcu, fuerzas armadas, sistemas políticos locales). Ahora solo podrán ser retomadas como estudios históricos.
En cuanto al estilo: preocupación empírica, relevancia del análisis cuantitativo de lo cuantificable, distancia del enfoque de glosa, del expostfactismo, etcétar.
Muchas deudas intelectuales. La principal deuda es con el adversario intelectual (el economicismo y la teoría conspirativa) que uno podría identificar bastante claramente en autores e intelectuales uruguayos. Pero prefiero no hacerlo, porque en realidad, cada uno de los trabajos —como me dijo acertadamente Cecilia— es antes que nada una discusión conmigo mismo. Yo también creí, años atrás, en casi todas las cosas que hoy critico.
Posdata 1: En una nota final de este borrador no concluido, César se recuerda a sí mismo incluir un especial agradecimiento a Jorge Lanzaro, a Ester Mancebo y a Isabela Cosse.
Posdata 2: Junto a este prólogo, al dorso de una hoja en que incluye un posible índice del material para el proyectado libro, en letra manuscrita se lee:
No sé si aún continúa la moda
de elaborar largamente los poemas,
de mantenerlos
entre el ser y el no ser
suspendidos ante el deseo durante años,
de cultivar la duda
el escrúpulo
y los arrepentimientos,
de tal modo que una obra,
siempre reexaminada y refundida,
adquiera poco a poco la importancia secreta
de una empresa de reforma de uno mismo.
Paul Valery
Sobre El cementerio marino5
1.
Borrador (sin concluir) escrito por César Aguiar para un libro que se proyectaba publicar (aproximadamente a mediados de los años noventa), que incluía cinco de los documentos que hoy se publican —«Estado asilado, sociedad inmóvil?», «Elecciones y partidos», «Quiebre institucional y reapertura democrática en el Uruguay», «Centralidad estatal y gestión privada colectiva», «Elecciones uruguayas 1989: ¿un paréntesis en la predictibilidad del sistema político?»— y otros tantos que no forman parte de esta selección, que integra además otros trabajos posteriores.
2.
Alude a su abuelo, el Dr. Washington Beltrán, Senador por el Partido Nacional, que falleció en abril de 1920 en un duelo con José Batlle y Ordóñez, a los 35 años.
3.
Cooperativa Integral de Vivienda y Servicios, que contribuyó a crear y en la que vivió con su familia entre 1973 y 2000
4.
Invierte las palabras de Neruda: «Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos…».
5.
Paul Valery (1967). «Prefacio». En: El cementerio marino. Madrid: Alianza Editorial.