El trabajo que se presenta a continuación aspira a un doble objetivo. El primero y principal, informar y alertar. El segundo, presentar una ilustración específica de una perspectiva más amplia de interpretación de nuestra evolución demográfica y social.
Para cumplir ese objetivo, se procede a través de dos líneas paralelas. En primer lugar, se intenta reunir en forma sistemática y crítica los resultados de un conjunto de investigaciones realizadas en los últimos años respecto a las corrientes emigratorias del Uruguay. En segundo lugar, se intenta ordenar esos resultados en términos de una interpretación determinada respecto a la evolución histórica del país. No se busca, entonces, ser original, sino en la medida en que se combina la interpretación con los resultados.
Si hay mérito específico del autor, radica en la combinación de ambos elementos. La información presentada, como veremos, ha sido generada por diversos investigadores en los últimos años. La interpretación general que fundamenta el trabajo, en cambio, se arraiga en corrientes tradicionales del pensamiento político-social nacional —que en estos términos fue, por lo menos, tan común como el moderno pensamiento sociológico—. En rigor, esas corrientes permanecieron marginales a la evolución política uruguaya. Aun cuando sus voces fueron prestigiosas, no formaron parte de la opinión oficial dominante en prácticamente ningún momento de nuestra historia.
En la medida en que nuestra interpretación carece de la estructuración de una teoría sobre el desarrollo social uruguayo —en el sentido fuerte de la palabra teoría—, el tono asumido es el de un ensayo, aun cuando pretendemos presentar en todos los casos la información necesaria para abonar nuestros dichos.
La información presentada en el trabajo es lo que acostumbra llamarse información demográfica. Nuestra perspectiva no es, sin embargo demográfica. Nos interesa más analizar la forma y viabilidad del modelo uruguayo de desarrollo social, y, si en algún casillero debe insertarse el intento, parece más apropiado pensar que se trata de un enfoque sociológico. En esa medida, nos permitimos ciertas libertades en el manejo de los datos que quizás inquietarían a un demógrafo —normalmente más preocupado por problemas de confiabilidad que por aspectos de validez, y más sensible a la precisión de la medida que a la relevancia sustantiva del enfoque. Al mismo tiempo, en muchos casos —especialmente en el capítulo ii— entramos en áreas que pertenecen más bien a la investigación histórica, y lo hacemos conscientes de nuestra falta de dominio de las técnicas de investigación histórica, en busca de abonar preliminarmente las grandes líneas de interpretación.
En la tradición clásica de las ciencias sociales, el campo de la población es fundamentalmente un área de efectos —un bloque de variables dependientes—. En una perspectiva integrada de análisis de los fenómenos demográficos, la evolución de las variables tradicionales de análisis de la población —fecundidad, mortalidad, migraciones, composición y distribución de la población— debe considerarse en general dependiente de la evolución del mercado de empleo y la distribución de ingreso del marco económico más general y —en sociedades dependientes— de la modalidad de inserción de la sociedad en estudio en el sistema más general del cual depende.
Pero, área de efectos, el campo de la población puede leerse también como un área de síntomas, un campo donde pueden registrarse señales de problemáticas más amplias y —desde el ángulo de nuestros intereses particulares— de mayor interés teórico.
Este es el caso, justamente, de nuestra aproximación a la problemática demográfica uruguaya. Pensamos que en el análisis de algunos datos demográficos particulares —los flujos migratorios, la evolución de la población total, la evolución de la fecundidad, la distribución espacial de la población y la composición de la población por edades— se registran señales pertinentes de fenómenos sociales que, en última instancia, hacen a la viabilidad misma de la sociedad nacional, sus probabilidades de supervivencia futura y las raíces de su problemática presente. Por esa razón, aun cuando nuestro análisis se centre en factores relativos a la dinámica demográfica —específicamente, en este estudio, la dinámica migratoria—, el eje de nuestro interés va más allá de ellos buscando plantear una problemática más general.
Este libro recoge en forma algo más ordenada y amplia un estudio anterior auspiciado por el Centro Latinoamericano de Economía Humana (Aguiar, 1978) y un intento preliminar de formulación de un modelo matemático que integra factores económicos, laborales y políticos con la determinación de la evolución demográfica (Aguiar, Astori, Gascue, 1979; Astori, Gascue y cols., 1981). Todos estos estudios se centran en el marco de una preocupación central que puede formularse así: la matriz de la estructura social consolidada a fines de siglo xix impone al país una «necesidad» permanente de reducción relativa de su volumen poblacional. Esta necesidad de «achicar población» parecería una característica insólita si se analiza la situación demográfica uruguaya en función de cualesquiera de los indicadores que usualmente se utilizan para caracterizar la presión demográfica, tasa de crecimiento demográfico, densidad de población, relación entre la tasa de crecimiento demográfico y la tasa de crecimiento de la economía, concentración de población en predios minifundistas, etcétera. Pero aun así, todo induce a suponer que existe, que comienza en el medio rural, pero se impone rápidamente a toda la estructura social y se manifiesta en una incapacidad de absorber inmigrantes, en una predisposición estable para expulsar población fuera del país, en el temprano sacrificio de las vidas posibles, a través de una inmensa reducción de la fecundidad y —contemporáneamente— en la dificultad de aumentar la esperanza de vida. En este caso, nos centramos en la temática migratoria, pero la misma interpretación fundamental está en la base de otras aproximaciones que hemos intentado en diversos aspectos de la estructura social y política del país (Aguiar, 1980a, 1980b, 1981), y que esperan su síntesis y estructuración más general. Como puede entenderse, si esa caracterización es cierta, en un mundo y un continente caracterizados por el crecimiento demográfico acelerado, esa problemática hace relación directa al propio destino del país.
En la década de los veinte esas hipótesis —como veremos— fueron esbozadas preliminarmente y con temor por Julio Martínez Lamas y Luis A. Caviglia. Posteriormente, la conciencia social del país las olvidó. En la década de los setenta, las corrientes emigratorias recientes generaron en diversos investigadores una preocupación por retomar esa tradición de pensamiento, y así pudieron conocerse estudios pioneros orientados empíricamente y hacia problemas específicos como los de Petruccelli (1974 y siguientes), Petruccelli y De Sierra (1979), Petruccelli y Fortuna (1976, 1978), De Sierra (1975, 1977), Klaczko (1980, 1981), Rial y Klaczko (1981), Rial (1981), etcétera, que ponen las bases de un replanteo cabal de la historia de la evolución demográfica del país. Como en la década del veinte, estos estudios se desarrollaron todos en el marco del sector privado —permítasenos el uso de la expresión—, en la medida en que, como veremos en el capítulo I, la problemática demográfica siempre fue postergada por el sector público a lo largo del siglo y relativizada por los distintos oficialismos.
Conviene subrayar, finalmente, que nuestro trabajo no se dirige prioritariamente al campo académico. Por el contrario, intentamos recoger resultados de varios años de estudios realizados por diversas personas en el campo académico privado, organizarlos en un enfoque tributario del pensamiento social nacional y ponerlos a disposición de la amplia gama de personas que, en el país, estructuran su autoconciencia y buscan, de diversa manera, construir un esquema alternativo de desarrollo social, que le asegure su efectiva subsistencia y felicidad como nación. Los lectores deberán perdonar la extensión bibliográfica y —sobre todo— la cantidad de cifras, cuadros y gráficas que dan al libro una apariencia de tecnicismo que no quiere tener: lamentablemente, no tenemos otra alternativa para sostener la plausibilidad de nuestras afirmaciones.
Nuestra tarea no hubiera sido posible sin el impulso inicial del Centro Latinoamericano de Economía Humana (claeh) y sin el marco de interacción que implica el Centro Interdisciplinario de Estudios de Desarrollo del Uruguay (ciedur). Más específicamente, muchas ideas y buena parte de la información presentada son tributarias de intercambios periódicos, más o menos formales, mantenidos a lo largo de muchos años con José Luis Petruccelli —pionero, con Gerónimo De Sierra, en los estudios sobre el tema— y con Juan Carlos Fortuna, que, desde el marco del Centro de Información y Estudios del Uruguay (ciesu), realizaron los principales aportes en la investigación de la emigración reciente.
Todas esas ideas, sin embargo, nunca hubieran alcanzado a tomar forma de libro sin la insistencia, el estímulo —y la paciencia— de Benjamín Nahum.
La historia del siglo xx muestra con claridad el sistemático ensañamiento con que la realidad se levantaba contra nuestro optimismo demográfico. En las tres —muy escasas— ocasiones en que el país levantó un censo de población (1908, 1963 y 1975), en forma sistemática los datos relevados mostraron que tenía menos población que la que hacían pensar las estimaciones demográficas elaboradas por los organismos oficiales.
Así, en 1907, las estimaciones de población arrojaban 1.140.799 habitantes, pero el censo de población relevó en primera vuelta 1.094.688, de los cuales, una vez depurada y evaluada la información solo quedaron 1.042.700, un 8,6 % menos. En 1959 las estimaciones oficiales aseguraban una población de 2.800.000, pero el Censo de 1963 solo encontró 2.595.500, 7,3 % menos. En 1973, la Dirección General de Estadística y Censos estimaba 1.469.500 montevideanos pero el Censo de 1975 solo alcanzó a registrar 1.238.200, 15,7 % menos. Las proyecciones realizadas a mediados de la década de los sesenta por la Comisión de Investigaciones y Desarrollo Económico (cide) —finalmente— permitían prever para 1975 un total de 3.064.000 habitantes, pero el recuento censal alcanzó apenas a 2.781.800, 9,3 % menos. Las prácticas habituales de los demógrafos de talante actuarial pueden ajustar las cifras por omisión censal, o llevarlas al 30 de junio o al 31 de diciembre de cada año para afinar las comparaciones, pero en rigor el hecho queda: el país siempre sobreestimó su población, y cada censo fue, a su manera, un llamado de alerta.
Frente a estos hechos, el país siempre reaccionó de mal talante; pretendió negar la realidad de las propias cifras o se afirmó en un optimismo sin base alguna, con obvios propósitos de aquietar la opinión pública. Las reacciones frente a los resultados del censo de 1908 dan la pauta de lo que serían las registradas en 1963 o —en el marco de otra retórica del poder— en 1975. Así, anota Klaczko (1981, p. 3) que a los pocos días del censo, en 1908, el diario El Día criticaba la labor de la Comisión Nacional del Censo por imprimir tan solo 1.300.000 fichas de empadronamiento; al día siguiente se anunciaba la impresión de 1.000.000 de formularios adicionales que dormirían en los estantes de la oficina de estadística. Pero eso no obstó al optimismo empecinado: Ramón López Lomba, nombrado director general de Estadística presentaba el Anuario Estadístico correspondiente a 1909-1910 (que incluía datos de 1911 y se publicaba en 1912...) diciendo que la estimación de 1.177.560 habitantes al 31 de diciembre de 1911, «basada en la cifra arrojada por el censo de 1908» era «la cantidad que, como dato oficial, debe figurar en las publicaciones», pero que, en realidad, «por un conjunto de elementos de comprobación, sobre consumos y otras manifestaciones, tal vez no esté distante de 1.300.000 almas la población del país». En rigor, la hipótesis solo era sostenible en el caso de que hubiera algunas personas con más de un alma. Mucho más lúcida, la Comisión encargada de levantar el censo de 1908, integrada por tres estudiosos como Carlos María de Pena, Martín C. Martínez y Joaquín de Salterain explicaba al gobierno, según cita Klaczko (1980, p. 3):
Nuestro aumento es modesto [...] pero [...] no es despreciable, si se le compara con los países que crecen, como principalmente crece el nuestro por aumento vegetativo, y no puede sorprender, tratándose de un país entregado casi exclusivamente a la industria ganadera, cuyas condiciones naturales no permiten contarla entre las industrias intensamente pobladoras y de un pueblo que ha soportado con frecuencia el azote de la guerra civil.
Sesenta y tres años después, en 1975, la lucidez sería considerablemente menor, y el optimismo —interesado— mucho más visible: «los uruguayos vuelven desde la Argentina» (El País, 5.8.1975); «emigración en nivel aceptable» (Federico Soneira, Ministro de Vivienda y Promoción Social, en El País, 6.6.1975); «asistiremos al retorno de gran número de compatriotas» —Alejandro Vegh Villegas, en una mesa redonda sobre inversión privada extranjera en América Latina (El Día, 18.11.1975) (Aguirre, 1976). Con razón había dicho años atrás Luis Caviglia: «Lo que parece repugnar más a nuestros hombres de gobierno es el levantamiento de un censo de población» (Caviglia, 1952, ii, p. 138).
Desde el punto de vista estrictamente técnico, los estudios desarrollados en los últimos años muestran con claridad que los errores más importantes en las estimaciones demográficas se originaron en las estadísticas migratorias. Las cifras de natalidad y mortalidad fueron razonablemente buenas, pero —como veremos— el país siempre sobreestimó la inmigración y negó la emigración. Errores todos fácilmente corregibles en un país que levantara con relativa frecuencia censos de población, pero que en el caso uruguayo se acumularon sistemáticamente por la empecinada negativa a recoger esos censos entre 1908 y 1963. Sin perjuicio de su elevado nivel educativo medio y de la temprana modernización de su aparato estatal, el Uruguay se caracterizó en el siglo xx por ser el país latinoamericano con menos información censal (Rial, 1980b).
De todas formas, aun cuando se alimentaron en los déficits de las estadísticas migratorias, esos errores de estimación poblacional se afirmaron en general en el tono de optimismo fácil que caracterizó a la conciencia social del país —y especialmente a sus esferas oficiales— a lo largo del siglo. Aun cuando, visto el tema retrospectivamente, sorprenden las abundantes alertas que voces muy prestigiosas levantaron sobre el tema desde fines del siglo pasado, lo cierto es que esas alertas fueron sistemáticamente ignoradas y los errores se acumularon —hasta la fecha—, sin merecer seria consideración oficial.
El objetivo de este capítulo es poner en entredicho la interpretación tradicional sobre el papel de la inmigración y plantear la hipótesis de que el Uruguay, a lo largo del siglo, en forma regular despidió inmigrantes y expulsó nativos; en síntesis, atacar dos de los principales pilares que pautaron el optimismo demográfico prevalente en el país a lo largo del siglo xx. En el punto 2 resumiremos brevemente las principales características de la información demográfica que están en la base de los errores de interpretación sobre el aporte migratorio y marcaremos los principales hitos registrados en su revisión. En el punto 3 presentaremos algunos hechos e hipótesis referentes a las génesis y continuidad de las corrientes emigratorias hasta 1960 aproximadamente. En el punto 4 resumiremos nuestras ideas sobre la significación del aporte inmigratorio. Finalmente, en el punto 5, presentaremos un resumen general del impacto de las corrientes migratorias en el crecimiento demográfico del país. Nuestro análisis se cierra en torno a 1960 cuando se abre una etapa marcadamente diversa de nuestra evolución poblacional.
Un análisis preliminar de la compilación de las estadísticas demográficas sugiere que se trata de un problema sencillo. Una vez registrado un recuento de la población total y estimada la cobertura de este, se dispone el número total de habitantes de un país en una fecha dada. La evolución posterior de ese número estará determinada por cuatro factores: nacimientos, defunciones, entradas de inmigrantes y salidas de emigrantes.
La realidad indica que la recopilación de esas estadísticas es algo más compleja de lo que la formulación anterior sugiere, aunque en rigor no es algo muy difícil: en torno a 1950, los países con niveles de educación y urbanización similares al Uruguay realizaban regularmente censos decenales y generaban estadísticas de población razonablemente confiables. En Uruguay, desde 1908, la Dirección General de Estadística estimaba, año a año, la población al 31 de diciembre, sumando nacimientos —esto es, nacimientos registrados—, restando defunciones —esto es, defunciones registradas—, sumando inmigraciones —esto es, registros de viajeros entrados al país— y restando emigrantes —esto es, finalmente, registros de viajeros salidos del país.
Hasta 1957, fecha en que se releva un Registro Nacional de Vecindad —algo parecido a un censo, pero con menor confiabilidad por razones técnicas—, el país no cuenta con un cotejo entre las cifras de la Dirección de Estadística y la realidad.
En 1957, la sorpresa es generalizada. Aun cuando el Registro Nacional de Vecindad subestima severamente nuestra población, la distancia con las estimaciones oficiales es inmensa: la estimación oficial adjudicaba al país 2.730.000 habitantes, pero el Registro Nacional de Vecindad empadronó solo 2.160.000, 20,9 % menos. Se abre, así, un período de intensa reconsideración de la información demográfica básica, y se programa la realización de un censo de población —que se levantará en 1963.
La tarea de revisión de la información demográfica es, a la vez, una tarea compleja y crucial. Compleja, en la medida en que se debió recomponer o estimar series de natalidad, mortalidad, inmigración y emigración para el período 1908-1963, o proceder a una evaluación crítica de los datos del Registro Nacional de Vecindad para realizar estimaciones de volumen y composición de la población antes de obtenidos los datos del Censo. Crucial, porque de ella dependieron todas las estimaciones demográficas en las que se basaron los intentos de planificación realizados en la década en el marco de la Comisión de Inversiones y Desarrollo Económico (cide) y todos los estudios que se realizaron en el ámbito académico sobre la evolución económica y social del país en el siglo xx.
El trabajo de revisión se facilitó singularmente por la formación de los primeros demógrafos uruguayos y por la disponibilidad de asistencia externa provista a través de las Naciones Unidas por el Centro Latinoamericano de Demografía.
Así, en pocos años, se dispone de varios estudios preliminares de reconsideración de nuestra evolución demográfica (Cataldi, 1957, 1961, s./f.; García Selgas y Gaudiano, 1958). Sin duda, los más importantes son dos: los estudios desarrollados por Alberto Cataldi en el marco de la cide (1963, 1965), y la investigación realizada en el Instituto de Economía de la Facultad de Ciencias Económicas por Pereira y Trajtenberg (1966), que discute algunas estimaciones del primero y amplía su análisis orientándose a analizar el conjunto de la evolución demográfica.
Ambos estudios implican una reconsideración de las series de natalidad, mortalidad y emigración. Las series de natalidad son especialmente analizadas en los estudios de la cide. Las series de mortalidad son consideradas en ambos estudios. Las estadísticas migratorias son objeto de consideración especial y detallada en el estudio de Pereira y Trajtenberg (1966); dado que estas concentran el centro del problema, conviene detenernos en el tema. De acuerdo a los autores, en el periodo 1908-1960 es posible distinguir dos fases. En la primera de ellas, antes de 1945, las estadísticas de emigración se publican en los Anuarios Estadísticos de la Dirección General de Estadística y están confundidas con las estadísticas correspondientes al movimiento general de viajeros. En función de ellas, puede estimarse un saldo migratorio equivalente a la diferencia entre pasajeros entrados y pasajeros salidos, pero —aun suponiendo que la cobertura de las estadísticas fuera perfecta— los primeros no pueden identificarse sin más con los inmigrantes ni los segundos con los emigrantes porque en las estadísticas de viajeros se incluyen también todos aquellos que entran y salen del país temporariamente. Más allá de ello, en cualquier caso, las estadísticas son muy poco confiables, especialmente las referidas a los movimientos registrados por vía fluvial o por vía terrestre.
Para muestra basten dos botones: entre 1895 y 1904 los anuarios consignan un saldo negativo con la Argentina de 288 uruguayos, cuando, según los censos argentinos, la cifra de uruguayos residentes se incrementó en 17.319 personas para la ciudad de Buenos Aires en el mismo período (Petruccelli y Fortuna, 1976, ii, 17); y años más tarde, entre 1912 y 1944, las estadísticas registran un saldo positivo de 90.000 personas de nacionalidad uruguaya (Pereira y Trajtenberg, 1966). Se podrían añadir otras muchas muestras, aunque estas bastan para nuestros propósitos.
La segunda fase se abre en 1948, cuando comienza a llevarse en la Dirección General de Migraciones un registro de inmigrantes, en el que deben inscribirse todos aquellos extranjeros que aspiran a radicarse en el país en forma definitiva, y del que surgen cifras que pueden cotejarse con las correspondientes al movimiento de pasajeros —relevadas también desde 1955 por la misma Dirección—. Nuevamente aquí las cifras sugieren dificultades: no todos los que resultan inmigrantes ingresan al país con el propósito de radicarse —de acuerdo con la cide (1963, p. 28), en 1956 el saldo de pasajeros asciende a 28.000, mientras solo hay 6575 personas registradas como inmigrantes definitivos en la Dirección General de Migración—, y, sobre todo, no todos los que se inscriben quedan definitivamente en el país —muchos retornan a su país de origen, mientras otros continúan su periplo migratorio—. En cualquier caso, además, desde 1955 en adelante, las cifras de pasajeros entrados no es estrictamente comparable con la de pasajeros salidos (Pereira y Trajtenberg, 1966, pp. 20-22).
Los estudios de Cataldi en la cide centran sus análisis en el impacto generado por los déficits anteriores en la estimación de población. De acuerdo con sus cifras, en 1908 fueron censados 181.222 extranjeros; entre 1908 y 1957 se registraron 170.101 defunciones de extranjeros y el saldo migratorio del mismo período —medido a través del movimiento de pasajeros, como entrados menos salidos— alcanzó a 473.703 personas. Un simple cómputo indicaría que en el Registro Nacional de Vecindad debieran relevarse 484.824 extranjeros; pues bien, solo se registran 181.600. La conclusión es sencilla: «[...] la estimación oficial para 1957 está abultada en un número aproximado de 300.000 personas» (cide, p. 29).
Como subrayan Pereira y Trajtenberg: «El desconocimiento de los verdaderos desplazamientos de población de y hacia nuestras fronteras ha sido —más que las series de natalidad y mortalidad— el principal obstáculo para un conocimiento de la población residente en el país» (1966, p. 74).
El fenómeno de la emigración de pobladores del Uruguay —uruguayos nativos, inmigrantes que retornaban a su país de origen o que continuaban su periplo migratorio luego de fracasar en su intento de radicación— fue registrado y denunciado desde mucho tiempo atrás.
3.1. Vinculada a la temática de las guerras civiles y a la inexistencia de estabilidad ocupacional, la problemática había estado latente ya desde los comienzos del proceso de industrialización del Uruguay. Mourat (1968, p. 6) cita a Lucio Rodríguez, comentando el año 1874 desde las páginas de El Siglo: «[...] en los meses de junio, julio y agosto, con motivo de paralizarse los trabajos, en los ferrocarriles y otras industrias vienen a la ciudad multitudes de peones desocupados. Ellos consumen sus ahorros en su manutención, o emigran del país, aprovechando el viaje gratis para Brasil, Chile y Perú». y es razonable creer que, en ese período, el alambramiento de los campos se constituye en factor que tiende a generar por primera vez un flujo emigratorio de volumen significativo por razones propiamente productivas. Hasta ahora, se ha analizado sus efectos fundamentalmente en términos de la generación de desocupación rural (Jacob, 1970; Barrán y Nahum, 1967), y se ha conectado el tema con el surgimiento de la legislación proteccionista. En algunos estudios se ha vinculado específicamente la rentabilidad de la inversión en alambrados con el costo relativo de la alimentación de la población «excedente» agregada a la explotación (Galain, Riet, Vernazza y Weinberger, 1972; Petruccelli, 1975b). En todo caso, parece claro que el proceso implica una inmensa liberación de mano de obra y la generación de un significativo volumen de excedente de población que debía «ser absorbido» en el marco de la sociedad. Quinteros Delgado (1926, p. 87) cita los comentarios de Adolfo Vaillant en 1878 al referirse a la legislación proteccionista de 1875: «Toda esa producción ayudó a los pobres a ganarse la vida, y a los pequeños propietarios a mejorar su campo; y tuvo por resultado principal el economizar las fuertes sumas necesarias antes para pagar esas harinas, esos cueros curtidos, esas hechuras de artículos confeccionados. Esa economía, realizada en beneficio del país puede calcularse en algunos millones de pesos que en lugar de salir del país o de cargarse a su pasivo, han quedado en manos del productor y del trabajador, para convertirse en elemento de vida y de trabajo y para conservar en el país los brazos que por falta de ocupación habían tenido que seguir emigrando». En todo caso, es razonable pensar que muchos continuaron efectivamente emigrando: entre 1869 y 1895 la población uruguaya residente en Argentina creció a una tasa media anual de 4,9 %.
Y desde ese entonces en adelante, todo indica que el proceso emigratorio fue una característica continua. Barran y Nahum en prácticamente todos los volúmenes de su Historia rural abundan en información que registra la existencia de corrientes migratorias que afectan en forma prácticamente continua a todas las regiones del país. Así, por ejemplo, Maldonado, donde en 1888 advierte el Sr. Armando Rodríguez en la Cámara de Diputados: «Yo he presenciado en una sola sección del departamento [...] de tres mil almas próximamente (sic) que en el espacio de un año han emigrado más de dos mil personas a la Argentina por falta de recursos y trabajo» (1971, p. 349). En 1902, en Paysandú las autoridades de la Sociedad Unión Agrícola de Colonia Porvenir comunicaban al ministro de Fomento que «[…] existen en este departamento numerosas familias y personas agricultoras que se hallan sin trabajo y sin tierras de laboreo, expuestas a tener que abandonar el territorio nacional» (1973, p. 284) y todavía en 1911 El Siglo denunciaba la emigración de peones de Paysandú para trabajar en la cosecha argentina (1977, p. 375). y en el montante de ambos siglos, idénticos registros pueden anotarse en el noreste en 1898 el pueblo brasileño situado frente a Río Branco «tenía un núcleo de población oriental en su mayor parte hijos de este departamento, en número no menor de 1800» (1972, p. 41), y en 1902 el éxodo seguía en aumento. «Se apena el alma al comparar el pasado de esta villa (Río Branco) con su presente. El comercio languideciendo, la población mermando... Id a la vecina ciudad brasileña, consultad su censo y os admiraréis de que en poco más de 12.000 habitantes en el municipio figuren 2000 y tantos uruguayos; seguid a Bagé, a Río Grande y sobre todo a Pelotas y encontraréis un fuerte número de conciudadanos […]. Si así seguimos llegará un día no lejano en que la mayoría de los habitantes (de Río Branco) se vean obligados a emigrar para salvar sus vidas y mejorar su situación» (1972, p. 41).
La emigración fue importante en Colonia, donde el flujo parece no cesar desde fines del siglo pasado. Barrán y Nahum muestran muchas denuncias del tema: en 1899, una petición de ciudadanos de Colonia al poder central hace constar: «Cuatro mil hijos nativos de Colonia se han trasladado a la República Argentina» (1979, p. 40); en 1900, el diario El Deber de Colonia desarrolla una campaña «contra los agentes que pasan de la Argentina a aquel departamento para inducir a los colonos agricultores a abandonar el país con brillantes promesas que al poco tiempo se ven defraudadas» (1973, p. 283); en 1901, El Siglo transcribía noticias de nuevas emigraciones: «De todo el litoral uruguayo y muy especialmente [...] de la Colonia, sigue recibiendo la Argentina un buen contingente de colonos que pasan con sus herramientas [...] y hasta con sus animales en busca de mejor fortuna» (1973, p. 283); en 1904 continuaba: «Sabemos desde hace mucho tiempo que los cónsules argentinos en Colonia y Conchillas hacían activos trabajos para arrancar de nuestro suelo esos elementos útiles y llevarlos al país vecino, a cuyo fin tienen establecidas oficinas en forma» (1973, p. 283); y en la misma fecha anotaba el periódico La Colonia: «No menos de 60 (agricultores) han traspuesto el río en estos últimos meses rumbo a las colonias argentinas» (1973, p 284); en 1906 hace constar el pastor Dr. Ugón, en Colonia Valdense: «En tal situación no extrañará a Ud. que nos decidiésemos hace unos meses a emigrar de estos parajes que en otro tiempo embellecimos con nuestro trabajo» (1979, p. 41), y, en 1910, anota La Colonia: «[...] en pocos años nuestro departamento ha perdido varios centenares de familias que han ido a incorporarse a las legiones de trabajadores que enriquecen la República Argentina» (1979, p. 40).
Caviglia (1952) presenta abundante información sobre procesos migratorios registrados en Colonia, a partir de los estudios de diversos historiadores de la colonización suiza —y más específicamente valdense— en el Plata. Así, por ejemplo, consigna que: «En el libro del Prof. Tourn I Valdesi in America, se describe el nacimiento de la próspera Colonia “Iris”, en la pampa central, fundada en 1900 con familias procedentes del Uruguay que alcanzaban a 37 en 1903. Agrega además el autor citado que en 1906 había ya más de 100 familias uruguayas, y que no pasaba semana sin que alguna otra se trasladara desde nuestro país a fin de incorporarse a la colonia» (1952, I, p. 21). y transcribe luego referencias de estudios de Benjamín Ponds y de Levy Tron en los que se consignan reflexiones dramáticas: «Aquellos que a mediados de febrero de 1901 se embarcaron en el puerto de Rosario (R.O.) en una frágil ballenera, y se pueden acaso parangonar con nuestros valientes padres que, en el año 1858, se embarcaron en Génova para llegar al Uruguay sin más anhelo que buscar su bienestar y el de sus hijos» —dice el pastor Ponds—, y se pregunta: «Los que en ambas orillas del Plata han visto desfilar esa comitiva de padres de familia, de ancianos, de jóvenes, de niños y de tiernas criaturas, deben haber reflexionado, tanto más que no es este un caso aislado. ¿Será verdad que los agricultores, que son los habitantes mas útiles y capaces de librar la felicidad y riqueza da una nación, ya emigran del Uruguay, país nuevo, fértil y aún despoblado, exactamente como emigran de Italia? y el país contempla el éxodo continuo de sus hijos que van a pedir trabajo y pan a otro pueblo! Yo, que me interesaba por los individuos antes que por el Estado, pensaba con sentimiento en quienes después de mucho arar su tierra de nacimiento tienen que abandonar su patria, sus conocidos, sus ranchos, sus escuelas, sus templos, y condenarse a un destierro definitivo, con el único fin de proveer a las necesidades de esta corta y pobre existencia. [...] Declaran que en la República Oriental ya no existen para ellos esperanzas de llegar jamás a propietarios, y que seguir arrendando tierras ajenas a los precios que hoy se piden, equivaldría a optar por un estado definitivo de pobreza [...]» (Caviglia, 1950, II, pp. 142-143).
Lamentablemente, nuestras estadísticas migratorias nunca recogían adecuadamente el fenómeno: el tráfico fluvial y terrestre, muchas veces clandestino y normalmente no controlado, daba cuenta de la mayor proporción del flujo. Como anotaba con fuerza el mismo Caviglia: «Nuestros libros de entradas y salidas de pasajeros son imperfectos. No tienen en cuenta las eliminaciones por las fronteras terrestre y litoral. Además es público y notorio que hay una fuerte emigración clandestina o de contrabando, que toma asiento primeramente en nuestro país y aparece engrosando las cifras de entrada y no las de descargo, de modo que año por año aumenta aparentemente la población de la República. Se habla de organizaciones para contrabandear inmigrantes a la República Argentina, habiendo dado lugar este tráfico a luctuosos incidentes, como el naufragio de un grupo de rusos al atravesar el río Uruguay, hecho que todo el mundo debe recordar. Pero la mayor cantidad de emigrados no la constituyen los clandestinos sino los no controlados» (1950, ii, p. 140).
En cualquier caso, con seguridad, hay aquí una temática fértil para los investigadores de la historia uruguaya: registrar el proceso de emigración que desde muy temprano afectó a la población del país. Si los registros que hemos transcripto han sido recogidos sin dificultad, a partir de preocupaciones genéricas sobre el tema, sin duda un programa de investigación dedicado específicamente a este problema encontraría muchísimas más pruebas. Razonablemente, esas pruebas debieran localizarse en la población rural, en las ciudades del interior urbano y en las diversas colonias de inmigrantes que desde 1860 intentaron su radicación en este suelo.
El análisis de las colonias es particularmente importante, porque toda la teoría social disponible sugeriría que la probabilidad de migración de un suizo o un ruso fuertemente integrado en un marco comunal debiera ser mucho menor que la de un italiano o un español que vino sin compañía a «hacer la América». En estas condiciones, si emigraron los colonizadores, en mucha mayor medida debieran hacerlo los simples inmigrantes. Porque claro está, los emigrantes no eran solo uruguayos. Más genéricamente, eran «pobladores del Uruguay», habitantes de un país que crecía aceleradamente en términos económicos y disponía relativamente de un excepcional nivel de vida y que, en base a ello, recibía en su puerto principal, año a año, volúmenes significativos de «viajeros» qué esperaban «hacer la América» en este país. Pero la inmensa mayoría de los viajeros evaluaría negativamente la capacidad que el país tenía de absorberlos productivamente y permitirles movilidad y estabilidad económica y rápidamente continuarían su periplo, nutriendo la corriente migratoria. El país era para pocos; no alcanzaba ni siquiera para los uruguayos nativos —como veremos— y de una forma no necesariamente consciente pero efectiva enfrentaba sistemáticamente el peligro de un excedente demográfico de magnitud.
¿A cuánto ascendió, en volumen, esa temprana corriente emigratoria? Es difícil saberlo con precisión, pero hay muchas estimaciones razonables. En 1895, el Congreso Agrícola Ganadero estimó en 80.000 o 100.000 los orientales asentados en Argentina y Brasil (Barrán y Nahum, 1979). En 1910, Daniel García Acevedo hablaría de 100.000, en su informe sobre el pauperismo rural. En 1912, Herrera hablaría de 100.000. Cerca de 1930, Martínez Lamas diría que son 120.000. En 1932, Frugoni hablaría de 220.000 (Jacob, 1981, p. 16). En cualquier caso, cabe pensar que fue inmensa.
En el cuadro 1 se presenta la información disponible sobre el número de uruguayos residentes en Argentina y sobre la población total del Uruguay en años en los que se dispone de cifras firmes. Como puede observarse, de acuerdo con esas cifras, entre 1869 y 1914 la población uruguaya residente en Argentina crecía a una tasa media anual de 4,0 %, mientras la población residente en Uruguay entre 1860 y 1908 lo hacía a una tasa del 3,2 %. La tasa de crecimiento de los uruguayos en Argentina era un 25 % mayor que la tasa de crecimiento de la propia población residente en Uruguay. Si, con fines de ilustración, aplicamos las respectivas tasas a las poblaciones registradas en 1908 y 1914 y las «corremos» a 1910, de los datos surge que la población residente en Uruguay se acrecía en 35.500 habitantes por año, mientras la población de uruguayos residentes en Argentina lo hacía a un ritmo de 3032 personas anuales. La Argentina captaba así un 8,5 % del crecimiento total del Uruguay. y para evaluar cabalmente la importancia de estas relaciones debe subrayarse que estamos comparando solo los uruguayos nativos residentes en Argentina con el total de residentes en Uruguay: la primera cifra no cuenta a aquellos pobladores uruguayos —inmigrantes al país— que luego de intentar radicarse en él continuaron su periplo migratorio, mientras que la segunda cifra suma nativos con inmigrantes. Conviene añadir que se carece de información similar para evaluar la emigración al Brasil, que siempre fue menor que la dirigida a la Argentina pero que nunca fue despreciable. En cualquier caso, con las cifras de Argentina bastaba para alarmarse.
Cuadro 1. Población residente en Uruguay, uruguayos residentes en Argentina (miles) y tasas de crecimiento
Fuente: Censos nacionales recopilados por Carron (1976), Pereira y Trajtenberg (1966), Petruccelli y Fortuna (1976).
Y el proceso habría de continuar, con irregularidades pero establemente, a lo largo del siglo. En 1912, Frugoni anotaba en la Cámara de Representantes que nuestro país, «que debía ser un país de inmigrantes» en realidad era «un país de emigración, pues suman ya muchos millares los nacionales que han ido a plantar su tierra en el extranjero, huyendo de un medio económico poco propicio» (cit. por Finch, 1980, p. 218). En el período de la guerra, aun cuando las estadísticas oficiales registran saldos positivos —al revés de la Argentina, donde se verifican saldos migratorios negativos de importancia—, Caviglia sugiere que es significativa la reemigración de inmigrantes, y prueba sus dichos analizando la clara declinación de las series de nupcialidad, claramente inconsistentes con la bonanza económica verificada. En 1922, Gabriel Terra denunciaba: «Nos vemos paralizados en nuestros progresos. Pasan los años y no se construye un kilómetro de vía férrea; las carreteras se destruyen; las poblaciones de campaña viven una vida anémica: el comercio no avanza: la industria agrícola se estaciona, precisamente en épocas en que los buenos agricultores abandonan sus tierras en Europa y buscan trabajo en el Río de la Plata, pasando de largo por nuestro puerto, y también los mejores hijos del país se ven obligados a buscar trabajo en el extranjero, abandonando la tierra nativa» (El Día, 15.1.1924). y a fines de 1938 denunciaba Caviglia: «El Uruguay es la nacionalidad que, en proporción a su caudal de sangre, ha dado mayor contribución a la grandeza argentina. Ahora vuelve a mandarle hijos, cuando las otras razas cofundadoras se niegan. y nótese la diferencia: para los europeos, la emigración era descongestión de excesos pobladores; para nuestra sociedad era el sacrificio hasta la anemia» (Caviglia, 1950). De acuerdo a las estimaciones realizadas por Pereira y Trajtenberg, entre 1908 y 1954 emigran a la Argentina 39 000 uruguayos.
Es muy difícil reconstruir en su conjunto la evolución del fenómeno a lo largo del siglo. Probablemente los picos se registraron en las crisis de 1920, 1930 y de fines de la década de los cincuenta, atenuándose, por lo menos coyunturalmente, con los empujes industrializadores y burocratizantes en la medida que en la capital aumentaba la capacidad de absorber empleo. Probablemente se nutrió fundamentalmente de población rural y de anteriores inmigrantes que retornaban a su país de origen o continuaban su ciclo migratorio. Hay aquí campo abierto y fértil para la investigación. En cualquier caso, de acuerdo con los datos de Pereira y Trajtenberg, en las primeras cinco décadas del siglo xx el saldo migratorio con países vecinos sería negativo. Partiendo de la base de que las estadísticas basadas en los movimientos de pasajeros subestiman sistemáticamente los saldos reales, aun así la información disponible supone un saldo migratorio negativo de 16.306 personas entre 1910 y 1954, compuesto por la suma de saldos negativos entre 1910 y 1950 y un saldo positivo de 1948 personas a partir de 1950 —fecha que coincide con la emigración de opositores peronistas y varguistas en Argentina y Brasil— y que, a su vez, puede descomponerse en aproximadamente 39.000 uruguayos que emigraron a Argentina entre 1909 y 1954, 18.000 argentinos que emigraron al Uruguay en el mismo período, 5600 brasileros que inmigraron a nuestro país y 1000 uruguayos que lo hicieron al vecino (Pereira y Trajtenberg, 1966). El cuadro 2 presenta las estimaciones de los autores sobre los saldos migratorios con países limítrofes entre 1910 y 1954.
Cuadro 2. Saldos migratorios con países limítrofes (1910-1959)
Fuente: Pereira y Trajtenberg (1966).
Desde muy temprano en la historia del país se registraron indicios de una conciencia efectiva sobre las consecuencias demográficas que implicaba un destino ganadero, cuya relación con un vacío poblacional relativo en el medio rural (Prates, 1976, 1977; Rial y Klaczko, 1981) fue percibido tempranamente por los principales estudiosos de la realidad nacional. Pero en los primeros ochenta años de vida independiente, los procesos emigratorios se mantuvieron en el nivel de la denuncia, pero no de la teoría más o menos articulada del problema. Como muestran Barrán y Nahum, la intensidad de la denuncia y el tipo de diagnóstico fue diverso para las fuerzas conservadoras que postulaban el mantenimiento de un orden rural llamado a desaparecer o para los reformistas que aspiraban a iniciar un camino de industrialización. Más allá de esas diferencias, sin embargo, conviene subrayar una constante: desde el poder —en 1910, en 1940 o en 1975—, el tema fue genéricamente minimizado, o convertido en resabio de un pasado a superar. Y, como veremos, desde 1940 en adelante, más propiamente puede considerarse un tema olvidado.
Aun cuando sean extensos, nos parece importante reproducir algunos textos que dan la pauta del grado de conciencia alcanzado por algunos sectores en diversos momentos de la historia del país. En rigor, nuestra preocupación no es nueva, aunque haya sido olvidada.
En 1912, Luis Alberto de Herrera advertía: «Se calcula en cien mil el número de uruguayos radicados en la vecina orilla. Esta cifra abruma si se advierte que según el censo de 1908, la población total era de 1.042.686 habitantes. Habría que deducir 181.222 extranjeros. En consecuencia, la base nacional queda reducida a 861.464 almas. Estos datos hacen el comentario. Basta saber que una octava parte de nuestros compatriotas se han trasladado a la Argentina para comprender la grave perturbación. Un éxodo sin pausa, cuyo severo estudio desdeñan los gobiernos, más ocupados de arrancar al pueblo sus derechos que de robustecer el porvenir de la patria mediante una sabia política interna y externa», y luego diagnosticaba: «Ante evidencia tan desoladora resulta pequeña la explicación ofrecida por el permanente malestar cívico en que vivimos. No; sin negar la colaboración de factor tan lamentable, debemos atribuir la causa máxima del fenómeno a la sugestión que brinda al esfuerzo privado la otra república, asociación humana en afiebrada actividad. [...] y nótese que la voluntaria expatriación no es solo obrera. Las clases más favorecidas rinden tributo al gran núcleo vecino que llama a sí a los hombres animosos. Perdemos, sin cesar, fuerzas intelectuales y musculares. Deploradas las guerras civiles por las vidas que cuestan. Debiera repetirse el lamento ante el desastre que para el país representa el incesante alejamiento de muchos de sus hijos; pero multiplicado el comentario melancólico ante la tenacidad del desastre, porque los millares de orientales que cruzan el río ya no vuelven: es como si hubieran muerto». y comprobaba luego: «Ninguna analogía guarda esta emigración con la transatlántica, constituida en su mayoría por elementos de ínfima cultura. Los orientales que nos abandonan, solicitados por otro porvenir, son exponentes selectos señalados por su alta capacidad, en unos casos, y por sobresalientes condiciones laboriosas, en otros» (Herrera, 1912, p. 145).
En la década de los veinte, y casi hasta mediados del siglo, voz denunciante firme y sin pausas fue la de Luis Caviglia. En numerosos artículos en la prensa trató el problema emigratorio, discutiendo con rigor la falta de confiabilidad de las estadísticas oficiales y presentando información que corroboraba la legitimidad de su preocupación. El poco eco práctico que recibió no fue óbice para que la mantuviera y desarrollara, siempre en un nivel periodístico y polémico, sin intención ni estructura teórica, pero con intuiciones decisivas.
Los trabajos de Caviglia (1950, 1952) son múltiples, y aparecen desde muy diversas columnas periodísticas (El Diario, El Plata, La Mañana, Marcha, La Defensa, El Bien Público, etc.), desde 1923 hasta 1950, prácticamente. Ya en 1923 escribe en La Mañana: «[...] el país no solo no recibe aumento de población por incorporación del exterior, sino que sufre una fuerte extracción de habitantes» (22.4.1923), y, pocos días después, refiriéndose a la emigración de uruguayos, dice: «El éxodo de estos, contra la arraigada creencia de muchos, no es un fenómeno accidental que se produce en épocas de revolución, sino que se repite constantemente, aun dentro de los periodos de paz interior y de prosperidad», y agregaba: «La emigración es pues, para nosotros, un verdadero desastre económico, social y político, que representa para la comunidad la pérdida de 30 a 60 millones de pesos anuales, con la perspectiva alarmante de que este mal tiende a agravarse», como corrobora «un informe de un ilustrado compatriota cuyo nombre lamentamos no poder revelar» y que se refería a la colectividad uruguaya en la Argentina indicando que «el Uruguay no solo no aumentará de población en el próximo lustro, sino que está condenado a una despoblación progresiva y a una exportación de capitales. Brasil y Argentina son los poderosos tentáculos que absorberán nuestros hombres y nuestros pesos» (29.5.1923). Caviglia también percibió las peculiaridades de la emigración uruguaya a Argentina —que, en términos técnicos, hoy caracterizaríamos, a partir de su composición en términos de sexos y edades, como una migración interna, propia de un mercado laboral relativamente integrado— subrayando que «presenta nuestra emigración a la Argentina, y esto puede aplicarse también a la que se dirige al Brasil, una característica aterradora, que no se repite con la misma intensidad ni aun en las contribuciones humanas de los países que tienen la desgracia de ser viveros de emigración, y esa característica es el nutrido contingente de mujeres uruguayas obligadas a abandonar el territorio natal» (1952, i, p. 41). Muchas otras cosas subrayó Caviglia: la falsedad de las estadísticas migratorias, el papel de la ganadería extensiva como factor de emigración, el papel de la burocracia como factor de absorción de desocupación y la política de clientelas. Con fuerza reclamó la realización de un censo, porque «en fin, lector, nosotros no sabemos con seguridad cuántos somos en el país, dato que debe poseer un pueblo. Para resolver debidamente todos sus problemas. En consecuencia, el verdadero punto de partida para la exploración efectiva de este para nosotros en todo sentido desconocido país debe ser un censo de población» (El Plata, 23.6.1944, en Caviglia [1950]). Su visión profundamente crítica, sin embargo, no le impidió, a la par de la lucidez, momentos de optimismo y, aun, utopía: «El verdadero capital del país —decía en El Bien Público—, no está ni en las vacas ni en las esterlinas del Banco de la República, y sí en los doce habitantes por kilómetro cuadrado. Este capital crece tan rápidamente como para vaticinarse que antes de 1960 ya seremos cerca de cinco millones» (15.10.1933). Utopía que, al fin y al cabo se quedaba corta con otras que circulaban en el mismo momento: en 1931 afirmaba Manuel Bernárdez: «El ideal del Uruguay debe ser: cerrar su segundo siglo de independencia con dieciocho millones de habitantes» (Bernárdez, 1931, I, p. 129).
«El intento teórico, sistematizador, recién iba a advenir con la obra de Julio Martínez Lamas, quien no quitará, sin embargo, a su obra, tono polémico. Luego de desmenuzar las debilidades de las estadísticas migratorias, y discutiendo la posición del Uruguay en el contexto latinoamericano, denuncia Martínez Lamas: «Hemos visto como hay, del otro lado del río, cien mil uruguayos de ambos sexos, dando su trabajo y sus hijos a la patria de adopción, siempre abierta de par en par para recibir a los hombres de buena voluntad que quieran habitarla, como reza la Constitución argentina. En Río Grande del Sur hay treinta mil más; en el Paraguay son también numerosos. Se dispersan por los países cercanos, como si en el suyo no hubiera ya espacio suficiente para ellos. La patria, después de haberlos dado a luz, los expulsa; los coloca en el umbral vecino, para que otra madre los recoja. Esas otras madres sacian el hambre, curan las heridas de los nuevos hijos recién llegados y les dan trabajo. El fruto de ese trabajo es para ellos, y para ellas; para ellas serán también los hijos de sangre de los hijos adoptivos. En las inmensas extensiones a donde llegan el italiano, el alemán, el ruso, el judío, llega también el uruguayo. Él también se incorpora a la caravana de los desvalidos [...]» (Martínez Lamas, 1930, p. 184). y luego de la denuncia, teoriza: «El ejemplo que da nuestro país, de rechazo de su propia población nativa, porque en él la población vacuna desplaza a la humana, es único en el mundo. Todas las naciones de emigración lo son porque están saturadas de habitantes, cuyo número resulta entonces excesivo con relación a los recursos de cada uno; ella obra, entonces, como una válvula de escape; otras veces, la población no es muy densa, aunque sí siempre muy superior a la de cualquier país sudamericano, pero en cambio el territorio es pobre, de manera que la situación es una misma; solamente en esas formas se concibe y explica que los hombres, mujeres y niños se trasplanten fuera de su patria; van impulsados por una necesidad imperativa: la de existir, de comer. Pero que en una nación, joven, rica, dotada de todos los bienes que la Naturaleza puede dar de sí, sus hijos, fuertes, inteligentes, adoradores de ella en una medida que no reconoce límites, estén de más y tengan que marchar al extranjero, siendo así que su país, lo que más necesita, tanto como la tierra reseca necesita las lluvias, es el trabajo de ellos, y no solamente el de ellos sino el de todos, eso, en verdad, parece incomprensible. Tiene, sin embargo, una explicación, como la tienen todas las cosas de los tres elementos fecundantes, hombres, tierra, capital, falta en los campos el tercero, porque le es perennemente sustraído. Desarticulada así la cadena que debe poner en movimiento la producción, la tierra, inmutable, sigue apacentando rebaños, y el hombre se desplaza. La emigración se explica, sencillamente, por la falta de trabajo del mismo modo que la falta de trabajo se explica por la falta de capitales. Aquella es una modalidad de pauperismo. El pauperismo, a su vez, es consecuencia del exceso de individuos en relación a las escasas necesidades de la ganadería, que permanecen, a través del tiempo, siendo siempre las mismas. La ganadería, traducida en falta de trabajo para todos, obligará siempre a los que sobren, esto es, al excedente de cada generación, a emigrar o a vagar por los caminos. El Uruguay será, así, mientras impere el régimen ganadero extensivo, una reserva de hombres útiles para la Argentina y Río Grande» (Martínez Lamas, 1930, pp. 186-187). La lucidez de la visión, en 1930, nos disculpa de la extensión de la cita.
Y en 1938, Martínez Lamas —escribiendo «para el país y por tanto, también para el gobierno que rige sus destinos»—, remarcaba: «El Uruguay es, según más adelante veremos, país de emigración» (1938, p. 40), y continuaba más adelante: «Esa emigración de compatriotas que se van llevando consigo a sus familias [...] es el peor fenómeno social y económico que entre nosotros ocurre, porque no solamente cada uno de los emigrados es un uruguayo que en el hecho deja de ser uruguayo, y resta a su país el aporte de su inteligencia y sus brazos, sino que entrega a su nueva patria, a la extranjera, sus hijos y los hijos de sus hijos, por siempre. y como en ellos tiene lugar el mismo fenómeno que ocurre con el emigrante europeo, los que por el solo hecho de salir de su país revelan la posesión innata de grandes energías, aquella emigración es una selección de buenos elementos uruguayos, en favor de la Argentina y el Brasil. Cada emigrante lleva consigo un pedazo del capital nacional... ¿Se conciben el progreso, la grandeza nacional, el bienestar social, la dicha individual, en un país que no obstante estar tan poco poblado es tierra de emigración? ¿Para qué le sirve su posición geográfica, ni su clima, ni sus ríos, ni su suelo, si le faltan hombres, si hasta los pocos que tiene se van porque sobran en el espacio casi desierto? ¿Qué es lo que en él sucede, de que fenómenos es víctima para que todo eso pueda ocurrir?» (1938, p. 104). y diagnosticaba: «En el país acciona esta cadena regresiva, en la que cada eslabón se mueve impulsado por el anterior y a su vez actúa el que le sigue: imposición excesiva - industria artificial - limitación del comercio exterior - declinación agraria - empobrecimiento general - perennidad del latifundio - emigración - desbordamiento metropolitano - detención del progreso nacional» (1938, p. 84).
Según nuestras noticias, allí acaba la conciencia histórica del problema de la emigración tradicional. En parte, porque es razonable creer que a partir de 1930 el problema se atenúa —aunque no se resuelve—. y en parte, realmente, porque el problema se olvida: aquellos estudiosos que pudieron y debieron registrarlo, tomados en las garras del optimismo demográfico prevalente, no lo ven o lo consideran cosa del pasado.
El problema se atenúa, al menos en parte: la industrialización y la burocratización crecientes que se abren como respuesta a la crisis de 1929 (Jacob, 1981; Millot, Silva y Silva, 1973), ofrecerán una alternativa ocupacional efectiva al éxodo rural. La expansión del sistema de previsión social a partir de la misma época permitirá «salidas» del mercado de empleo que contribuirán a regular el nivel de ocupación. Correlativamente, desde 1932, con la simpatía de la Federación Rural —consciente, al fin y al cabo, de qué cosas se jugaban— se incorporan rígidas normas legales para impedir el acceso de inmigrantes internacionales, por lo que, aún en mayor medida, los migrantes internos verán más protegidas sus oportunidades ocupacionales en Montevideo o en el aparato estatal del interior urbano.
Pero además de atenuarse, el problema se olvida. Latifundio y migración interna continuarán siendo temas atendidos —aunque con menos entusiasmo—, pero el país se olvidará de la emigración. El optimismo demográfico de las capas medias montevideanas, afianzadas en el poder en todo el siglo, renacidas y afirmadas en la posguerra, enterrará definitivamente el tema, con tal éxito que hasta los propios continuadores temáticos de Caviglia y Martínez Lamas —como de alguna manera son Chiarino y Saralegui (1944) o Solari (1952)— concentrarán sus reflexiones en la migración interior, olvidándose de la externa. En el primer intento académico de realizar un panorama histórico de la evolución de la población uruguaya, los autores —que conocen y citan los trabajos de Martínez Lamas— simplemente ignoran el problema emigratorio y se concentran en el análisis de los saldos, aceptando acríticamente las cifras que Caviglia y el propio Martínez Lamas habían puesto en cuestión (Narancio y Capurro Calamet, 1939). y a partir de allí, la historiografía moderna consolidará el mito del «aluvión» inmigratorio olvidándose completamente de su contracara. Los estudios configurados en el marco del revisionismo metodológico de los sesenta mencionarán la emigración de uruguayos como un elemento que debe tenerse en cuenta en las estimaciones de población, pero que carece de importancia futura: en las proyecciones que elabora la cide, los saldos migratorios a partir de 1963 se consideran iguales a cero. En 1966, comentando las características de la pirámide de edades registradas por el Censo de 1963, Solari, Campiglia y Wettstein —que apoyándose en los estudios de la cide sugieren que la cifra de emigración probable de uruguayos entre 1908 y 1963 alcanza a 103.200— registran el fenómeno de «una disminución anormalmente fuerte (del número de varones respecto al de mujeres) entre 25 y 34 años», y sugieren que «la explicación más probable es que, en los últimos años, y como consecuencia de las dificultades económicas del país, se ha producido una emigración relativamente fuerte de varones uruguayos al extranjero», pero la hipótesis en rigor contraría en tal grado los paradigmas descriptivos corrientes que a continuación la relativizan: «Sin embargo, con los datos de que se dispone actualmente es imposible comprobar esta hipótesis con total precisión. No está excluido que el fenómeno se deba a la inmigración de mujeres extranjeras hacia el Uruguay, particularmente brasileñas» (Solari, Campiglia y Wettstein, 1966, p. 20). Tampoco atienden al problema los textos más o menos completos, de investigación o de simple divulgación, elaborados en esos tiempos (Olmos, 1967; Campiglia, s./f.).
La conciencia de la emigración internacional renacerá con bastante fuerza en los años sesenta, a nivel periodístico, atento a los procesos migratorios que desde esos años afectan al menos a los sectores profesionales e intelectuales. Las primeras menciones del tema —julio de 1967 (Aguirre, 1976)— se centran en el análisis del impacto económico que implica para el país perder profesionales. En 1968 se comienza a advertir que la emigración es más generalizada, y que no alcanza solamente al sector profesional. El clima, sin embargo, es que la emigración de profesionales es algo que el país comparte con sus congéneres de los países subdesarrollados, y que la emigración de otros grupos sociales es un fenómeno coyuntural. Nadie advierte la tempestad migratoria en que el país se sumiría en los próximos años (Aguirre, 1976). En esferas oficiales predomina, empecinadamente, el mayor optimismo demográfico: en 1970, comentando el hecho de que 335 personas se registraron como inmigrantes en la Dirección de Migración, «en los últimos dos años», el director subraya en su memoria de 1970 que: «Respecto a estos últimos corresponde destacar (el aumento) que interrumpe la gráfica descendente operada en la década que finalizó. A ello debemos agregar un sensible incremento en el número de autorizaciones de residencia, solicitadas al amparo de las facilidades otorgadas por reciente decreto del Poder Ejecutivo. Ambos extremos podrían dar la pauta de que, como lo adelantara la Dirección en anteriores informes, es factible que en los próximos años el Uruguay vuelva a ser un país de intenso movimiento inmigratorio, para lo cual, conveniente es reiterarlo, habría que estar debidamente preparado a fin de encauzar la posible corriente de acuerdo con las necesidades más apremiantes de la República» (Dirección de Migración, 1971).
Admitida que la emigración fue un fenómeno constante, ¿qué pasó con la inmigración? De acuerdo a una imagen tradicional, que se mantiene vigente, el Uruguay es un país de inmigrantes. ¿Es cierto esto?
En rigor, sí, el Uruguay es un país de inmigrantes, pero solo en un sentido muy obvio y limitado. La afirmación sin más de esa característica —en nuestra opinión— confunde bastante más de lo que aclara.
Comencemos reconociendo la parte de verdad. El Uruguay —como Estado independiente— es un producto directo de los sucesivos fracasos de control y poblamiento del centro platense. Destruido el proyecto de civilización misionera, el Uruguay resultó «tierra de ningún provecho», área vacía donde el ganado disperso anticipó al poblamiento; sin esa destrucción, quizás otro hubiera sido el camino. Fracasado luego el proyecto artiguista —proyecto y fracaso inentendibles sin la destrucción anterior— el Uruguay accedió a la vida independiente como país vacío: 74.000 habitantes, algo menos de los que hoy entran en el Estadio Centenario. Y, como es obvio, con tan pequeña población de entrada, con una temprana concentración en centros urbanos y una —ya entonces— desmesurada macrocefalia, en un territorio vacío, sin relaciones afirmadas de propiedad de la tierra, fácil es entender que en pocos años duplicara o triplicara el número de habitantes alcanzando tasas de crecimiento altísimas, directamente imputables a la inmigración y aparentemente desmesuradas. Pero la raíz de la desmesura era la pequeñez inicial, como la importancia de la inmigración surgía del vacío.
Desde 1895 —según Caviglia, desde 1890—, y probablemente ya desde 1885, la inmigración tuvo un papel poco relevante en la evolución demográfica del país. Fue su importancia económica, cultural y política la que llevó a pensar que había tenido importancia demográfica. Al fin y al cabo, ya desde la Defensa quedaron firmemente establecidos los lazos de las principales colonias de inmigrantes con el partido político que habría de regir la historia del país durante la mayor parte de su vida. La inmigración nutrió desde 1852 los principales elencos de las organizaciones que representaban a los propietarios rurales —en muy buena medida, también inmigrantes—. En proporción altísima fueron inmigrantes los primeros industriales, los obreros calificados, los primeros dirigentes sindicales, buena parte de las familias en las que se reclutaron los intelectuales del 900 y los elencos políticos batllistas. Pero, paradojalmente, desde fines del siglo careció por completo de importancia demográfica. La propia exageración de esa importancia tuvo sin duda su papel en la autoimagen del país dominante en la mayor parte de este siglo. Pero los hechos empecinados, sin embargo, sugieren que la importancia de la inmigración desde fines del siglo pasado fue muy escasa, mucho menos significativa de lo que se dijo y se creyó. Para corroborar la plausibilidad de la afirmación anterior puede procederse en varias líneas, que no han sido, hasta ahora, abordadas sistemáticamente en la investigación académica —dependiente, en general, de la propia tradición «mitológica»—. Puede preguntarse, en primer lugar, en qué medida el volumen de inmigrantes fue el que realmente se supuso. En segundo lugar, puede analizarse el problema en términos comparativos: ¿qué importancia tuvo el crecimiento migratorio en comparación con el registrado en otras áreas similares —por ejemplo, Buenos Aires, la República Argentina, el valle central de Chile o el estado de Río Grande del Sur—? En tercer lugar, puede analizarse el problema en términos relativos: ¿qué papel tuvo el crecimiento migratorio en relación con el crecimiento vegetativo en el total de crecimiento de la población del país?
Dejaremos la respuesta a la segunda y la tercera interrogante para el punto 5, en la medida en que se refieren directamente al saldo migratorio y suponen la interacción de inmigración y emigración. En este punto nos centraremos, en cambio, en proporcionar algunas ideas sobre el otro tema, el efectivo aporte inmigratorio. En la medida en que, como decíamos, falta aquí mucha investigación demográfica e histórica, solo lo abordaremos con grandes trazos, con la doble finalidad de mostrar la plausibilidad de nuestra argumentación y la necesidad de ulteriores investigaciones.
¿Cuántos vinieron? ¿En qué medida afluyó al país el volumen de inmigrantes que realmente se supuso? ¿En qué medida —sobre todo— se radicó en él? Hoy, culminada una etapa de revisión metodológica y esbozada una interpretación alternativa que pone en duda las conclusiones de la historiografía tradicional, adquieren un sentido peculiar algunas observaciones dispersas que muestran que la emigración se caracterizó por su extrema irregularidad y su sensibilidad a variaciones coyunturales en la situación del país expulsor, del eventualmente receptor —Uruguay— y de sus alternativas de destino —Argentina principalmente—, pero también Río Grande, Paraguay y aun Chile. Que esas variaciones incidieron desde temprano en nuestro proceso demográfico, surge claramente de los estudios realizados sobre el proceso inmigratorio (Capurro Calamet, 1939; Oddone, 1966a, 1966b, 1968; Mourat, 1968). También surge que una de las formas de su incidencia fue la génesis de corrientes de reemigración
En su estudio sobre inmigración, Mourat anota, por ejemplo, que «hacia 1870-1873 se detiene el empuje de la inmigración y se transforma en emigración neta, a tal punto que en los cálculos se observa un decrecimiento de la población total (Uruguay y Montevideo). Los testimonios, las polémicas, destacan este fenómeno, señalando en especial la emigración hacia la Argentina, sin perjuicio de que sea importante el regreso a los países de origen u otros destinos como Brasil, Chile y Perú» (Mourat, 1968, p. 6). Los estudios de Oddone sobre las corrientes inmigratorias abren algunas pistas para la reconstrucción crítica del proceso (Oddone, 1966a, 1966b, 1968). y así puede anotarse, por ejemplo, que «un largo decenio de apatía inmigratoria se abre con la crisis del 75, que despunta con saldos negativos, índices de una minima demanda de brazos en la capital. La corriente parece entonces afectada sustancialmente por el alud humano que se dirige a la Argentina y Brasil, bajo el impulso de dispares estímulos. Montevideo es un destino menos promisorio para la inmigración, “ave de paso por nuestro puerto”, según observa Carlos María de Pena en 1882» (Oddone, 1966a, p. 12), o que, unos años después, «la liquidación de la crisis del noventa fue particularmente penosa para la clase obrera. La suspensión de obras públicas, el abatimiento de la edificación, la disminución de los salarios, los despidos derivados del cierre de establecimientos comerciales e industriales provocaron una virtual paralización del mercado de trabajo. El bienio 1891-1892, marcado por una fuerte reemigración, señala el inevitable reajuste» (Oddone, 1966a, p. 14).
En todo caso, los errores de la interpretación tradicional surgen de trabajar con base en las estadísticas migratorias convencionales. Como dijimos, esas estadísticas solo son razonablemente buenas para determinar el número de pasajeros entrados y salidos por el puerto de Montevideo. Los pasajeros entrados han sido un indicador predilecto del optimismo tradicional —menos atento a los pasajeros salidos— pero en cualquier caso son un mal indicador de la inmigración efectiva. Muchos viajeros seguían su camino luego de rechazar nuestras tierras como lugar de afincamiento definitivo y, como veremos, esta hipótesis podría haber sido intuida por cualquier observador suficientemente atento aun a partir de los simples datos referidos al movimiento portuario.
Una primera aproximación puede extraerse de las cifras del cuadro 3. Como se sabe, la mayor parte de la inmigración a Uruguay y Argentina fue inmigración de ultramar, al menos hasta 1960 aproximadamente —fecha en la que, en Argentina, comienza a tener creciente importancia la inmigración de frontera—. De toda la inmigración de ultramar, a su vez, la inmensa mayoría entró por barco, y lo hizo por los puertos de Buenos Aires y Montevideo. Comparar entradas y salidas de pasajeros de ultramar puede servir para estimar no solo el saldo migratorio en términos absolutos, sino también el porcentaje de los que quedaron sobre todos los que vinieron. Como puede entenderse, si la hipótesis de migración de frontera hacia países limítrofes en el caso uruguayo es admisible, en Uruguay los salidos reales —no registrados en el puerto de Montevideo—, serán proporcionalmente más que en el caso argentino; la cifra de salidos reales es, entonces, mayor que la registrada en el puerto de Montevideo, y el índice de radicación efectivo debe ser menor que el registrado en el cuadro 3. Con esas bases, como se verá, puede acordarse sin temor a errores que la retención de inmigrantes potenciales fue, en Uruguay, mucho menor que en Argentina para todas las fechas en que podemos obtener comparabilidad, salvo en el período de la Primera Guerra Mundial, en que, como luego veremos, nuestras estadísticas migratorias han sido particularmente cuestionadas.
Esta hipótesis básica —que muchos pasajeros entraban, pero que muchos de ellos continuaban luego su camino— podía afirmarse también en otros hechos, anotados en su momento por comentaristas de la evolución nacional. Martínez Lamas (1938) recordaba que el Censo de 1908 registraba una disminución de 10.000 extranjeros en la población del interior frente al año 1900. Podía pensarse quizás en una migración interna, en un traslado de los extranjeros del interior a Montevideo. Pero ya en 1912 Herrera había mostrado, hasta con gráficas y porcentajes, que entre 1900 y 1908 el número de extranjeros registrados en el país había descendido de 198.154 a 181.222 —esto es, un total de 16.932, un 9,3 % de la población extranjera verificada en 1908—, y que si la referencia eran los extranjeros de ultramar, la disminución era bastante mayor, habiendo pasado de 155.041 en 1900 a 134.833 en 1908, lo que implica una pérdida de 20.208 extranjeros, cifra equivalente a un 15,0 % de los verificados en 1908 (Herrera, 1912, p. 148). Con seguridad la disminución fue menor, porque las cifras de 1900 resultaban de los cómputos de crecimiento migratorio realizados por la Dirección de Estadística, con base en los anotados movimientos de viajeros, pero aun así, en ese entonces, los contemporáneos consideraban esas cifras razonablemente válidas y podían haber tomado conciencia de la problemática implícita.
Pero, más claramente, la hipótesis del retiro de extranjeros podía haberse afirmado en una simple comparación de las cifras censales de 1908 con la información disponible del Censo de Montevideo en 1882. Las tres pirámides de población que se presentan en la figura 1 —tomadas del excelente trabajo pionero de Rial (1980)— muestran con claridad que, mientras la pirámide correspondiente a Montevideo en 1889 es típicamente aluvional, con proporciones muy altas de hombres extranjeros en las edades medias —de 20 a 40 años—, las pirámides de 1908 muestran ya que las proporciones significativas de extranjeros en cada grupo etario se sitúan a partir de los 45 años y que en los grupos en los que tradicionalmente se localizan migrantes recientes —20 a 40— son prácticamente irrelevantes, aun en el caso de Montevideo.
Cuadro 3. Índices de radicación (1) de pasajeros de ultramar (puertos de Buenos Aires y Montevideo) 1895-1924
(1) IR: (entrados-salidos)/entrados * 100
Fuente: Mourat (1968).
Los uruguayos más atentos al tema pretendieron explicarse ese fenómeno en función del crecimiento vegetativo de la población uruguaya pero, en realidad, ya en 1900 este crecimiento había comenzado a estancarse, disminuyendo la fecundidad probablemente en forma más rápida que la propia mortalidad —tema que merece por supuesto, estudios especiales— en un caso bastante desviado de la pretendida teoría de la transición demográfica.
No existe ninguna razón que haga pensar que desde 1908 en adelante el Uruguay hubiera incrementado su capacidad de retener inmigrantes: el campo ya no absorbía nueva gente y la ciudad tenía, de por sí, bastantes problemas para absorber a los migrantes internos. En todo caso, si se aumentó la proporción de inmigrantes retenidos, este aumento no implicó en general mayor aporte migratorio: el volumen total de inmigrantes tendía a decrecer con pequeñas excepciones, y su significación frente al total de la población uruguaya sería definitivamente marginal. En 1900, el «aluvión» inmigratorio pertenecía, más bien, al campo de las fantasías simpáticas y de la retórica política —porque, como anotamos, el mito tuvo su papel en la construcción y validación de un modelo de desarrollo social.
Figura 1. Pirámides de población 1889-1908
Es importante anotar que también sobre estos puntos se registraron alertas oportunos, pero estos no fueron oídos. Para citar nuevamente a Caviglia, especialmente lúcido observador de los procesos demográficos nacionales, «al pueblo uruguayo se le engaña al hacerle creer que nuestro país es de aquellos que reciben inmigración» (La Defensa, 23.1.1926); de hecho, «elementos estadísticos muy dignos de fe inducían a aceptar como exacta la presunción de que no solo no se incorporan elementos de inmigración sino que se produce entre nosotros una activa corriente emigratoria» (La Mañana, 29.5.1923). De hecho, «nuestro país no es de los que reciben inmigración. Hace ya años que resulta inhospitalario para el extranjero, salvo en estos últimos tiempos en que el desastre europeo nos envía también su lote de náufragos. Pero estos ni han llegado aún a una cantidad considerable ni han tenido una residencia suficiente para influir étnicamente» (1952, ii, pp. 24-25). Pero en cualquier caso conviene subrayar que, desde temprano en el siglo, la temática inmigratoria es una problemática compleja, de la cual se tiene mucho mayor conciencia que la referida al flujo emigratorio, pero que se posterga en función de la diversa gama de interés que afecta. Como muestra Jacob (1981, pp. 10 ss.) en la década del veinte y del treinta muchas voces se opusieron explícitamente a la inmigración o postularon una política selectiva en función de características políticas, raciales u ocupacionales. Las políticas y las raciales, sin duda, alimentaron en buena medida la «conciencia» de la época; desde el punto de vista de la dinámica de la estructura social del país, las principales fueron muy probablemente las ocupacionales. En la crisis de 1930, nuevamente, el sector agropecuario defendió su rentabilidad expulsando población; la ciudad —la industria y el sector público— debió absorberla de alguna manera, facilitando la propia realización del excedente agropecuario y la operación de vaciamiento demográfico rural, y eso explica que un gobierno a quien la historiografía caracteriza como «de base ganadera», como el de Terra, ponga las bases de un período de crecimiento industrial y de expansión del sector público. En este contexto, los inmigrantes complicaban el problema: el principal problema, en rigor, era permitir «vaciar los campos», trasladar el excedente de población rural que la «civilización ganadera» carecía de capacidad de absorber (Jacob, 1981).
En torno a 1960, una buena dosis de estudios históricos consolidarán la mitología tradicional con una rúbrica académica. En sus versiones más lúcidas, como algunos estudios de Oddone (1966a, 1966b, 1968), se pondrán algunos límites a las afirmaciones fáciles, como estos: «Si parece obvio afirmar que el Uruguay es un país de inmigración, esta evidencia encubre, no obstante una realidad de la que aún no se ha adquirido conciencia cabal. Pese a la magnitud del fenómeno inmigratorio y a su pregonada influencia en la conformación nacional, carecemos de estudios sistemáticos que determinen su influencia demográfica, y el volumen y la procedencia de su aporte humano, sus contribuciones técnicas y culturales, su impacto sobre la estructura económico-social, su grado de fijación al medio» (1966a, p. 7). Pero también se registrarán afirmaciones más fáciles, como estas, simples muestras del tipo de percepción del problema prevalente, por ejemplo, en casi todos los autores de la por tantos motivos excepcional Enciclopedia Uruguaya: «Si la significación demográfica del inmigrante apunta una repetida certeza, más allá de su vaga obviedad, censos y estadísticas descubren una insospechada magnitud cuantitativa que contribuyó a ajustar las transformaciones de la estructura social uruguaya» (Oddone, 1968, p. 119); «La migración masiva ocurrida en la segunda mitad del siglo xix y comienzos del siglo xx que permitió el poblamiento de país [...]» (Rama, 1969, p. 106). Aun cuando no existe investigación suficiente como para evaluar el valor de estas afirmaciones antes de 1895, pensamos que desde esa fecha en adelante, con toda claridad, no eran ciertas. La conciencia prevalente en la sociedad uruguaya adquirió, así, estatus académico, y desde esa fecha afirmaciones semejantes se encuentran en prácticamente todas las obras que analizan temáticas políticas y sociales relativas a la primera mitad del siglo xx.
Como anotábamos antes, para evaluar en qué medida el Uruguay fue un país de inmigración, puede procederse en términos comparativos: por una parte, comparando el aporte del crecimiento migratorio al crecimiento total en Uruguay con otras áreas de control; por otra, comparando el papel que el crecimiento migratorio tuvo en el crecimiento uruguayo en relación con el crecimiento vegetativo. Procederemos sucesivamente a ambas comparaciones.
Lamentablemente, si debemos buscar áreas de control para efectuar comparaciones, solo disponemos de información suficiente para el caso argentino. Hay un amplio campo de investigación para comparaciones semejantes, por ejemplo, con el proceso demográfico chileno o el brasileño —o de algunas de sus áreas más parecidas al Uruguay, como el valle central de Chile o el estado de Río Grande—, pero por el momento la tarea no se ha encarado. Quizás, de hacerse, permita corregir la impresión que se saca de la comparación con la Argentina. Porque en rigor, si comparamos el aporte inmigratorio al crecimiento demográfico en Uruguay y en Argentina en los años en que disponemos de información confiable —1895 a 1965— y aun haciendo las hipótesis más «optimistas» para el caso uruguayo, parece claro que debemos concluir que el aporte migratorio fue insignificante en nuestro país.
El cuadro 4 resume mejor que ningún comentario la información que confirma la afirmación anterior: tomando las cifras disponibles puede mostrarse, por ejemplo, que en el lustro 1895-1900 el aporte migratorio dio cuenta del 46,9 % del crecimiento demográfico argentino, mientras en el Uruguay solo aportaba el 0,4 %; entre 1900 y 1905, los porcentajes fueron 34,8 % y 3,4 % para Argentina y Uruguay, respectivamente. Aceptando las hipótesis de Pereira y Trajtenberg, más optimistas que la cide, los únicos periodos en que el aporte migratorio tiene importancia similar en el crecimiento total son los quinquenios 1925-1930 y 1930-1935. En el resto de los años, es clara la conclusión de que en la Argentina la inmigración fue un elemento esencial en el crecimiento demográfico mientras en el caso uruguayo fue insignificante. Agreguemos que para el quinquenio 1915-1920 —en que el saldo argentino es negativo y en que la comparación parece ser francamente favorable a Uruguay—, es justamente uno de los casos en que las cifras nacionales adolecen de menor confiabilidad. Como lo hiciera notar la sagacidad de Caviglia: «Entre guerra en la Argentina hay un exceso de salidas sobre entradas de 213.413 personas. En Uruguay, un incomprensible crecimiento de 50.422. Terminada la guerra es natural que se reiniciara la inmigración a la Argentina, que normalmente había fluctuado desde más de 100.000 a 200.000 inmigrantes. Pues bien, los datos estadísticos argentinos solo acusan la entrada en 1919 de 12.179 inmigrantes (Uruguay 12.899). Mientras tanto, en esos cinco años se produce una «disminución formidable de los matrimonios en Montevideo». «Durante la guerra la República estuvo constantemente en una situación de prosperidad verdaderamente excepcional, de modo que solo puede atribuirse la disminución de los matrimonios a la emigración que los cuadros estadísticos no denunciaron» (1952, ii, p. 141). Lamentablemente el tema no podrá clarificarse: Petruccelli y Fortuna (1976, ii, p. 15) anotan que los registros primarios de información migratoria hasta 1920 están deteriorados y no pueden reconstruirse.
Cuadro 4. Crecimiento migratorio y crecimiento total (‰)
(1) Elaborado con datos de INDEC (1975).
(2) Datos de CIDE y OPP, tomados de Rothman (1969).
(3) Pereira y Trajtenberg (1966).
(a) TMN (tasa de migración neta): inmigrantes – emigrantes por 1000 habitantes.
(b) TCT (tasa de crecimiento total): Crecimiento vegetativo (nacimientos – muertes) + saldo migratorio (inmigrantes – emigrantes) por 1000 habitantes.
(c) ٪ AM (porcentaje del crecimiento total imputable al saldo migratorio): (a)/(b) x 100.
Figura 2. Crecimiento migratorio y crecimiento total: Uruguay y Argentina (1895-1965)
La segunda forma de evaluar en términos relativos el aporte migratorio es interna al propio proceso demográfico uruguayo: comparar el crecimiento migratorio con el crecimiento vegetativo.
El cuadro 5 resume la información correspondiente a las diversas tasas demográficas que pautan el crecimiento de la población entre 1895 y 1959, y que son el resultado más aceptado del proceso de revisión de la evolución demográfica a que hicimos referencia en el punto 2. Allí se confirma, una vez más, la insignificante incidencia de los saldos migratorios en el crecimiento total a lo largo de esos cincuenta años, producto de la interacción de los dos procesos anotados: mucha menos inmigración de la que se supuso, mucha más emigración de la que se admitió.
En el Uruguay del siglo xx la inmigración no tuvo importancia como factor de crecimiento demográfico. El pequeño crecimiento registrado es explicado prácticamente en su totalidad por el crecimiento vegetativo: baja natalidad, pero también baja mortalidad. La figura 2 resume con total claridad el fenómeno.
Cuadro 5. Crecimiento total, crecimiento vegetativo y crecimiento migratorio
de la población uruguaya (tasas brutas por mil habitantes), 1895-1959. Promedios quinquenales
Fuente: Rothman (1969), citado por Sánchez Albornoz (1973, p. 204).
Figura 3. Uruguay. Tasas de evolución demográfica 1895-1955
Pensamos que la información presentada hasta aquí es razonablemente fuerte en el sentido de mostrar la plausibilidad de la hipótesis básica: el país absorbió poca inmigración y generó tempranas corrientes emigratorias; acumulados ambos fenómenos, el saldo migratorio careció de significación en la evolución demográfica uruguaya por lo menos desde 1895, año en el que comienzan las cifras que pueden resistir comparación con cifras de control.
El país era para pocos. Era un país pequeño, poco diversificado y altamente dependiente del exterior, con poca capacidad de absorber las crisis generadas en su sector externo. Su frontera había sido alcanzada muy rápidamente, se había configurado un sistema de tenencia de tierra —o más bien, un orden social rural— que se caracterizaba, de por sí, por absorber poca población, y que, por añadidura, encontraba en el vaciamiento demográfico de los campos el correlato que le permitía mantener su rentabilidad. En ese sentido, la raíz de la emigración se encontraba en el orden rural, y allí se generaba también el límite en la capacidad de absorber inmigrantes.
Así crecía Montevideo, no tanto —o no solo— porque se lo proponían las fuerzas de la ciudad, sino porque, en cada corto plazo, eso era una solución para el campo, que generaba regularmente un excedente poblacional. y así también quedaban en Montevideo los pocos inmigrantes que no se iban, porque la sociedad rural no podía albergarlos.
Pero a eso se añadió el surgimiento del batllismo y sus proyectos de largo aliento. El batllismo fue consciente de la emigración y de la baja capacidad de absorción de inmigrantes, pero pensó que su proyecto industrializador y estatista resolvería ambos problemas. En 1925, Batlle conectaba directamente el programa proteccionista con la solución de la problemática emigratoria, y marcaba en la Convención de junio: «Si todo derecho protector se suprimiese entre nosotros, no podría sostenerse más que una industria: la pastoril. y todos los obreros nuestros que trabajan en otras cosas y los que no pudiesen ocuparse en el servicio de los pastores tendrían que ir a buscar el medio de vivir en los grandes centros de población de otros pueblos que se nos han adelantado en el camino del progreso» (Benvenuto, 1969, p. 144). Sugiere Finch, además, que el papel adjudicado a la política social puede haber sido «no solo el de integrar a los inmigrantes, sino también el de inducir a una mayor proporción de los que venían al Río de la Plata a quedarse en Montevideo, a través de mejores condiciones de trabajo» (Finch, 1980, p. 219). y en el corto plazo, el proyecto mostraría, al menos, un incremento levísimo en el aumento de la inmigración.
Con el comienzo de la industrialización y la expansión burocrática después de 1933, el país dejará de absorber inmigrantes pero probablemente también pondrá fin a la emigración vieja. Montevideo absorberá al excedente de población agropecuaria, que mantiene su ritmo. Pero será por poco tiempo. Treinta años después, el país contempla el fin de la experiencia, en una crisis sin precedente, y sobre las ruinas del proyecto anterior se abrirá paso a un inmenso proceso emigratorio. Obvio es decir que el Uruguay no tendrá papel alguno en la captación de excedentes externos de fuerza de trabajo que desde 1960 se movilizan en todo el cono sur latinoamericano (Carron, 1976, 1980; Marshall, 1976; De Sierra y Marcotti, 1975); por el contrario, será un provisor neto de población en niveles nunca conocidos. Pero este nuevo proceso, la emigración nueva o reciente, para su cabal comprensión, debe situarse en el telón de fondo analizado en este capítulo.
1.
Libro publicado en Montevideo, por Ediciones de la Banda Oriental, 1982.