Sorprendentemente, son muy escasos los estudios realizados sobre el sistema político uruguayo en general, y particularmente sobre el subsistema electoral y el subsistema de partidos políticos. Aun cuando no sería difícil presentar una bibliografía más o menos amplia que se ocupa del tema, lo cierto es que en general ningún estudioso lo ha tomado con el grado de detalle que merece y que —en otros países— es habitual entre los investigadores.
El fenómeno es paradojal porque a lo largo del siglo xx han sido múltiples las instancias electorales, porque las características particularísimas de nuestro sistema de partidos han atraído el interés de muchos investigadores extranjeros, porque existe una buena cantidad de información disponible sobre múltiples aspectos del sistema —votos, listas, coaliciones electorales, elegidos, decisiones parlamentarias, carreras políticas, etc.— y porque es reconocido unánimemente que el problema tiene especialísima incidencia en la caracterización de los rasgos estructurales básicos del sistema político uruguayo y de los procesos que se desarrollan en su marco. Pero lo cierto es que existen pocos estudios de envergadura suficiente como para servir de referencia obligada y, en cualquier caso, faltan particularmente estudios empíricos, orientados a proporcionar la información básica que permita evaluar críticamente las afirmaciones incluidas en ellos.
El presente trabajo no aspira a suplir esas carencias. Su objetivo es más modesto: aspira a presentar un conjunto de ideas e hipótesis sobre aspectos específicos de funcionamiento del sistema político —las elecciones y sistema de partidos—, en un momento en que el tema, aparte de revestir interés periodístico, está seguramente vinculado a las perspectivas futuras del país y a su capacidad para constituir una democracia estable y eficiente, que le permita satisfacer al mismo tiempo las probablemente crecientes demandas de participación social, las seguramente crecientes demandas de mejoras en las condiciones de vida y los requerimientos derivados de su definitiva institucionalización en el marco de un proceso de crecimiento de la economía.
Como resulta claro, el subsistema electoral y el subsistema de partidos no constituyen el conjunto del sistema político ni —mucho menos— la totalidad de los determinantes del proceso social. Nos focalizamos en aspectos que —de suyo— constituyen fragmentos del conjunto más amplio, y analizamos allí ciertos componentes básicos aisladamente considerados. Las razones de esta opción son dos: en primer lugar, la convicción de que las ciencias sociales en el Uruguay no se encuentran, en la actualidad, en condiciones de abordar seriamente la totalidad; cuando creen hacerlo simplemente simplifican esquemáticamente una totalidad que no comprenden. En segundo lugar, la creencia de que a través de estos fragmentos especialísimos que son el subsistema electoral y el subsistema de partidos es posible avanzar firmemente hacia la comprensión más general de ciertas características básicas del sistema político y de la sociedad uruguaya en general.
El trabajo tiene un sesgo hacia el análisis de tipo estructural: no remite al desarrollo más o menos ordenado de acontecimientos históricos, sino que se orienta a determinar ciertas características básicas del subsistema electoral y el subsistema de partidos que, en hipótesis, determinan fuertemente el conjunto del proceso político. Nos tomamos, así, la libertad de utilizar bases de datos correspondientes a instancias electorales diversas en los últimos treinta años, que suponemos ilustran adecuadamente la operación de esas características estructurales. Como toda modalidad estructural, las que analizaremos no aparecen necesariamente en el entorno de percepciones conscientes de los actores políticos, sino que más bien configuran las bases invisibles a partir de las cuales aquellas percepciones se constituyen, desarrollan y articulan. Aun así, obviamente, los temas a tratar han sido analizados varias veces en la bibliografía especializada, aun cuando no siempre lo fueran en los términos en que aquí se presentan.
Queda por explicar que el trabajo se divide en dos partes. En la primera se analizan ciertas características estructurales básicas que, en nuestra opinión, configuran las principales originalidades de los subsistemas en estudio. En la segunda parte se discuten ciertas hipótesis sobre las perspectivas futuras del sistema de partidos y sobre las relaciones entre esas perspectivas y la consolidación de una democracia estable. Por respeto al lector, aun cuando hemos tratado de evitar el uso innecesario de ciertos términos técnicos, los hemos utilizado siempre que los consideramos necesario. Lo mismo ocurre en cuanto al uso de coeficientes y medidas de relación entre factores.
El trabajo se acompaña de una bibliografía ampliatoria elemental, así como de una bibliografía más amplia que incluye las referencias bibliográficas utilizadas.
En nuestra opinión, al menos cinco características del sistema político uruguayo son particularmente relevantes; todas ellas son características estructurales, en el sentido antedicho y operan en el largo plazo, determinando largamente las formas de los procesos políticos, más allá de ciertas variaciones coyunturales. (El propio hecho de que después de una década de autoritarismo las mismas cinco características muestren su vigor, sugiere que efectivamente lo tienen.)
La primera característica relevante refiere al nivel de participación política y electoral: la caracterizaremos como cultura política participante, usando una terminología convencional en ciencia política comparativa. La segunda refiere a las características originales del sistema de partidos, que llamaremos bipartidismo fragmentario, intentando alejarnos de las calificaciones simplistas que lo reducen a un simple bipartidismo o que consideran al bipartidismo existente como mera apariencia. La tercera característica refiere a las relaciones de determinación y autonomía de los procesos políticos, y postularemos allí un enfoque multiclivático, cuyo significado oportunamente explicitaremos. La cuarta característica refiere a los sistemas de legitimidad —esto es, a las razones por las cuales un régimen se valida ante la opinión—, y hablaremos de la legitimidad retributiva como el principal criterio por el cual se evalúan las relaciones de poder. Finalmente, la quinta característica refiere a las relaciones entre diversos tiempos, niveles y escenas políticas, donde analizaremos la existencia de una doble escena entre las instancias electorales y los períodos interelectorales, dualidad cuya eventual supervivencia pone en peligro la propia subsistencia de una reinstitucionalización democrática a largo plazo. Si tomamos los cinco puntos que, como es obvio, requieren en cada caso explicación y ampliación, observaremos que ellos incluyen un lote de aspectos críticos que determinan buena parte de las características de un sistema político.
¿Cuál es el grado de participación de los uruguayos? ¿En qué medida es homogéneo, en diversos subconjuntos de la población? ¿En qué medidas se limita a las instancias electorales? ¿Qué otras dimensiones implica? ¿Tiende a incrementarse, desciende o se mantiene?
Lamentablemente, no es posible responder con precisión a todas esas preguntas: la investigación sobre el punto aún está en sus primeros pasos. Tentativamente es posible afirmar que entre los investigadores existe consenso en el sentido de reconocer un alto nivel de participación política, particularmente concentrado en las edades jóvenes y medias, en los grupos de educación media y alta, en los sectores de ingresos medios, medios altos y altos, en los medios urbanos y particularmente en Montevideo. En la capital, esa participación política no se limita a instancias electorales y probablemente tienda a incrementarse. En el resto del país, en cambio, parecía ser más circunscripta al evento electoral y no se perciben tendencias claras en cuanto a su evolución.
Desde largo tiempo atrás, los ciudadanos uruguayos registran un alto nivel de participación política, si se evalúa esa participación a través de la participación electoral. En el cuadro 1 se presenta la información básica para el análisis del nivel y la evolución de la participación electoral de los uruguayos desde 1926 a la fecha. El comienzo de la serie —1926— no es en absoluto arbitrario: existe consenso entre diversos investigadores de que es a partir de ese momento que la información electoral se hace confiable y —sobre todo— de que los comicios están dotados de suficientes garantías como para producir resultados válidos.
Cuadro 1. Evolución del empadronamiento y de la participación electoral
(1) En los años 1980 y 1982 las estimaciones de población incluyen saldos migratorios negativos, mientras, obviamente, el Registro Cívico mantiene empadronados a los emigrantes.
(2) Votación para autoridades de los partidos habilitados
En el cuadro 1 se presentan tres series: población mayor de 18 años, población habilitada para votar y porcentaje de votantes. En el periodo 1971-1982 la emigración considerable de población adulta determinó la curiosidad de que los habilitados para votar fueran más que los mayores de 18 años residentes en el país. La serie de porcentajes de inscripción reconoce una inflexión importante en el periodo 1934-1938, debido a la incorporación del voto femenino. Fueran de ese periodo, manifiesta una tendencia de crecimiento relativamente sistemática, hasta alcanzar, probablemente, su tope en torno a 1971. La serie de porcentajes de votantes decrece significativamente entre 1930 y 1934, como consecuencia de la abstención practicada por sectores políticos muy significativos en las instancias electorales y plebiscitarias realizadas bajo el gobierno de Gabriel Terra. Luego comienza a crecer en forma regular hasta alcanzar el 92,7 % en las elecciones de 1971, lo que al decir de Notaro y González Ferrer (1980), configura un verdadero récord de concurrencia electoral en sistemas poliárquicos.
La información disponible que permite comparaciones con otros países (Cantón, 1973; Borón, 1970, 1971) confirma esa evaluación genérica de la participación electoral como alta. Los estudios realizados con base en encuestas de electores en periodos preelectorales, a su vez, confirman esas aseveraciones (Biles, 1972). En general, todos los estudios disponibles coinciden en afirmar la existencia de una cultura política que, comparativamente, en términos internacionales, cabe alinear entre las denominadas culturas políticas participantes (Verba, 1966). Aunque estos niveles de participación eran probablemente muy altos, al menos en parte por razones de tipo coyuntural, en el momento en que se desarrollaba el trabajo de campo de muchos estudios recientes (Biles, 1971; Berenson, 1975; Graseras, 1975), lo cierto es que los indicadores disponibles sugieren que ya eran elevados en los años cincuenta (Aguiar, 1977).
¿Cuáles son las razones que determinan ese alto nivel de participación electoral? Las explicaciones más sencillas del fenómeno en cuestión se remiten a la modernidad general de la estructura social uruguaya en términos de educación, urbanización e industrialización, que marcan claras diferencias entre el Uruguay de 1930 y el resto de América Latina. Como muestra la figura 1, existe razonable evidencia para aceptar esa hipótesis si nos atenemos a los datos de abstención verificados en los diecinueve departamentos del país en 1962 y los relacionamos con el porcentaje de población analfabeta, con el producto bruto interno per cápita o con el porcentaje de obreros industriales: a más alto porcentaje de obreros industriales, mayor el producto bruto interno per cápita y más baja la proporción de analfabetos, es menor la abstención electoral, de donde puede inferirse que, en general, la abstención es mayor en las zonas más atrasadas del país.
Algo parecido confirman los estudios realizados con base en encuestas a electores. En general, la concurrencia a las urnas es mayor cuando más alta es la educación, el ingreso, la participación en organizaciones sociales, la exposición a medios de comunicación y el estrato social.
De todas formas, más allá de constituir un efecto general de la temprana modernización, del elevado nivel educativo y del alto porcentaje de población urbana existentes en el país, el alto nivel de participación electoral se relaciona probablemente también con ciertos factores específicos de la sociedad uruguaya, que tienen relación con el rol del aparato estatal y el rol de la estructura de partidos, y que se vincula con lo que Solari llamó funciones no políticas de los partidos. Como el tema se relaciona con el fenómeno de la legitimidad retributiva y el clientelismo político, conviene dejar el punto para más adelante.
Más allá del nivel comparativamente alto de la participación electoral verificada, importa examinar además las principales características en materia de tendencias, que también merece atención y explicación. Como puede verse en el cuadro 1, desde 1938 en adelante —sin perjuicio de pequeñas variaciones coyunturales— la serie indica una tendencia claramente creciente de la participación electoral, que se mantiene hasta 1971, fecha de la última elección presidencial. En el plebiscito de 1980 el porcentaje de participación desciende al 86,9 % de los inscritos, lo que debe considerarse un porcentaje muy alto, teniendo en cuenta que en el Registro Cívico figuran inscriptos un número muy importante de personas que han emigrado del país. En 1982, en las llamadas elecciones internas vota el 60,8 % de los inscriptos, lo que teniendo en cuenta el carácter no obligatorio de la elección, la circunstancia de no procederse a elección de cargos a gobierno y el ya aludido fenómeno de la emigración de electores, debe considerarse altísimo, y efectivamente lo es en términos de comparaciones internacionales. De forma tal que, aunque los guarismos de 1980 y 1982 impliquen una caída en la tendencia ascendente de la participación electoral, de hecho no alcanzan para invalidar la anterior afirmación sobre la tendencia al incremento de la participación.
Figura 1. Relación entre la abstención electoral y el producto por persona
Probablemente, el aludido incremento reconozca tres conjuntos de factores. En primer lugar, es claro que en esos cincuenta años el nivel medio de modernización del país ha aumentado —aunque sea levemente—. Si la educación, la urbanización y la industrialización están en la base de la expansión de la participación, es razonable pensar que al aumentar aquellas también haya aumentado esta. En segundo lugar —como veremos—, el clientelismo político y la legitimidad retributiva configuran lo que llamaremos sistemas autosustentados, que tienden a mantenerse y a reproducirse, y configuran un entorno en el que normalmente a cualquier actor individual le resulta irracional apartarse de él; en esa medida, los propios aparatos partidarios deben extenderse, pugnando por incorporar a la expresión electoral a sectores sociales relativamente menos participantes, más desinteresados y menos informados del quehacer político. En tercer lugar, y finalmente, parece claro que el aumento de la participación electoral se relaciona con la creciente competitividad en el sistema político: como veremos enseguida, hasta 1954 el sistema de partidos configura un bipartidismo con predominio estable; desde 1958 en adelante se trata de un bipartidismo efectivamente competitivo y, desde 1971 en adelante, para Montevideo, aparece como un sistema tripartidista. Como muestra abundantemente la investigación comparada, a mayor nivel de competitividad electoral, mayor el nivel de participación electoral.
¿Cuáles son los principales mecanismos de agregación de demandas y representación de intereses en el sistema político? ¿Cuáles son las principales características de los partidos políticos uruguayos y del sistema de partidos? La segunda característica particularmente atendible del sistema político uruguayo refiere al sistema de partidos, que, a falta de un término más adecuado llamaremos bipartidismo fragmentario, en el sentido en que a continuación se verá. La definición es simplemente convencional, e implica tomar distancia frente a las caracterizaciones apresuradas que hablan de bipartidismo falso-multipartidismo real: en nuestra opinión, los llamados partidos tradicionales, que hasta hoy dominan la escena política del país, son efectivamente partidos políticos y no meras federaciones de grupos. Sin embargo, ciertas características típicas del sistema de partidos uruguayos sugieren la conveniencia de agregar un calificativo —fragmentario— que pretende dar cuenta de esas originalidades.
Como muestra el cuadro 2, existen muy buenas razones para hablar de un régimen efectivamente bipartidista: entre 1942 y 1982, para tomar un periodo suficientemente extenso, en una definición restringida —esto es, identificando los partidos con los lemas—, los partidos tradicionales oscilan entre el 79,9 % y el 91,0 % de los votos, en los años 1948 y 1982. En una definición más amplia, incorporando en los partidos aquellos lemas —como el Partido Nacional Independiente—transitoriamente separados del lema común pero con voluntad manifiesta de reintegrarse a él, los porcentajes oscilan entre el 81,3 % en 1971 y el 91,7 % en 1982. En todos los casos, los votos no pertenecientes a los partidos tradicionales fueron minoritarios, y, salvo en la elección de 1971, en que una inmensa mayoría de esos votos confluyeron en un lema común —el Frente Amplio, que por razones legales utilizó la denominación Partido Demócrata Cristiano—, se dispersaron en múltiples organizaciones pequeñas.
Cuadro 2. El sistema bipartidista fragmentario.
Indicadores de distribución de resultados electorales (1942-1982)
(a) Solo lemas, en sentido estricto.
(b) Incluye lemas temporariamente separados del lema mayor, al que luego regresaron.
(c) El Frente Amplio estaba proscripto.
Cuadro 3. Votos para partidos tradicionales en el total, en porcentajes
(*) El Frente Amplio estaba proscripto.
Fuente: Elaborado con datos de Fábregat (1950, 1957, 1959, 1964, 1982), Filgueira (1976) y Corte Electoral.
Cuadro 4. Partidos triunfantes en instancias electorales por departamento (1946-1982)
(*) El Frente Amplio estaba proscripto.
Fuente: Elaborado con datos de Fabregat (1950, 1957, 1959, 1964, 1968) y Corte Electoral.
Los datos de los cuadros 3 y 4, a su vez, muestran que el predominio del sistema bipartidista es de hecho un fenómeno generalizado a nivel nacional. Aceptando una definición muy estricta del carácter de cada partido, y dejando de lado a los lemas temporariamente separados del tronco mayor, los datos del cuadro 3 indican que, salvo para el caso de Montevideo en 1971, los partidos tradicionales obtuvieron siempre porcentajes que superan el 70 % de los votos en todos los departamentos del país. Si tomamos el periodo 1962-1971, en que todos aquellos lemas temporariamente separados vuelven al tronco común, puede observarse que salvo para Montevideo los partidos tradicionales obtienen siempre más del 85 % de los votos, y que en la gran mayoría de los casos superan el 90 %. El cuadro 4, a su vez, muestra que desde 1954 el sistema se acerca a un modelo de bipartidismo con rotación en el poder en casi todos los departamentos de la República: solo Artigas muestra un predominio colorado persistente, solo Flores muestra la persistencia de predominio blanco, y en los restantes casos los resultados electorales tienden a indicar sistemas compartidos de rotación en periodos más o menos extensos.
Pero aunque una percepción agregada al nivel del conjunto del subsistema electoral permita confirmar la idea de un sistema bipartidista, en los hechos, un análisis más detallado del tema sugiere ciertas atipicidades significativas. De hecho, el bipartidismo uruguayo se vincula con un tipo de organización de partidos y del subsistema electoral muy particular (Cisa y Franco, 1976), que determina que, en los últimos cuarenta años, en ningún caso el sublema triunfador obtenga mayoría absoluta de los votos del país y que, en algunas ocasiones, no tenga siquiera la mayoría de los votos del partido, como muestra el cuadro 5. Los datos existentes sugieren, por lo demás, que la fragmentación interna de los partidos tendió a crecer en la misma medida en que se incrementaba la competencia electoral y el sistema se acercaba a un modelo de bipartidismo competitivo, con efectiva rotación de partidos en el poder. Como puede observarse en los cuadros 6 y 7, esa característica fragmentarizante de hecho implica una creciente dificultad en la obtención de mayorías parlamentarias y el correlativo aumento de los costos de indecisión del sistema político.
Cuadro 5. El sistema bipartidista fragmentario: proporción de votos
en los sublemas mayoritarios en cada lema
(1) En los años 1942, 1946 y 1950, el Partido Nacional Independiente vota fuera del lema Partido Nacional. En 1954, el PNI se fragmenta y una porción de este se incorpora al lema. Al mismo tiempo, en ese año se fragmenta el herrerismo, todo lo cual conlleva a la disminución muy significativa de su participación en el total del lema y en el país.
(2) Elecciones para autoridades de los partidos habilitados.
Fuente: Elaborado con datos de Fabregat, (1950, 1957, 1959, 1964, 1968), Corte Electoral y, para 1982, Semanario Opinar.
Cuadro 6. La fragmentación interna de los partidos tradicionales: Partido Colorado
Fuente: Elaborado con datos de Fabregat (1950, 1959, 1964, 1968) y Corte Electoral.
Cuadro 7. La fragmentación interna de los partidos tradicionales: Partido Nacional
(*) Las cifras entre paréntesis incluyen al Partido Nacional Independiente.
Fuente: Elaborado con datos de Fabregat (1950, 1959, 1964, 1968) y Corte Electoral.
¿En qué grado el bipartidismo fragmentario se rompió, en los hechos, en las elecciones de 1971, con la aparición del Frente Amplio? El punto es controvertido y también controvertible. En tren de buscar una explicación precisa, parece necesario distinguir entre el sistema político en su conjunto y el subsistema electoral específicamente. En el sistema político, parece claro que los años en torno a 1971 implicaron la ruptura de la dinámica política centrada únicamente en los partidos tradicionales y el surgimiento de nuevos actores de pretensión partidaria y con propósitos hegemónicos. En el campo del subsistema electoral, en cambio, en nuestra opinión, si bien el resultado de las elecciones de 1971 se aleja en medida sensible del modelo bipartidista clásico, la interpretación más razonable sugiere que el bipartidismo fragmentario se mantuvo vigoroso a nivel nacional, aun cuando desapareció totalmente en Montevideo. El Frente Amplio alcanzo el 18 % de los votos a nivel nacional, con una composición de su electorado muy heterogénea: mientras en la capital supero el 30 %, en el interior no supero al 10 % y prácticamente en ningún departamento puso en jaque al sistema de política tradicional. En 1982, nuevamente los resultados de las muy peculiares elecciones internas, con el Frente Amplio proscripto, sugiere que, sin perjuicio de cambios atendibles, el bipartidismo fragmentario mantiene su vigencia. y los pocos datos disponibles que permiten prever el resultado electoral de 1984 sugieren lo mismo: el Frente Amplio rompe el sistema bipartidista en el conjunto de la dinámica política, pero en términos electorales solo lo destruye efectivamente en Montevideo.
Más allá de la constancia de la vigencia de un sistema de bipartidismo fragmentario, el problema es avanzar en la explicación de su génesis, su rol y sus perspectivas. Pero para esto encontramos límites importantes en la investigación y en la información disponible: sin duda, se requieren muchos estudios adicionales. La información presentada hasta aquí sugiere la fuerza del sistema, que se ha mantenido razonablemente estable, a lo largo del tiempo, que ha absorbido exitosamente la expansión de la participación electoral, que ha logrado incorporar mecanismos de rotación en el poder en diversos niveles del sistema, que ha sobrevivido a cambios lentos pero efectivos en los niveles de escolarización, industrialización y urbanización y que, con más o menos cambios —en general, más bien pocos— ha sobrevivido exitosamente a los tres grandes interregnos políticos en la historia del país: el militarismo entre 1875 y 1885, el terrismoentre 1933 y 1942 y muy especialmente el autodenominado proceso cívico-militar instalado en 1973.
Cuadro 8. Correlaciones entre el voto a las alternativas no tradicionales
y características básicas de la estructura social
(19 departamentos de la república)
Fuente: Filgueira (1976).
En un primer nivel de análisis, el cuadro 8 permite pensar en la existencia de mecanismos estructurales que inciden en la determinación de la existencia de un sistema bipartidista. Como puede observarse, en general son altas las correlaciones que vinculan características culturales y porcentajes de votos a partidos no tradicionales. El no tradicionalismo crece en los departamentos más urbanizados, más industrializados y más alejados del modelo rural tradicional. Esto era así en 1966, pero también en 1962, cuando los partidos calificados como no tradicionales carecían, todavía, de cualquier vinculo entre sí e incluían un espectro ideológico bastante más variado que en 1971. Pero en cualquier caso, como vimos, el porcentaje de votos no tradicionales es tan pequeño en dieciocho de los diecinueve departamentos, que los que nuestros datos plantean es más un nuevo problema que una solución a la cuestión planteada: cómo y por qué esas determinaciones estructurales no se generalizan al grado de poner en jaque al propio sistema bipartidista. Pero eso nos lleva al punto siguiente, relativo a los mecanismos de determinación y autonomía del sistema político y a la dominación de los sistemas de legitimación retributiva.
Mientras tanto, solo caben dos explicaciones posibles a la supervivencia del sistema bipartidista fragmentario. La primera explicación —que un sociólogo o un historiador nunca debería descartar— es que, efectivamente, el sistema del bipartidismo fragmentario expresa razonablemente las necesidades de la población y representa adecuadamente las demandas de la inmensa mayoría. Ciertamente, en nuestra opinión, esta explicación es más cierta que falsa, pero como se remite al problema de la legitimidad retributiva también quedará para el punto siguiente. Cabe otorgar, en cambio, más importancia a la segunda explicación —la más habitual y probablemente las más certera—, que remite al sorprendente y originalísimo mecanismo institucional que configura el sistema electoral uruguayo —sin equivalentes en la legislación comparada— y las consecuencias de este en la configuración del sistema de partidos, determinando el campo de estrategias óptimas o subóptimas de los diversos actores políticos —partidos, dirigentes partidarios, fracciones partidistas o electorales.
Paradojalmente, existen muy pocos estudios sobre el sistema en cuestión, ni siquiera desde el punto de vista jurídico. Tampoco existen investigaciones que evalúen sus efectos en la definición de estrategias en los actores políticos. Pero parece claro que la actual legislación configura un entorno para la toma de decisiones políticas que, por una parte, es normalmente irracional desde el punto de vista colectivo, y al mismo tiempo, para los actores políticos determina los parámetros en torno a los cuales se adoptan decisiones que aparecen como racionales. Así, a nivel del conjunto del sistema político parece irracional asignar oportunidades de poder a conglomerados en los que el fraccionamiento de subgrupos dificulta el consenso en torno a programas y —sobre todo— obstaculiza la aplicación de cualquier política estable. Pero a nivel de cada partido aparece como racional —en términos de captación de votos— la acumulación de conglomerados muy diversos a los que no cabe exigirles seriamente identificación programática; a nivel de cada fracción aparece como racional su articulación en el campo de un sublema posiblemente mayoritario, de forma de sumar a los propios votos de aquellos que —dentro del mismo partido— tienen posiciones marcadamente diversas; a nivel de cada dirigente aparece como irracional optar por caminos externos a los del propio lema —y, por lo tanto, la opción de permanecer en él se configura como una decisión racional—, y a nivel del elector, finalmente, aparece como racional optar por asignar su voto a agrupamientos partidarios que configuran efectivas alternativas de poder que maximizan su veto al gobierno vigente, aun cuando no maximicen en igual forma sus deseos programáticos o sus perspectivas ideológicas. y en forma equivalente a otros ámbitos tan diversos como la carrera armamentista o la publicidad, la permanencia de un sistema socialmente irracional se basa en que configura el entorno de decisiones que, en cada nivel, aparecen como racionales para sus autores. El resultado es paradojal, obliga a cualquier grupo que aspire a romper el sistema bipartidista a estructurarse sobre las mismas bases de legislación electoral y partidaria que, una vez en el poder, disminuye la oportunidad de tener un programa sólido y, en caso de tenerlo, dificulta la implementación del mismo. y al mismo tiempo implica el mantenimiento de un sistema de partidos —y luego, de un gobierno— cuya fragmentación es la contracara de su unidad, ambas reales. El cuadro 9 ilustra los efectos de la fragmentación en las elecciones de 1971.
¿En qué medida el comportamiento político en general y la conducta electoral en particular es expresión de ciertas características sociales definidas fuera o antes del sistema político por el marco de relaciones sociales más generales en las que las personas, grupos y organizaciones se insertan? ¿En qué medida los diversos partidos, fracciones o sectores políticos representan o expresan los intereses de diversos grupos, estratos o clases sociales? El tema es clásico, relevante y tradicionalmente controvertido, y cualquier respuesta sencilla —de las habituales en la discusión política e ideológica— es por lo menos apresurada. Para intentar formular una primera respuesta conviene proceder por pasos sucesivos.
Cuadro 9. La fragmentación del sistema electoral: número total de listas por lema y listas con menos de 500 votos según lema y departamento (1971)
Fuente: Sócrates (El País, 10.4.1983).
La investigación comparada —y la poca disponible sobre el país— sugieren que la constitución del comportamiento político refiere siempre a los sistemas de clivajes dominantes en un momento determinado en la vida de una sociedad. ¿A qué llamamos clivajes? Sintéticamente, llamamos aquí clivajes a puntos o fuentes de ruptura, contradicción o conflicto en torno a los cuales se constituyen actores políticos, sean estos partidos, organizaciones no partidarias, movimientos sociales o electores individuales.
En la bibliografía disponible sobre el sistema político uruguayo se han identificado dos grandes grupos de clivajes: los sociales y los políticos. Los clivajes sociales pueden definirse sin referencia directa al sistema político, e incluyen clivajes de muy diverso tipo. En el caso uruguayo, los más relevantes son los siguientes:
a. Clivajes clasistas: se constituyen a partir de la estructura de clases de la sociedad, definida en función de la propiedad de medios de producción, la posesión de estos, la realización directa de trabajo productivo o la contratación de trabajo asalariado.
b. Clivajes de estratificación social: se constituyen a partir del diferente grado de posesión de atributos socialmente valorados, como los ingresos, el prestigio ocupacional, los estilos de consumo o la educación.
c. Clivajes sectoriales: determinados por su relación con los diversos sectores de la economía, en un sentido aproximadamente similar al utilizado en la contabilidad nacional (agropecuario, ganadero, agrícola, industrial, textil, etc.).
d. Clivajes de área de residencia: se constituyen a partir de la residencia urbana/rural, y eventualmente pueden considerarse más complejos que una simple dicotomía, distinguiéndose niveles de urbanización.
e. Clivajes de gran área: oponen los actores constituidos a partir de la oposición entre Montevideo y el interior del país.
f. Clivajes culturales: definidos por el tipo de cultura dominante en diversas áreas, que calificaremos como tradicionales y modernas.
g. Clivajes generacionales: se definen a partir de la oposición de grupos de edad: jóvenes-no jóvenes, ancianos-no ancianos, etcétera.
h. Clivajes basados en las diferencias de sexo: hombres y mujeres.
Podrían eventualmente identificarse más clivajes sociales —en otros países inciden decisivamente factores étnicos, lingüísticos, religiosos, regionales, etc.—. Para el Uruguay, sin embargo, probablemente estos alcanzan para una previa referencia al sistema político. En la bibliografía se han estudiado al menos cuatro, que son indudablemente relevantes:
i. Clivajes referidos a los sistemas de legitimidad: se constituyen a partir de la prevalencia de diversos mecanismos y sistemas de racionalización del poder, por los cuales los gobernados otorgan a los gobernantes derecho a gobernar. Distinguiremos —en el punto 2.4— entre cuatro sistemas básicos de legitimidad.
j. Clivajes referidos a las adhesión partidaria: se definen por la adhesión a algún partido o partidos por oposición a otros, y tradicionalmente tienen dos grandes versiones manifiestas en la oposición entre Partido Nacional y Partido Colorado o en la oposición entre el conjunto de los partidos tradicionales y el Frente Amplio.
k. Clivajes referidos al nivel del sistema: se constituyen a partir de la segmentación del sistema entre niveles locales y centrales (o nacionales), que gozan entre sí de relativa autonomía.
l. Clivajes relacionados con la ideología: se definen a partir de la ubicación de los actores en un espacio ideológico de múltiples dimensiones que pueden agruparse sin dificultades mayores en un continuo unidimensional derecha-centro-izquierda, o que pueden definirse como una suma ponderada de posiciones ante problemas de diverso tipo, no susceptibles de alinearse en una única dimensión.
La bibliografía existente —producto básicamente de la acción de historiadores, sociólogos, estudiosos de ciencia política y ensayistas de diversa raigambre— ha examinado preliminarmente la incidencia de estos clivajes en aspectos decisivos de la historia del país. La constitución temprana de dos grandes proyectos nacionales —el rural tradicional y el industrial batllista— sería inentendible sin el juego de los clivajes sectoriales, clasistas, estratificacionales, de área de residencia, de gran área, culturales, de adhesión partidaria e ideológica. Algo parecido puede decirse con la conformación de ideologías reformistas y conservadoras en la primera mitad del siglo: no se entenderían sin referencia a un conjunto muy amplio de clivajes clasistas y sectoriales —por una parte— y los clivajes de adhesión partidaria, de sistemas de legitimidad y de base ideológica, lo que determina la constitución y las modalidades de acción de los grupos de presión y —como veremos— lo que determina la escisión entre diversos tiempos, niveles y escenas políticas. y seguramente podría seguirse indicando puntos en los que el comportamiento político —en su sentido más amplio— y el comportamiento electoral, específicamente, solo pueden entenderse en relación con el sistema de clivajes.
¿Pero, cómo juega ese sistema? ¿Cómo se articulan los diversos clivajes? ¿Cómo se relacionan con el comportamiento electoral? ¿Qué incidencia tienen en la consolidación de un orden democrático? Por el momento analizaremos la relación entre los clivajes sociales y la determinación de clivajes partidarios.
El grado en el que el futuro —o el presente— puede explicarse en términos similares al pasado es un problema clásico de la metodología de las ciencias sociales. El presente y —aun más— el futuro pueden ser diferentes: los sistemas sociales son sistemas abiertos a la libertad humana y al cambio, en los que la innovación es un fenómeno muchas veces tan frecuente como la permanencia. Pero a falta de conocimiento del presente, no existe otra alternativa que recurrir al pasado como fuente de hipótesis, para ilustrar los mecanismos estructurales que, de alguna manera, configuran la propia situación actual y permiten caracterizarla.
El problema de la determinación del comportamiento político cae entero dentro de esta problemática: sabemos poco sobre la actualidad y algo más sobre el pasado. Por eso, conviene comenzar analizando cómo fueron las cosas, aclarando previamente que las generaciones que se presentan a continuación tienen como base empírica la información electoral del periodo 1958-1971, y que pueden razonablemente aceptarse hasta 1982. Para 1984 el punto es más controvertible: es razonable pensar en cambios en el comportamiento político y en las relaciones entre ese comportamiento y el sistema de clivajes que lo define y articula.
Procederemos en dos fases: en primera instancia caracterizaremos contextos políticos —en este caso, básicamente, departamentos o regiones del país—; a continuación nos referiremos a comportamientos. La hipótesis más general es que el comportamiento está afectado —si no determinado— por el contexto, y que, por ejemplo, la probabilidad de que una persona de características x, y o z se comporte de determinada manera, no es idéntica en contextos diversos.
Para comenzar a responder el tema conviene establecer que, en nuestra opinión, el sistema de clivajes operó determinando, en primera instancia, el surgimiento de diversos contextos políticos, a partir de la escisión entre Montevideo y el interior del país, y, dentro de este, entre áreas de diverso grado de industrialización.
El contexto político montevideano es un contexto particular, aun cuando los montevideanos vivamos la escena política capitalina como si fuera la nacional. En este contexto mucho más industrializado, urbanizado y moderno que el conjunto del país adquieren relevancia decisiva clivajes ideológicos, generacionales, estratificacionales y clasistas, que determinan comportamientos políticos y electorales muy diversos. Como puede verse en el cuadro 10, la distinción entre Montevideo y el interior del país marca una distinción decisiva en cuanto a la proporción de votos de izquierda.
Cuadro 10. Votos al Frente Amplio en el total de los votos,
según nivel de industrialización (1) de los departamentos (1971)
(1) La industrialización se evalúa a partir del porcentaje de población económicamente activa empleada en el sector secundario. Censo de Población y Vivienda, 1975.
(2) Maldonado, Canelones, Colonia, Paysandú, Salto.
(3) Lavalleja, Rocha, Río Negro, Rivera, San José, Soriano, Florida, Flores, Artigas, Durazno, Cerro Largo, Tacuarembó, Treinta y Tres.
El voto al Frente Amplio crece en los contextos más industrializados. Pero no solo el voto al Frente Amplio aparece contextualmente determinado. Algo similar ocurre, en las mismas elecciones, con el voto a Aguerrondo, como muestra la figura 2: cuando menor la proporción de población urbana, mayor la proporción de votos a Aguerrondo en el total del electorado. y podría seguirse con múltiples ejemplos: el voto a Luis Batlle en 1954, el voto al ruralismo en 1952, el voto al fidel desde 1962 en adelante, etc.
Figura 2. Relación entre el voto por Aguerrondo e importancia de las industrias
en la población activa (1962)
Como vimos, los contextos más urbanos, más industriales, con mayor nivel de producto bruto per cápita, tienen, en general, una mayor proporción de votos a la izquierda. Los contextos menos urbanos, más ganaderos, más atrasados, con mayor grado de analfabetismo, tienen en general más votos a alternativas como la presentada por el general Aguerrondo o —más atrás—, Herrera o Nardone. Pero sería erróneo inferir de allí que los ganaderos votan a, o que los obreros votan a. Deplorablemente se sabe poco sobre el tema.
Es claro que el comportamiento político de los diversos grupos varía según el contexto: la proporción de obreros que votó al Frente Amplio o la profesión de empleados públicos que votaba a Luis Batlle no es idéntica en diversos contextos. Pero, más allá de eso, ¿dónde reclutan sus votos los diversos grupos?
La información disponible —básicamente para Montevideo— sugiere que los diversos clivajes juegan, en primer término, determinando diversos segmentos o conjuntos de población que varía esencialmente en su nivel de orientación al sistema político: participantes/no participantes, interesados/no interesados. En las instancias electorales, esos segmentos se expresan básicamente en su diverso nivel de decisión y permiten clasificar a la población en varios grupos en función, justamente, de su grado de decisión electoral y la firmeza de esta. Es muy claro que la izquierda —básicamente, los votantes del Frente Amplio— está configurada en una proporción muy significativa por personas con alto interés político, alto grado de participación, relativamente alto nivel de información y un fuerte grado de estructuración —y aún, rigidez— de sus percepciones y opiniones. En el extremo opuesto, la adhesión al Partido Colorado está configurada básicamente por una proporción significativa de personas con bajo interés político, muy bajo grado de participación, relativamente bajo nivel de información y bajo grado de estructuración de sus percepciones y opiniones. Es en este contexto donde se articulan los diversos clivajes determinando diversos comportamientos políticos.
La información disponible sugiere que la demarcación entre votos a la izquierda y votos a los partidos tradicionales está básicamente determinada por clivajes de tipo ideológico, mucho más que por clivajes de base social. Las únicas fuentes disponibles a este respecto son encuestas de electores realizadas con relativa frecuencia desde 1970 a la fecha por investigadores académicos o empresas privadas, que en general ofrecen resultados consistentes. En general, el Frente Amplio obtuvo en el pasado —y obtendrá muy probablemente en las próximas elecciones— una proporción muy alta de votos dentro de los electores clasificables como de izquierda; obtuvo una proporción alta de votos entre los electores menores de 30 años; obtuvo una proporción alta de votos entre la población con educación secundaria y universitaria; obtuvo una proporción alta de votos entre la población con ingresos medios y medios altos y obtendrá una proporción particularmente alta entre los electores con educación subretribuida —esto es: educación relativamente alta e ingresos medios—. En cambio, para 1971 no existió ninguna relación precisa entre ocupación y voto: esto es, el Frente Amplio no obtuvo una proporción de votos entre los obreros significativamente mayor que entre los no obreros, entre los asalariados mayor que entre los no asalariados, entre los empleados mayor que entre los no empleados. Deplorablemente, no se conocen estudios que relacionen sindicalización y voto, ni tampoco se dispone de estudios que vinculen la ocupación, el tamaño del establecimiento donde se trabaja y el voto. Pero en todo caso, existe razonable evidencia para afirmar que el voto al Frente Amplio fue un voto de base ideológica, reclutado en sectores más bien jóvenes, de ingresos medios y de educación alta de contextos caracterizados por su relativamente alto nivel de industrialización y modernidad. En cambio, no existe evidencia alguna para afirmar que se tratara de un voto clasista, definido a partir de la ocupación, la condición de clase o el origen de clase; por el contrario, los estudios disponibles muestran reiteradamente que fue un voto de posición o identificación de clase, en el sentido de una adhesión subjetiva a una clase o un conjunto de clases al que no siempre se pertenece.
Es interesante entender que si la determinación del clivaje entre el Frente Amplio y los partidos tradicionales aparece bastante ligada al antedicho sistema de clivajes, es mucho más complejo determinar qué factores distribuyen el voto entre los partidos tradicionales. Por una parte, el hecho de reclutarse en sectores de interés y decisión política muy variable determina que entre los votantes de los partidos tradicionales existan grupos muy diferentes, y que el perfil social de los militantes decididos sea muchas veces muy diferente al perfil social de los votantes finales. Por otra parte, la relación entre las bases sociales y el voto aparece más claro a nivel de un sublema o listas que a nivel de! conjunto del lema. Un año antes de las elecciones internas de 1982, la adhesión al grupo Por la Patria se reclutaba básicamente en sectores jóvenes, de educación alta, ingresos medios, medios altos y altos, nacidos en Montevideo y residentes en las zonas más modernas de la capital. En el momento del voto en las internas, en cambio, Por la Patria había extendido su perfil, atenuando todos esos factores y obteniendo votos en sectores menos interesados y decididos, que le permitieron alcanzar población de más edad, sectores de menor educación, sectores de ingresos más bajos y electores en todas las zonas de la capital. Pero los votos canalizados a Libertad y Servicio —que, en una elección nacional, se hubieran sumado a los de Por la Patria, por efecto de la Ley de Lemas— se reclutaban entre personas de ingresos altos y muy altos —por una parte— y bajos y muy bajos, por otra; alcanzaban particularmente a personas mayores de 50 años, especialmente en zonas tradicionales de la capital, e incluían diversos niveles de educación. Como consecuencia de esto, si pudiéramos analizar los votos al Partido Nacional en las elecciones internas de 1982 encontraríamos que, al menos en la capital, había desdibujado la incidencia de clivajes sociales.
En grado aún mayor que el Partido Nacional, la adhesión al Partido Colorado —en su conjunto— parece relativamente independiente del sistema de clivajes sociales básico. El Partido Colorado recluta sus votos en clases, estratos, grupos de edades, niveles de educación y departamentos diversos, con más éxito y en mayor medida que los otros dos grandes agrupamientos políticos. En las elecciones internas de 1982, el voto a Pacheco Areco se reclutó fundamentalmente en las personas mayores de 50 años, en personas de ingresos bajos, en personas nacidas en el interior del país y sobre todo en medios rurales —y emigrados luego a Montevideo—, en personas con ocupaciones bajas o calificadas, etcétera. Pero el voto a Sanguinetti-Tarigo es un voto que no revela una pauta precisa de relación con ningún segmento particular de la población. En su conjunto, sin embargo, el voto al Partido Colorado parece reclutarse especialmente en el segmento de los menos interesados en la política, de los que tienen menor grado de participación y de los que —por consiguiente— deciden su voto en las instancias más cercanas al acto electoral.
¿Por qué es esto así? En nuestra opinión esto se relaciona con la llamada autonomía del sistema político, la contracara de su determinación. Una característica básica del sistema político en las sociedades capitalistas modernas es su autonomía respecto al sistema social en general y al sistema de clases en particular. Reconocer que esta autonomía no es completa es realmente trivial; indagar los vínculos entre sistema político y sistema social es una tarea imprescindible de investigación. Pero conviene subrayar que la evidencia disponible sobre Uruguay sugiere que el sistema político uruguayo se caracterizó, desde mucho tiempo atrás, por su elevado grado de autonomía respecto al sistema social. La tuvo desde su independencia, y se consolidó particularmente al amparo de la experiencia batllista, para mantenerse y desarrollarse, con variaciones, a lo largo del tiempo en todo el siglo xx —incluido el proceso cívico-militar—. y una manifestación de esa autonomía es la relativa independencia del sistema de partidos respecto a los clivajes sociales básicos que determinan los comportamientos políticos.
Si tuviéramos que resumir, en esta etapa del estudio, alguna conclusión básica, la expresaríamos en torno a dos ideas centrales: en primer lugar, afirmando que el sistema de partidos y el comportamiento electoral expresan una compleja articulación de clivajes y que cualquier perspectiva monoclivática es excesivamente simplista para dar cuenta de la realidad; en segundo lugar, afirmando que, por eso mismo, el sistema de partidos y el comportamiento electoral —en el Uruguay tradicional— han sido instrumentos poco eficientes para hacer llegar al sistema político las demandas de cualquier grupo, clase o sector definido a partir de un único clivaje, por lo que estos se expresaron en general a través de grupos de presión. En rigor, si algo muestra en forma consistente el análisis de los resultados electorales uruguayos desde los cincuenta a la fecha, es la inconvertibilidad electoral de los clivajes de base social en general y, particularmente, de los clivajes de tipo clasistas: ningún agrupamiento político significativo puede considerarse expresión de un electorado definido a partir de clivajes sociales precisos. Todos son, en alguna medida, resultado de una articulación multiclivática. Y, aún más, en la medida en que se aspira a organizaciones políticas de escala suficiente como para acceder al poder, las características multicliváticas son una condición necesaria.
La autonomía del sistema político, entonces, tuvo costos, a la par de beneficios. Los principales beneficios derivan de que un sistema político efectivamente autónomo es condición necesaria de un orden democrático. Los costos derivan de que, en ocasiones, un sistema político demasiado autónomo arriesga su propia estabilidad. En el pasado, la independencia del sistema permitió la afirmación de una democracia exitosa, pero también llevó a la ruptura del sistema institucional. Pero esto nos lleva a la discusión de los últimos dos rasgos relevantes: la temática de la legitimidad y la problemática de la doble escena.
¿Por qué se adhiere a un grupo, partido o fracción política? ¿Por qué se otorga a un gobierno el derecho de gobernar? ¿Cómo se evalúa la gestión de gobierno? Las tres preguntas no tienen la misma respuesta, pero todas las respuestas refieren al mismo tema: la legitimidad. Es una ley de la ciencia política que ningún gobierno es nunca lo suficientemente fuerte como para consolidar su gobierno si no logra convertir su mandato en derecho y la obediencia de los gobernados en deber. La base sobre la que logra esa aquiescencia es, justamente, el sistema de legitimidad.
Existe abundante bibliografía sobre el tema, pero —nuevamente— poca información empírica sobre el Uruguay. Con fines simplemente expositivos distingamos cuatro sistemas de legitimidad relevantes: el que llamaremos racional-legal se funda en que los gobernados consideran que el gobierno tiene una legitimidad de origen de acuerdo a las normas legales y constitucionales del país; el que llamaremos retributivo se funda en que los gobernados evalúan positivamente los beneficios que el gobierno les proporciona con su gestión; el que llamaremos carismático se basa en la adhesión a una personalidad de características extraordinarias o extracotidianas, con la cual el gobernado se identifica aun cuando se despreocupe del origen legal de su mandato o de la retribución material de su adhesión. y dentro del retributivo distinguiremos dos: el que llamaremos retributivo particularista, que se basa en la evaluación del beneficio personal obtenido, y el que llamaremos retributivo sectorial o retributivo ideológico, que se basa en la evaluación del beneficio obtenido por un grupo, clase o sector con el cual el gobernado se identifica. La bibliografía académica sobre el tema distingue más sistemas de legitimidad, pero alcanza con los anteriores para el análisis que nos proponemos obtener.
La principal hipótesis de este trabajo es la clara predominancia de sistemas de legitimidad retributiva en el conjunto del sistema político uruguayo. La legitimidad retributiva-particularista es el principal criterio de orientación al sistema político de la gran mayoría de la población, especialmente en los niveles - locales, en las áreas rurales, en el interior del país, en los estratos de edades más altas, ingresos más bajos, educación menor y ocupaciones menos calificadas. La legitimidad retributivo-sectorial o retributivo-ideológica es el principal criterio de orientación en los estratos de ingresos más altos, de educación más alta, de mayor nivel de organización y sindicalización, en los contextos urbanos y más industrializados. La legitimidad racional-legal se concentra en general en estratos medios-altos y altos, de educación media alta, ocupación media y alta y medios urbanos. Un problema crítico de cualquier gobierno es compatibilizar sus necesidades de mantenerse en el poder con el predominio de dichos criterios de legitimidad. Un problema crítico de cualquier oposición deriva de manejar esos criterios antes y después de un eventual acceso al gobierno.
El resultado de esos dilemas es, como veremos, el desarrollo de un sistema de clientelismo autosustentado que está en la base del conflicto social, la expansión del gasto público, la dificultad de implementar políticas estables, el déficit fiscal y el mantenimiento del sistema de partidos tradicionales —temas todos que, desde la izquierda y la derecha, han concentrado la atención del país en estos años.
Como puede entenderse, la información empírica disponible sobre la generalización de los mecanismos clientelísticos es limitada, pero aun así es posible presentar evidencias fuertes. En el cuadro 11 se presenta información respecto a un aspecto específico del clientelismo —la utilización de empleos públicos como mecanismos de captación de adhesiones—, tomando un año concreto: 1967. En enero y febrero de este año se mantiene el gobierno del Partido Nacional derrotado en las elecciones; a partir de marzo asume el nuevo gobierno el Partido Colorado. Los datos sugieren la generalización del clientelismo como sistema autosustentado: antes de irse el Partido Nacional, ingresan 2612 funcionarios, equivalentes al 1,2 % del empleo público total; luego de acceder al poder, el Partido Colorado incorpora 7133 funcionarios, equivalentes al 3,39 %. En el total del año el empleo público aumenta un 4,6 %, cifra particularmente significativa en una sociedad con capacidad particularmente limitada de expandir el empleo (Aguiar, 1980, 1982). Las figuras, a su vez, muestran con claridad el comportamiento clientelístico generalizado en un sector como las empresas públicas, que en términos generales es considerado más empresarialmente manejado que, por ejemplo, la Administración Central y sus municipios. El cuadro 12, finalmente, permite analizar la generalización de los mecanismos clientelísticos a lo largo del tiempo: como puede observarse, sin prejuicio de variaciones en las tasas de crecimiento a lo largo de los años, en los últimos cincuenta años la proporción de funcionarios públicos y pasivos sobre el total de votantes tiende a crecer en forma sistemática, por lo que perfectamente puede fundarse la hipótesis de que el clientelismo —aparte de satisfacer una necesidad funcional del sistema— está en la base de la efectiva subsistencia del sistema de partidos y es uno de los elementos de explicación de su autonomía respecto a mecanismos representacionales.
Cuadro 11. Funcionarios públicos ingresados en el año 1967
Fuente: Oficina Nacional de Servicio Civil, Primer Censo Nacional de Funcionarios Públicos (1969).
Cuadro 12. El sistema clientelístico: indicadores de evolución del número de pasividades y cargos públicos en relación con el número de votantes (1930-1969)
(1) Los datos corresponden al Primer Censo Nacional de Funcionarios Públicos, que no incluye al personal de tropa. El Ministerio de Defensa Nacional solo figura con funcionarios.
(2) Se toman las elecciones de 1930, 1932, 1954 y 1962. Las de 1932 registran menor participación por ser elecciones para el Consejo Nacional de Administración.
En 1971 el 52 % de los electores eran pasivos o empleados públicos.
Figura 3. Fechas de ingreso de funcionarios de ancap
Conviene —sin embargo— finalizar esta etapa del análisis subrayando que el clientelismo, en el sentido limitado de empleos públicos y pensiones indica sólo una de las dimensiones significativas de la legitimidad de tipo retributivo-particularista. Se conoce mucho menos las formas de operación de este tipo de retribución a nivel local, donde el juego de los eventuales servicios de las Intendencias abre un inmenso campo de retribuciones particularistas especiales: la concesión de puestos de feria, las adjudicaciones de licitaciones, los contratos de servicios y obra. y menos aún se conoce la operación del sistema clientelístico por fuera del aparato estatal a partir de la conexión que el caudillo o líder político ofrece, como persona vinculada, para el acceso a ciertos servicios o la satisfacción de ciertas necesidades esenciales. Porque, en definitiva, en nuestra opinión, el sistema clientelístico o es más que la forma moderna de presencia del Uruguay pastoril y caudillista, que no desapareció con Latorre y la Asociación Rural en el último cuarto del siglo xix, sino que fue absorbido —en sus personas y en sus funciones— en el marco del aparato estatal, sobre todo en las instancias locales.
Figura 4. Fechas de ingreso de funcionarios de ute
Fuente: Boneo (1972).
Pero la legitimidad retributiva no termina con el clientelismo. La evidencia existente sobre el sistema político uruguayo, basado en hipótesis formuladas ya tiempo atrás, lo caracteriza como un sistema de compromiso entre grupos y sectores, compromiso que se canaliza fundamentalmente a través de grupos de presión y en periodos interelectorales, y que se afirma sobre mecanismos variados que inciden en la distribución del ingreso, en los precios relativos y en la distribución diferencial de recompensas y sanciones (Solari, 1967; Berenson, 1975; Aguiar, 1977). Los datos existentes confirman esa hipótesis y muestran la estrecha relación entre los mecanismos de compromiso y las instancias electorales.
De acuerdo a los datos presentados en la figura 5, sugeridos por González Ferrer (1976), existe una estrecha correlación entre la existencia de una instancia electoral y el aumento del salario real de los trabajadores, en un periodo suficientemente extenso como para que la evidencia empírica pueda considerarse razonablemente concluyente. Información presentada por Rial (1982) sugiere que la misma relación se encuentra entre la existencia de instancias electorales y el aumento del valor real de las jubilaciones. En años electorales, por lo tanto, parece claro que los gobiernos no solo incrementaron significativamente la concesión de empleos y pasividades, sino que, al mismo tiempo, favorecieron los intereses inmediatos de las capas mayoritarias de la población —asalariados y pasivos—. Aunque solo fuera en estos términos, parece justificado hablar de un efecto objetivamente inflacionario del sistema político tradicional (Notaro y González Ferrer, 1980).
Figura 5. Índice anual de los salarios reales del sector privado de Montevideo
Nota: Los años indicados son electorales.
Fuente: González Ferrer (1976).
Pero como muestran los estudios, el sentido en el que cabe considerar inflacionario al sistema político tradicional —y su conexión con el sistema electoral— es más amplio que el derivado del simple juego de los mecanismos clientelísticos. En la figura 6 se transcriben resultados de estudios recientes que cabe considerar concluyentes (Díaz, 1982) y que permiten incluir los momentos de inyecciones de dinero en el sistema monetario con una teoría sociológica más general que incluye el conflicto social y las estrategias de los principales actores políticos, y que es compartible con la evidencia existente sobre el subsistema electoral y el sistema político. Parece claro que existe una relación precisa entre las inyecciones de moneda en el sistema monetario y la existencia de instancias electorales, y que estas inyecciones de moneda no son simplemente la expresión de un clientelismo basado en demandas de tipo particularista sino, más ampliamente, la manifestación de un mecanismo más general, propio de un sistema político que satisface demandas retributivas muy diversas a través de la inflación, sobre todo en las instancias en que está en juego la continuidad en la titularidad del gobierno.
Figura 6. Los efectos inflacionarios de las instancias electorales
Fuente: Díaz (1982)
Sería tonto suponer que la generalización de mecanismos de legitimidad retributiva es imputable a factores de corrupción o falta de capacidad. Que puedan existir, parece obvio. Lo importante es entender que, más allá de ello, obedecen a mecanismos estructurales de una sociedad. Como ya lo marcara Aldo Solari más de veinte años atrás, el sistema de partidos tradicionales cumple en el país una serie de funciones no políticas, propiamente integrativas del sistema social y ese rol funcional viene de lejos, desde el propio proceso de construcción del Estado nacional, expresando de alguna manera necesidades estructurales profundas. Uno de los aspectos más interesantes —y no estudiados— del proceso cívico militar es cómo, a poco de instalado, debió hacerse cargo, de hecho, del cumplimiento de las mismas funciones clientelísticas y del mismo tipo de retribuciones —particularistas y sectoriales— que debía encarar regularmente el sistema político tradicional. y es poco probable que en el futuro próximo el país pueda alterar radicalmente sus orientaciones de legitimidad.
Lo cierto es que en el marco del sistema político tradicional —hasta 1973—, el dominio del sistema de legitimidad retributiva fue un aspecto crítico. Mientras el país obtuvo una porción significativa del excedente generado en la economía mundial— a través de precios internacionales excepcionalmente altos—, el sistema político tradicional pudo retribuir las diversas demandas particularistas o sectoriales. Cuando aquella porción disminuyó, también disminuyó la capacidad de satisfacerlas. Pero el sistema de legitimidad retributiva —como el sistema electoral— implica una trampa de hierro: también aquí una irracionalidad colectiva se mantiene porque, para cada decisor individual, aparece como racional mantener el mismo tipo de comportamiento. ¿Acaso no parece racional que un partido que accede al poder incluya personal de su confianza, no solo en los cargos de tipo político sino en diversos niveles del aparato estatal? ¿Acaso no parece irracional atenerse a una estrategia disciplinaria en materia de gastos públicos y déficit fiscal, si esta disciplina arriesga las oportunidades de ser reelecto, en el marco de un sistema de partidos crecientemente competitivo? ¿Acaso no parece irracional negarse a utilizar mecanismos de reclutamiento político que han resultado exitosos para el adversario político? y así, de esa suma de racionalidades individuales se constituye una estructura de irracionalidad colectiva.
Esa irracionalidad colectiva determinada por el descontrol de los mecanismos de legitimidad retributiva tiene múltiples fases y reviste diferentes formas. En nuestra opinión, uno de sus efectos relevantes es la constitución de una forma muy particular de dinámica política que en el Uruguay tradicional escindió la escena política entre tiempos o momentos electorales y tiempos o momentos interelectorales. Esa escisión marco definitivamente el periodo de 1958 a 1973, y probablemente fue una de las principales causas de su final.
La hipótesis central de este trabajo es que el juego de los cuatro factores antedichos —la participación creciente, el bipartidismo fragmentario, la baja convertibilidad electoral de las adhesiones de base social y el predominio de sistemas de legitimidad retributiva particularista y sectorial— llevaron a la constitución de una estructura del proceso político caracterizada por la dualidad de tiempos y de escenas. Por una parte, periodos electorales, con crecientes niveles de participación y competitividad, dominados por un compuesto de clivajes sociales y políticos en el que pierden fuerza y visibilidad los clivajes clasistas y sectoriales; por otra parte, periodos interelectorales, en los que disminuye la participación política, adquieren dominancia los clivajes clasistas y sectoriales y la escena política montevideana. La división de tiempos, como característica estructural, tiene un rol esencial en la configuración de un sistema político inestable: mientras las instancias electorales tienen un rol causal específico en la selección de personal político, en la distribución del poder institucional y en la configuración de las alianzas internas al bipartidismo fragmentario, los tiempos interelectorales, en cambio, tienen un rol esencial para explicar la adopción y estabilidad de las políticas públicas y la determinación del efectivo rol del aparato estatal en la sociedad uruguaya.
Aunque el fenómeno de la doble escena es, en nuestra opinión, una resultante estructural de un conjunto complejo de rasgos del sistema político y del sistema social uruguayo, probablemente se puede ilustrar mejor con la descripción de un proceso: el proceso partidario y electoral que va desde 1958 hasta 1971. Allí se configura con toda claridad la escisión entre los clivajes dominantes en los momentos electorales y los dominantes en los momentos interelectorales.
Cualquier intento de comprender adecuadamente los resultados de las elecciones de 1971 lleva de la mano a las elecciones de 1958: es allí cuando comienzan a configurarse los factores que, trece años después, confluirían en una elección que marca indeleblemente la frustración de los intentos de renovación en el marco del sistema político tradicional y libra definitivamente el camino a la instauración del autoritarismo. Pero las elecciones de 1958 son el punto final de un ciclo político y social que, a su vez, se remite a 1946, por lo que un análisis detallado de los resultados electorales de 1971 implica inevitablemente una visión de conjunto de un ciclo de largo aliento que incluye la fase de industrialización más acelerada y la crisis final del Uruguay tradicional.
En ese periodo, operan, intersecados, clivajes de diverso tipo que configuran un ciclo político particular. Los clivajes de tipo sectorial y clasista dan cuenta básicamente de la dinámica de los periodos interelectorales, de las escenas políticas orientadas a la formulación y evaluación de políticas públicas y de los niveles nacionales del sistema político: es en función de ese tipo de clivajes que se sucede el desarrollo acelerado de las organizaciones sindicales, el avance del proceso inflacionario, las crisis institucionales que implican el recurso a medida de excepción, las alianzas y conflictos en torno a políticas públicas. En los periodos electorales, en cambio, disminuye la incidencia de los clivajes clasistas y sectoriales y se afirman los relativos al área de residencia (urbano/rural), a la gran área (Montevideo/Interior), a la educación formal, a la edad, a las características culturales, a la orientación de legitimación, al sistema de partidos, etcétera.
Vista en perspectiva, esta escisión es resultado de la quiebra de los últimos dos grandes proyectos sociales y políticos surgidos en la matriz del sistema de partidos tradicionales en el marco del Uruguay tradicional: el neobatllismo de Luis Batlle y el programa ruralista hecho visible en Benito Nardone. Desde la época de batllistas y riveristas, probablemente, nunca los partidos tradicionales habían estado tan cargados de consideraciones ideológicas referidas a la organización del país, y por cierto nunca se había registrado una instancia política tan claramente representacional, en la que los actores políticos fueron en buena medida expresión de la convertibilidad electoral de adhesiones obtenidas a partir de clivajes clasistas y sectoriales. Luis Batlle expresa y reúne al empresariado industrial urbano, a los sectores medios de la ciudad y los trabajadores de la ciudad. En el campo el ruralismo, a la tradicional fuerza de los grupos representativos de los más grandes productores rurales agregaba ahora específicamente el peso de una masa electoral significativa, reclutada entre pequeños y medianos productores familiares y asalariados rurales y apoyada en migrantes rurales que habían accedido al medio urbano entre 1946 y 1958. y sobre la base de ese conjunto de adhesiones básicamente clasistas, sectoriales y sociales en general, en 1958, después de 93 años, el Partido Nacional derrota a un conglomerado de grupos urbanos en los que el sector obrero industrial y las capas medias ligadas al aparato estatal configuran un sector de apoyo decisivo.
Los datos disponibles muestran la incidencia efectiva de ciertos clivajes básicos y la relativamente clara autonomía del subsistema partidario. En general los votos por los sublemas herreristas están correlacionados negativamente con la ocupación en el sector secundario, la proporción de obreros industriales y la ocupación en el sector terciario, mientras lo hacen positivamente con la ocupación en el sector primario y —sobre todo— con la proporción de trabajadores por cuenta propia urbanos. Los votos por los sublemas de Fernández Crespo, en el marco del mismo Partido Nacional, muestran correlación negativa con la ocupación en el sector secundario y el porcentaje de obreros industriales, positiva con la ocupación en el sector primario y variable —negativa a veces, positiva otra— con la ocupación en el sector terciario y la proporción de trabajadores por cuenta propia urbana. Los votos por los sublemas de la Lista 15 y la Lista 14, en las tres elecciones analizadas (1954, 1958 y 1962) muestran, en cambio, mucho mayor variabilidad, sugiriendo un efectivo desplazamiento de votos entre ellas en cada una de esas elecciones: mientras que en 1954 la Lista 15 muestra correlación negativa con la ocupación en el sector primario y la proporción de trabajadores por cuenta propia urbanos —un perfil punto por punto opuesto a los sublemas blancos—, esa estructura de correlaciones pasa a la Lista 14 en las elecciones de 1958 y prácticamente desaparece para ambos agrupamientos en 1962. En 1962 se habrán desdibujado todos los potenciales representacionales anteriores, y el sistema de partidos tradicionales perderán perfiles propios en relación con clivajes sociales precisos, aun cuando alguno de sus sublemas pueda mantenerlos. Específicamente, desde principios de la década de los sesenta, no existen correlaciones entre indicadores de ocupación industrial y los lemas o sublemas del Partido Colorado.
Si los datos anteriores muestran la efectiva incidencia de algunos clivajes sociales básicos en los momentos de surgimiento de movimientos de cambio político, también sugieren su relativa disolución en los momentos de implementación de políticas públicas. El periodo de estudio —y, particularmente, la experiencia del primer gobierno del Partido Nacional— serán particularmente ilustrativos en este aspecto. En 1959 y 1960 el nuevo gobierno arremete con su política prorrural, favorable a las ventajas comparativas tradicionales y opuesta al modelo de industrialización de protección necesaria desarrollado hasta allí. En los principales documentos que pautan su política económica se afirma la voluntad de un retorno a la inserción natural del Uruguay en la división internacional del trabajo, se afirma liberalización del mercado de cambios, el desmantelamiento gradual de toda la política industrial, el apoyo a los precios realistas al productor agropecuario, la contención del gasto público, etcétera. En síntesis: la antítesis del neobatllismo. Si este último era en buena medida un proyecto que representaba intereses industriales y urbanos y que reclutaba allí sus adhesiones, el nuevo proyecto implica también una dimensión representacional, expresando intereses propios del mismo ámbito rural en el que recluta sus votos.
Pero ya en 1960 se verán los límites de cualquier política representacional implementada desde el aparato estatal uruguayo. En 1962 ya es notorio el fracaso en la aplicación de la política de reconversión industrial, y el país entra en un caos económico y social sin precedentes en el siglo. Se abre un largo periodo en el que ningún grupo, clase, coalición o partido logra definir y mantener establemente una propuesta política de largo aliento ni proponer un proyecto nacional compartido. Para volver a triunfar en las elecciones de 1962 el Partido Nacional debe orientarse al desarrollo de alianzas de tipo diverso, alejándose de su anterior configuración representacional; si aun recluta proporciones significativas de votantes en el medio rural, su política dejará de ser ruralista. De hecho, el aparato estatal uruguayo ya es demasiado complejo y dotado de intereses propios como para poder servir como instrumento de una política representacional que afirmase un proyecto ruralizador. Por el contrario, cualquier política que quisiera afirmarse desde un gobierno con propósitos de continuidad debía consolidar primeramente sus propios intereses y los intereses de los titulares de los cargos públicos, sumar luego contingentes significativos de adhesiones en diversos sectores urbanos y preocuparse finalmente de obtener adhesiones de base rural, pero ya no para representarlos, apenas si para satisfacerlos.
Así, el proyecto inicialmente ruralista, en manos de ese Estado debía desdibujarse mediante el respeto de las legítimas demandas de los grupos industriales, urbanos y, especialmente, de la inmensa y creciente capa de sectores no productivos. y de esta forma, la continuidad en el poder del Partido Nacional depende, esencialmente, de su disposición a abandonar su proyecto representacional original y recurrir intensivamente al uso de mecanismos de cooptación en el sistema urbano y en los sectores no productivos.
Los resultados de este dilema del ejercicio del poder se ven rápidamente. A poco de comenzada la aventura de gobierno, nuevamente comienza el traslado de excedentes del campo a la ciudad que, en 1959, se había pretendido abandonar para siempre. El clientelismo asume niveles desconocidos hasta entonces: el número de jubilados crece un 44,9 % desde 1958 a 1962. El aparato estatal crece aceleradamente. La peculiar contradicción de la sociedad uruguaya entre una potencial primacía económica agraria y una efectiva primacía social y política urbana reaparecía nuevamente con fuerza singular y mostraba que desde el Estado no configurado al amparo del batllismo sólo podía aplicarse una política que reconociera el predominio de las demandas urbanas y no productivas. No era cuestión de proyectos sino de estructuras: la organización del poder determinaba la transacción con el mundo urbano, si no su pura y simple representación. En el conjunto de los clivajes sociales, los que oponían Montevideo al Interior, y lo industrial-urbano a lo rural, asumían un rol dominante respecto a las articulaciones de base clasistas. En el conjunto de los clivajes políticos, la legitimación clientelística asumía un rol dominante respecto a cualquier forma de legitimación ideológica. y entre los clivajes sociales y los políticos se daba una articulación compleja e inevitable que, como veremos, desmembrará el proceso político en tiempos, niveles y escenas marcadamente diversos. y así, quebrada la posibilidad de proyectos representacionales, la década de los sesenta es, claramente, el periodo que, en mayor medida, se manifiesta en el país la incapacidad del aparato estatal para implementar adecuadamente políticas que representen intereses definidos a partir de clivajes de tipo social —clasistas, sectoriales, etc.—. Congruentemente, las demandas de los grupos configurados al amparo de esos clivajes se manifestarán por fuera del sistema de partidos y del sistema electoral, desatándose un periodo de intenso conflicto social, en el que cada vez más las dificultades del sistema político para representar están en la base de su inestabilidad.
Así, desde 1958 hasta 1971, el Estado uruguayo se caracteriza por su imposibilidad de mantener políticas estables y a largo plazo al servicio de cualquier sector social capaz de implementar un proyecto nacional. Si hasta 1956, aproximadamente, puede expresar efectivamente un proyecto industrializante; si hasta 1960, aproximadamente, puede proceder a partir las diferencias entre sectores en forma básicamente consensual, de allí en más sólo podrá hacerlo como resultante de un conflicto cada vez más abierto. La inestabilidad de las políticas públicas y su permanente recursividad es, en definitiva, la manifestación más clara de la incapacidad representacional del Estado, y esta, a su vez, la consecuencia de la acumulación de políticas retribucionistas autosustentadas, configuradas en diversos niveles del sistema político, y de las cuales este es el primer prisionero.
A partir de 1962, abandonadas las expectativas de un proyecto ruralista efectivo y viable, la relación de los diversos clivajes comienza a cambiar. De hecho, el quiebre de los proyectos neobatllista y ruralista implica una fisura importante en el predominio de los clivajes sectoriales y de gran área, y se abre una fase en la que los sectores —especialmente en Montevideo— comienzan a escindirse a partir de articulaciones organizadas sobre la base de la identificación de clase. Si en 1958 se enfrentan un proyecto urbano-industrial con un proyecto de base rural, el fracaso de las políticas ruralistas, agregado al anterior quiebre del proyecto industrialista, será la base de la escisión, en cada uno de ellos, de subsectores organizados más específicamente en términos de intereses más típicamente clasistas. En una sociedad estancada, en la que las prácticas políticas han determinado una alta manipulabilidad de las políticas públicas, el conflicto se abre en torno a la participación en el ingreso, y asume manifestaciones claramente clasistas en un contexto de inflación acelerada y de recursividad de las políticas públicas —sobre todo de las políticas económicas—. Dentro del marco del sistema político tradicional se articulan organizaciones legitimadas en términos de intereses de clases —tanto asalariadas, industriales como rurales—, y se abre una época de intenso conflicto social sobre la base de identificaciones clasistas.
La evidencia sobre el desarrollo de los conflictos clasistas, su incidencia en procesos tales como el desplazamiento del sistema político hacia el autoritarismo más o menos manifiesto o el desarrollo del proceso inflacionario, es amplia y reconocida en todos los análisis de la década de los sesenta, aun cuando no haya merecido hasta ahora la atención de ningún estudio medianamente serio y sistemático. Pero nuestro interés, aquí, más que en subrayar sus manifestaciones, reside en situar sus límites y su inserción en la problemática planteada.
Una peculiaridad altamente significativa del conflicto clasista refiere a que, con el periodo en estudio —y, particularmente, en el periodo más manifiestamente clasista: 1968-1971—, el conflicto de clases no adquirió plena convertibilidad en el sistema de partidos, ni en el comportamiento electoral ni en el conjunto del sistema político.
Desde 1962 a 1971, el Partido Nacional acentuará sus bases en aquellas circunscripciones más típicamente rurales y menos industrializadas, y verá dibujarse en el seno del partido alas o sublemas con perfiles representacionales básicamente diversos. El Partido Colorado verá desdibujarse su perfil urbano-industrial y surgirán agrupamientos políticos fuertemente correlacionadas con la existencia de contextos electorales más industrializados, modernizados y urbanos. En 1971 esos agrupamientos coincidirán en el Frente Amplio, que adquirirá un marcado perfil representacional a partir de clivajes ideológicos y sociales, especialmente en aquellos contextos en los que obtiene mejor desempeño. Sin embargo, el hecho más significativo es que, salvo en Montevideo, el sistema bipartidista fragmentario se mantendrá indemne. El gran clivaje Montevideo-Interior acotará, de hecho, los límites dentro de los cuales los conflictos y las políticas basadas en identificaciones de tipo clasistas son generalizables al conjunto del país. Aun cuando el punto requiere mayores indagaciones, parece claro que si el neobatllismo había sido una escisión urbana e industrial dentro del conjunto del Partido Colorado, los sectores agrupados en torno al Frente Amplio en 1971 eran esencialmente una escisión en las bases montevideanas de esos mismos sectores, particularmente en aquellos de ingresos y educación media o media alta. Forjado, al fin y al cabo, como una escisión continuadora de la política industrialista y socializante del neobatllismo, se asentaba en bases a partir de las cuales era muy poco probable cualquier alianza históricamente viable con sectores del interior del país en general y rurales en particular. La crítica radical a la política de desmantelamiento industrial, de esta forma, no ofrecía alternativamente más proyecto que la continuidad esencial de las políticas neobatllistas, aunque no se manifestara ni se percibiera a sí mismo de esa forma. El reclamo de la transformación de las estructuras agrarias no se asentaba en ninguna alianza efectiva con sectores sociales rurales. En rigor, cualquier alternativa de proyecto nacional efectivamente viable implicaba la participación jerárquica de sectores rurales modernizantes, pero la quiebra de 1958 había enfrentado en forma definitiva a unos y otros grupos, marcando la relevancia esencial de un clivaje inocultable en su significación política.
La incapacidad del sistema político para representar adecuadamente intereses de base social lleva, de este modo, a que las demandas de tipo retributivo-sectorial se canalicen por fuera del sistema político, sobre la base de grupos de presión y acciones de diverso tipo. La inconvertibilidad electoral de las adhesiones de tipo clasista y sectorial, de esta manera, deja sin representación política a las clases, sectores y grupos más poderosos. y así se configura la base de una doble escena: en las instancias electorales se asignan los titulares del poder, mientras en las instancias interelectorales se ponen en discusión las políticas públicas que aquellos titulares intentan aplicar. En un contexto de bipartidismo fragmentario, en un entorno dominado por la necesidad de retribuir adhesiones en forma particularista o sectorial, quien accede al poder por vía electoral está incapacitado de aplicar políticas públicas estatales en los periodos de gobierno. La dualidad de tiempos electorales y tiempos interelectorales se constituye, de esta forma, en una clave del conjunto del proceso político que —como veremos— lleva naturalmente a una situación de inestabilidad estructural.
Pero la doble escena genera, además, una doble mirada: los tiempos interelectorales dominan la vida política montevideana; los tiempos electorales constituyen una escena de alcance nacional. La mirada montevideana sobre la política es una mirada marcada por el conjunto del proceso, y particularmente por los periodos interelectorales, y, de esta forma, esta mirada percibe una escena política que, de alguna manera, está a la izquierda del sistema. Al intentar percibir el conjunto del sistema —integrado por los dos tiempos, por los diversos clivajes, por los diversos momentos— desde las claves manifiestas en la escena montevideana, arriesga no comprenderlo: inevitablemente erra en sus análisis y consiguientemente en sus predicciones. El clivaje Montevideo-Interior y los clivajes clasistas que se manifiestan en Montevideo particularmente en los periodos interelectorales configuran la dinámica sobre la que se constituye la mirada montevideana, pero no alcanzan a determinar el dinamismo del conjunto del sistema, que responde también a otros clivajes que normalmente no alcanzan a manifestarse en la escena en cuestión, o al menos no lo hacen con la misma fuerza: los clivajes de ideas, los clivajes partidarios, los que definen los sistemas de legitimidad y todos aquellos otros que, siendo de base social, exceden a la mera determinación clasista o sectorial. Así, la dinámica del sistema escapa a la percepción capitalina, que solo atiende a los clivajes sectoriales o clasistas: a nivel local, en el conjunto del país, en el mercado de los sistemas de legitimación clientelísticos o carismáticos, los clivajes clasistas que dominan la escena política montevideana en los periodos interelectorales carecen prácticamente de relevancia alguna.
Pero la importancia de la doble escena está más allá de esto. En rigor, su relevancia resulta de que la dualidad en cuestión pone las bases en la inestabilidad estructural del sistema político, y a poco que operen factores coyunturales específicos, abre las puertas a su ruptura. Por el lado de la izquierda, la inconvertibilidad política de las adhesiones clasistas abre el lugar a los que niegan la capacidad del sistema electoral de abrir los cauces a una transformación que satisfaga sus demandas sectoriales, y legitima, así, según los casos, las expectativas peruanistas, populistas o los reclamos de violencia armada foquista o no.
Por el lado de la derecha, en cambio, las instancias de conflicto en los periodos interelectorales abren la puerta a los que se sienten representando a las mayorías silenciosas, que —de acuerdo con esa perspectiva— se expresan en las elecciones, pero son negadas en la dinámica política habitual. y así, invocando la representación de las mayorías silenciosas, adviene la experiencia autoritaria de la escena política, pero no alcanzan a captar el dinamismo del conjunto del sistema, que responde también a otros clivajes que no alcanzan a manifestarse en la escena, al menos con las mismas fuerzas. y combinado con ello, los clivajes políticos de nivel y pautas de legitimidad cierran un campo de problemas difícilmente captables a partir de una percepción centrada en la escena, que solo percibe los clivajes clasistas y sectoriales.
Pero la importancia de la doble escena está más allá aun: pone las bases de la ruptura del sistema político. Por el lado de la izquierda, la inconvertibilidad política de las adhesiones clasistas abre el lugar a los que niegan la capacidad del sistema electoral de abrir los cauces de una transformación que satisfaga sus demandas sectoriales. Por el lado de la derecha autoritaria, la escena política interlocutoral sugiere la convocación a las mayorías silenciosas que solo se expresan electoralmente.
¿En qué medida los cinco rasgos anotados mantienen hoy su vigencia? ¿En qué medida un orden político de este tipo tiene capacidad de encauzar al país por un camino democrático estable?
La respuesta a la primera pregunta es meramente hipotética. En parte porque se sabe poco sobre el tema. En mayor medida, porque buena parte de la respuesta depende de la voluntad de los propios actores políticos: ¿mantendrán el orden político tradicional o buscaran cambiarlo? La respuesta a las preguntas sobre la eventual restauración del orden tradicional o la creación de uno nuevo depende, esencialmente, de la respuesta de los propios actores políticos.
Pero, en nuestra opinión, la experiencia política uruguaya en el pasado, y la investigación comparativa en ciencia política, sugieren que un orden político que simplemente restaure el desaparecido en 1973 seguramente durará poco tiempo.
Las razones son sencillas. En un contexto de participación creciente y dominio de la legitimidad retributiva, en el marco de la situación actual del país, un modelo de bipartidismo fragmentario y una dualidad de tiempos y escenas políticas como los descritos carecen de viabilidad a corto plazo. Así, la simple restauración no puede prometer existir.
El primer problema, claramente, refiere a la reconstitución de un proceso político sin dualidades. Las demandas de los grupos sociales que se transfieren al sistema político deben canalizarse en el marco de este y no por fuera de él.
Pero, como vimos, esto fue una resultante directa de la interacción de un sistema de legitimidad retributiva, con la incapacidad del sistema de partidos para expresar demandas y con las características del aparato estatal uruguayo para implementar políticas. El bipartidismo fragmentario y —su soporte— la legislación electoral, deberán desaparecer para que el sistema político sea viable. Pero además deberá seguramente reformarse el aparato estatal y deberán invertirse esfuerzos significativos en la formulación de nuevos sistemas de legitimidad.
Cuadro 13. Correlaciones para las elecciones 1971(*)
La votación a los grupos más conservadores se concentra en las zonas atrasadas del país. En cambio, la votación a los partidos de izquierda está asociada con zonas modernas, especialmente las de alta ocupación fabril.
(*) Las correlaciones expresan asociación entre los factores en estudio. Varían entre +1 (cuando la asociación es perfecta y positiva) y –1 (cuando es perfecta y negativa). Una correlación de 0 (cero) indica que no hay ninguna relación entre los factores.
Fuente: Filgueira (1976).
De las tres tareas, paradojalmente, la más sencilla es la reforma del sistema electoral: solo depende de un acuerdo político. Más difíciles son, en cambio, el desplazamiento del sistema de legitimidad retributivo y el cambio del aparato estatal. Como vimos, la retribución, como criterio de legitimidad dominante, tiene raíces estructurales e históricas en el país. El desarrollo irracional del aparato estatal y sus políticas inflacionarias son en buena medida una resultante del predominio de los antedichos criterios de legitimidad, y es difícil pensar que se pueda encarar sin alterarlos. El común —y extremadamente simplista— optimismo sobre la capacidad del Estado uruguayo para encarar el proceso de crecimiento de la economía sin el cual tampoco habrá consolidación democrática, es, paradojalmente, una muestra más del grado en que la dominación de la legitimidad retributiva permea el conjunto de la sociedad uruguaya.
Pero parece claro, finalmente, que no hay consolidación democrática estable si no se legitima, en forma definitiva, el sistema electoral como sistema de adjudicación de la titularidad de los cargos públicos. En definitiva, ningún sistema político moderno adquiere legitimidad a largo plazo si no arraiga en creencias de tipo racional-legal. El Uruguay tiene, para ello, una ventaja, que es el legado ideológico dejado en la historia del país por quienes construyeron el Estado y la democracia. Pero tiene también una desventaja, que refiere los demás temas antedichos —el bipartidismo fragmentario, la doble escena, la legitimidad retributiva.
Si el sistema de partidos se reforma, buscando condiciones para que exprese más adecuadamente las demandas sociales, buscando mecanismos para que impida que estas deban canalizarse por fuera del sistema político, y buscando estructuras que permitan, a la par, la participación democrática y la generación de programas razonablemente homogéneos, es pensable que estemos ante la oportunidad de consolidar un nuevo orden democrático. De lo contrario, es perfectamente posible que el nuevo sistema se mueva, durante un largo tiempo, en el marco de una permanente inmovilidad.
Para terminar: es difícil saber cuál es la reforma que debe encararse en el sistema electoral y en el sistema de partidos. Es opinable si el sistema deberá ser bipartidario, tripartidario, multipartidista; si el gobierno deberá ser presidencial o parlamentario; si el sistema electoral deberá incluir fórmulas de ballotage, panachage o cualquier otra innovación específica. Parece en cambio poco opinable —y también poco alentador— que el tema no sea objeto de discusión, y que sobre el punto el país haya avanzado tan poco, aunque sea en opinión, desde hace ya medio siglo.
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En un contexto de bibliografía muy escasa, quien quiera entrar más de lleno en el análisis del sistema político uruguayo debiera leer algunos textos clásicos. Los trabajos de Aldo Solari recopilados en Estudios sobre la sociedad uruguaya (2 vols., Editorial Arca, 1964) son particularmente importantes, al igual que sus consideraciones sobre el punto en El desarrollo social del Uruguay en la postguerra, incluido en las referencias. Los múltiples y dispersos trabajos de Real de Azúa también son de lectura obligatoria, especialmente Política, poder y partidos en el Uruguay de hoy, incluido en la recopilación Uruguay Hoy, organizada por Luis C. Benvenuto y publicada por Siglo xxi, Buenos Aires, 1971. Lo mismo ocurre con los trabajos de Germán Rama en la Enciclopedia Uruguaya, La democracia política y El ascenso de las clases medias y el prólogo de su libro sobre El club político (Editorial Arca, 1972), y finalmente, aunque deplorablemente no se encuentran en el circuito editorial masivo parece conveniente conocer los trabajos de Filgueira, González Ferrer y Rial [...].
1.
Serie Uruguay Hoy, n.º 7. Montevideo: ciedur, noviembre de 1984.